El bosque. Харлан Кобен

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El bosque - Харлан Кобен

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de aquel verano de hacía tanto tiempo. No había ninguna de Lucy. Había tenido la sensatez de tirarlas todas hacía años. Lucy y yo también teníamos nuestras canciones —Cat Stevens, James Taylor— temas tan empalagosos como para vomitar. Me cuesta escucharlas. Todavía hoy. Procuro que no se introduzcan en mi iPod. Si las ponen en la radio, cambio de emisora a la velocidad del rayo.

      Repasé un montón de fotos de aquel verano. La mayoría eran de mi hermana. Fui mirándolas hasta que encontré una que se tomó tres días antes de su muerte. En la foto salía Doug Billingham, su novio. Un chico rico. Mi madre estaba encantada, evidentemente. El campamento era una rara mezcla de privilegiados y pobres. Dentro del campamento, las clases altas y bajas se mezclaban al nivel más equitativo que es posible imaginar. Así lo quería el hippie que dirigía el campo, el encantador padre hippie de Lucy, Ira.

      Margot Green, otra niña rica, estaba metida en medio. Siempre estaba en medio. Era la tía buena del campamento y lo sabía. Era rubia y desarrollada y lo explotaba a todas horas. Siempre salía con chicos mayores, al menos hasta Gil, y para los meros mortales que la rodeaban, la vida de Margot era como algo salido de la tele, un melodrama que todos observábamos con fascinación. La miré y me imaginé el corte en su garganta. Cerré los ojos un segundo.

      Gil Pérez también estaba en la foto. Para eso había bajado al sótano.

      Enfoqué la luz de la mesa y miré más de cerca.

      Una vez arriba, recordé algo. Soy diestro, pero cuando pegaba puñetazos a Gil en el brazo, utilizaba la mano izquierda. Lo hacía para evitar tocar su horrible cicatriz. Estaba curada, pero me daba miedo tocarla. Como si pudiera abrirse y empezar a sangrar. Por eso utilizaba la mano izquierda y le pegaba en el brazo derecho. Entorné los ojos y me acerqué más.

      Veía el extremo de la cicatriz asomando por debajo de la camiseta.

      La habitación empezó a dar vueltas.

      La señora Pérez había dicho que la cicatriz de su hijo estaba en el brazo derecho. Pero entonces yo le habría golpeado con la mano derecha, ergo le habría dado en el hombro izquierdo. Pero yo no hacía eso. Yo le pegaba con la mano izquierda... en el hombro derecho.

      Ahora tenía la prueba.

      La cicatriz de Gil Pérez estaba en el brazo izquierdo.

      La señora Pérez había mentido.

      Y ahora debía preguntarme por qué.

      7

      Aquella mañana llegué temprano a mi despacho. En media hora tendría a Chamique Johnson, la víctima, en el estrado. Estaba repasando las notas, pero cuando dieron las nueve ya había terminado. Así que llamé al detective York.

      —La señora Pérez mintió —dije.

      Escuchó mis explicaciones.

      —Mintió —repitió York en cuanto terminé de hablar—. ¿No cree que es un poco fuerte?

      —¿Cómo lo llamaría usted?

      —¿Que se equivocó?

      —¿Se equivocó en el brazo en el que su hijo tenía la cicatriz?

      —Pues sí, por qué no. Ya sabía que no era él. Es natural.

      No me lo tragaba.

      —¿Tienen algo nuevo en el caso?

      —Creemos que Santiago estaba viviendo en Nueva Jersey.

      —¿Tiene su dirección?

      —No. Pero tenemos una novia. O creemos que es la novia. Al menos una amiga.

      —¿Cómo la han encontrado?

      —Por el móvil vacío. Llamó buscándole.

      —¿Y quién era en realidad? Me refiero a Manolo Santiago.

      —No lo sabemos.

      —¿La novia no se lo ha dicho?

      —La novia sólo le conocía como Santiago. Ah, una cosa importante.

      —¿Qué?

      —Su cadáver fue trasladado. Ya estábamos seguros de esto al principio. Pero ahora nos lo han confirmado. Nuestro forense dice, basándose en el sangrado o algún detallito por el estilo que ni entiendo ni quiero entender, que Santiago estaba muerto probablemente una hora antes de que lo tiraran allí. Han hallado fibras de alfombra y cosas así. La investigación preliminar cree que proceden de un coche.

      —¿Así que a Santiago lo asesinaron, lo metieron en un maletero y lo abandonaron en Washington Heights?

      —Es nuestra hipótesis de trabajo.

      —¿Tienen la marca del coche?

      —Todavía no. Pero el forense dice que es algo antiguo. Por ahora sólo sabe esto, pero siguen investigando.

      —¿Cómo de antiguo?

      —No lo sé. No es nuevo. Por favor, Copeland, tómeselo con calma.

      —Tengo un gran interés personal en este caso.

      —Hablando de Roma.

      —¿Qué?

      —¿Por qué no nos echa una mano?

      —¿En qué?

      —En que tengo una cantidad de casos de locura. Ahora tenemos una posible conexión en Nueva Jersey: probablemente Santiago vivía allí. O al menos vive allí su novia. Y allí es exclusivamente donde le veía, en Nueva Jersey.

      —¿En mi condado?

      —No, creo que en el Hudson. O puede que en Bergen. Mire, ni idea. Pero está muy cerca. Y permita que añada algo al batiburrillo.

      —Le escucho.

      —Su hermana vivía en Nueva Jersey, ¿no?

      —Sí.

      —No es mi jurisdicción. Probablemente usted podría reclamar el caso, aunque no sea en su condado. Abrir el caso antiguo, no creo que nadie más lo reclame.

      Lo pensé un momento. En parte me estaba camelando. Esperaba que yo hiciera parte de su trabajo de campo y después llevarse él la gloria, pero me parecía bien.

      —Esa novia —dije— ¿tiene un nombre?

      —Raya Singh.

      —¿Y una dirección?

      —¿Va a hablar con ella?

      —¿Le importa?

      —Mientras no se cargue mi caso, puede hacer lo que le plazca. Pero ¿puedo darle un consejo de amigo?

      —Por

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