El bosque. Харлан Кобен
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Читать онлайн книгу El bosque - Харлан Кобен страница 19
—¿Ha leído el expediente del caso? —pregunté.
—Sí. Le investigaron a fondo por culpa de eso, ¿no?
Todavía recuerdo al sheriff Lowell, y su expresión de escepticismo. Comprensible, por supuesto.
—¿A dónde quiere ir a parar?
—Sólo esto: Steubens sigue intentando anular su condena.
—Nunca le juzgaron por esos cuatro primeros asesinatos —dije—. No los necesitaban, tenían pruebas más sólidas en los otros casos.
—Lo sé. Aun así estaba relacionado con ellos. Si realmente se trata de Gil Pérez y Steubens se enterara, no sé, podría ayudarle. ¿Entiende a qué me refiero?
Me estaba diciendo que fuera discreto hasta que tuviera algo seguro. Estaba de acuerdo. Lo último que quería era ayudar a Wayne Steubens.
Colgamos. Loren Muse asomó la cabeza en mi despacho.
—¿Tienes algo nuevo para mí? —pregunté.
—No, lo siento. —Miró su reloj—. ¿A punto para tu gran presentación?
—Totalmente.
—Pues vamos. Empieza el espectáculo.
—El pueblo llama a Chamique Johnson.
Chamique iba vestida de modo conservador pero no de una forma exagerada. Se le veía el estilo. Se le veían las curvas. Incluso hice que se pusiera tacones. A veces uno intenta obstruir la visión del jurado. Y hay veces, como ésta, en que tu única posibilidad es que vean todo el panorama, verrugas incluidas.
Chamique mantuvo la cabeza alta. Sus ojos iban de derecha a izquierda, no de una forma deshonesta, al estilo Nixon, sino como si estuviera alerta por si le caía algún golpe. Llevaba un poco de exceso de maquillaje. Pero eso tampoco importaba. La hacía parecer una chica haciéndose pasar por una adulta.
Había gente en mi oficina que no estaba de acuerdo con mi estrategia. Pero yo creía que si tienes que hundirte, es mejor hundirte con la verdad. Y eso es lo que estaba dispuesto a hacer.
Chamique dijo su nombre y juró sobre la Biblia antes de sentarse. Le sonreí y la miré a los ojos. Chamique me saludó con una inclinación de cabeza, como dándome el visto bueno para empezar.
—Trabaja de estríper, ¿no?
Que empezara con una pregunta como ésta, sin ningún preliminar, sorprendió al público. Se oyeron algunas exclamaciones. Chamique pestañeó. Tenía una idea aproximada de lo que yo pretendía hacer, pero no había sido muy concreto intencionadamente.
—A tiempo parcial —dijo.
No me gustó esta respuesta. Era demasiado cautelosa.
—Pero se desnuda por dinero, ¿no?
—Sí.
Eso me gustó más. Sin vacilación.
—¿Se desnuda en clubes o en fiestas privadas?
—En los dos.
—¿En qué club se desnuda?
—En el Pink Tail. Está en Newark.
—¿Cuántos años tiene? —pregunté.
—Dieciséis.
—¿No es necesario tener dieciocho para hacer estriptís?
—Sí.
—¿Cómo lo hace entonces?
Chamique se encogió de hombros.
—Conseguí un carné falso, pone que tengo veintiuno.
—¿Así que ha vulnerado la ley?
—Supongo que sí.
—¿Ha vulnerado la ley o no? —pregunté.
Lo dije con una voz un poco dura. Chamique lo entendió. Quería que fuera sincera. Quería que —perdón por la bromita, que se desnudara— fuera totalmente honesta. La dureza fue un recordatorio.
—Sí, vulneré la ley.
Miré hacia la mesa de la defensa. Mort Pubin me miraba como si me hubiera vuelto loco. Flair Hickory tenía las palmas de las manos apretadas, y el dedo índice apoyado en los labios. Sus dos clientes, Barry Marantz y Edward Jenrette, llevaban americanas azules y estaban pálidos. No parecían presuntuosos, seguros de sí mismos, ni perversos. Parecían contritos y asustados y muy jóvenes. Un cínico diría que era intencionado, que sus abogados les habían aconsejado cómo sentarse y qué expresiones poner. Pero yo sabía que no. Aun así no permití que eso me afectara.
Sonreí a mi testigo.
—No es la única, Chamique. Encontramos un montón de carnés falsos en la fraternidad de sus violadores, para poder salir y disfrutar de fiestas para adultos. Al menos usted lo hizo para ganarse la vida.
Mort se puso de pie.
—Protesto.
—Aceptada.
Pero ya estaba dicho. Como dice el refrán: «Lo dicho, dicho está».
—Señorita Johnson —continué—, no es virgen, ¿no es así?
—No.
—De hecho, tiene un hijo y es soltera.
—Sí.
—¿Cuántos años tiene?
—Quince meses.
—Dígame, señorita Johnson: ¿El hecho de no ser virgen y tener un hijo siendo soltera la convierte en un ser humano inferior?
—¡Protesto!
—Aceptada. —El juez, un tal Arnold Pierce, de cejas pobladas, me miró con mala cara.
—Sólo pongo de relieve lo obvio, señoría. Si la señorita Johnson fuera una rubia de clase alta de Short Hills o Livingstone...
—Resérvelo para las conclusiones, señor Copeland.
Lo haría. Y lo había usado para la apertura. Me dirigí a la víctima.
—¿Le gusta ser estríper, Chamique?
—¡Protesto! —Mort Pubin estaba de pie otra vez—. Irrelevante. ¿A quién le importa si le gusta ser estríper o no?
El juez Pierce me miró.
—¿Y bien?
—Hagamos una cosa —dije, mirando a Pubin—. Yo no le preguntaré