La democracia de las emociones. Alfredo Sanfeliz Mezquita
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Las personas, además de comida necesitan una causa, su sentido, sentirse útiles, pertenencia. Y en Occidente, con los estómagos bien llenos y sabiendo en el fondo de nuestro ser que comida no nos faltará, se hacen más y más presentes las inquietudes, sociales, existenciales y de sentido.
La ausencia de trabajo para todos es un fenómeno creciente. En un mundo guiado por la competencia y la productividad, pocas dudas hay de que, para la inmensa mayoría de los trabajos, las máquinas, los robots o los ordenadores son y serán cada vez más eficaces y rentables que las personas, además de ser mucho menos problemáticos. Y en este estado de cosas y mientras los valores supremos sean la productividad y la competitividad, las personas tienen que encontrar su hueco (incluyendo su salario) luchando por una causa que les haga sentirse con un propósito, luchar por algo, encontrar una dirección, y asociado a ello su sustento económico. Y es esto lo que en gran medida propicia el nacimiento de miles de luchas y movimientos en defensa de unas y otras causas que nos dan sentido. Pues unos buscan su hueco y su poder a través del juego del Monopoly de las finanzas y otros lo buscan con el arte de la comunicación, la reivindicación, las llamadas de atención, la creación de relatos etc.
Somos poco conscientes de que somos ya una sociedad rica y de que lo que nos falta no es más riqueza sino aprender a convivir con ella y administrarla y disfrutarla con armonía entre todos. Ello nos hace seguir empecinados en que todos los problemas se arreglarán con mayor productividad y mayor crecimiento. Algunos se dan cuenta de que eso es absurdo, pero caen simultáneamente a menudo en la creencia de que todo el mundo es bueno y que el arreglo es fácil repartiendo más (pagando más impuestos y restringiendo libertades para igualar por abajo) por imposición legal y pretendiendo que todos seamos iguales en riqueza. Pero se olvidan de que son las trayectorias, los apegos y la relevancia social, así como la verdadera naturaleza humana con sus mecanismos interesados de motivación los que inevitablemente determinan las conductas. En sus versiones extremas, parecen también ignorar que repartirlo todo por imposición nos llevaría a una espiral de degeneración y empobrecimiento, como ya se ha visto en las sociedades comunistas que lo han pretendido.
En el otro lado, , digamos que el de los conservadores, muchos tienen siempre muy presente en sus miradas la naturaleza del ser humano como alguien interesado, lo que les hace grandes defensores de la meritocracia, del premio a la competitividad y al esfuerzo con falta de sensibilidad para apreciar, sentir y compartir las dificultades de quienes más las padecen. Parecen olvidarse de dar gracias por haber nacido como han nacido y haberles caído la vida que les ha caído. Conciben el éxito de la sociedad en la riqueza absoluta sin ser conscientes de que, alcanzados los niveles necesarios para la supervivencia, la gestión de las diferencias y las desigualdades es más relevante que la consecución de mayores cifras absolutas para los menos favorecidos. Pues no es la cantidad de riqueza y de educación lo que protege de la exclusión, sino la existencia de brechas cada vez mayores, que constituyen el mejor caldo de cultivo para la exclusión y, desde ella, para el griterío y la reivindicación populista.
Con todo esto la sociedad y sus líderes políticos han hecho inmersión en una creciente superficialidad para mirar y abordar los distintos temas, pues el uso del relato publicitario, el eslogan y la conexión emocional es lo que funciona para ganar seguidores. Y para ello nada como crear enemigos o demonios para atraer seguidores, a quienes les unirá mucho más el temor o el resentimiento compartidos ante un enemigo, ya sea real o construido, que el hecho de compartir ideas comunes.
La perspectiva sistémica que siempre se ha requerido para comprender la sociedad se hace hoy mucho más necesaria. Y aun con ella, a priori y más allá de la observación de ciertas tendencias, resulta muy difícil pronosticar los efectos del juego cruzado de causas, reivindicaciones e intereses.
Nuestro sistema democrático continúa siendo muy democrático. Se puede pensar que la calidad democrática es muy deficiente, pero no se puede cuestionar que hoy se escuchan todas las voces existentes mucho más que antes. Aunque unos mucho más que otros, hoy todos gritamos de una u otra forma, todos nos quejamos de unas y otras cosas, y la sociedad avanza fijando su dirección con el resultado de todos los empujes que la mueven hacia un lugar u otro. Es una democracia en la que la dirección la marcan más el volumen y el ruido que crean los gritos que los argumentos razonados que hay en ellos. Y todo ello ocurre en una dinámica social en la que todos tenemos el altavoz de los nuevos medios de comunicación y las redes sociales, y en un terreno de juego en el que también juegan, de forma oculta, intereses distorsionadores o contaminantes que lo que buscan es la desestabilización y la siembra de agitación y caos.
¿Es peor esta democracia de las voces y los gritos o populista que otra basada en el voto supuestamente racional, cultivado e inteligente? ¿Es posible pronunciarse sobre cuál de las dos versiones es más democrática? ¿A quién conviene más una y otra forma de democracia? Seguro que el instinto de supervivencia social nos irá guiando y a lo largo del tiempo nos mostrará las respuestas y los sufrimientos adaptativos que habrá que padecer precisamente para sobrevivir.
¿VIVIMOS EN UN MUNDO DISTINTO?
A lo largo de la historia, las personas que tratan de entender la sociedad en que viven tienden a pensar que lo que le ocurre a su generación es algo muy singular o único. Consideran, por ello, que enfrentan situaciones o problemas novedosos, únicos y difíciles que parecen justificar el derecho a lamentarse de cómo está el mundo, tendiendo en general a hacer crítica a los jóvenes, por su supuesta relajación de valores, superficialidad etc. como clase causante de los males que afectan a la sociedad. Debo confesar que, si me dejo llevar por mi inconsciente, mis emociones y sentimientos este es un pensamiento también recurrente en mí. Podría confesar que, sin reflexión, sin pensar, lo que siento a menudo es que la gente de hoy es la leche, que ha perdido los principios, que es muy superficial y que por este camino mal va el mundo. Solo cuando me convierto en un observador externo disociado de mis vivencias, de mi historia personal de sentimientos, apegos, emociones y creencias puedo constatar que en gran medida esas cosas tan especiales y negativas no son realmente tan especiales de nuestra época. Por supuesto que el desarrollo de las tecnologías, la riqueza y las costumbres son diferentes, pero el juicio que merece a las sucesivas generaciones su propio tiempo o época mantiene muchos patrones comunes a lo largo de la historia, al menos en los últimos siglos. Basta leer libros de distintas épocas para constatar un patrón común en lo que se refiere a la valoración que merece la evolución respecto de la moral, los valores etc. La lectura pone de manifiesto en general la dificultad o resistencia a la absorción del cambio propio de la evolución de las sociedades. Leyendo cosas escritas hace doscientos años relacionadas con la evolución de la sociedad de aquel tiempo uno puede pensar que podrían estar escritas en el presente.
Nuestro miedo y resistencia al cambio nos hace mirar y vivir con resquemor todo lo nuevo, y en definitiva todo aquello que pueda suponer una amenaza a la cómoda inercia en la que cada uno vive sumido en un hábitat social que domina para desenvolverse en él sin esfuerzo. Por ello, ante las cosas, tendencias o fenómenos nuevos, tendemos, especialmente a partir de ciertas edades, a pensar que son