1984. George Orwell
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Winston se volvió abruptamente. Había puesto en sus rasgos la expresión de tranquilo optimismo que era recomendable usar al estar frente a la telepantalla. Atravesó la habitación hacia la pequeña cocina. Al salir del Ministerio a esta hora del día había sacrificado sus alimentos en el comedor y sabía que no había comida en la cocina, excepto un trozo de pan oscuro que debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de la alacena una botella con un líquido incoloro y una sencilla etiqueta blanca que decía GINEBRA VICTORIA. Tenía un olor empalagoso como de arroz estilo chino. Winston se sirvió casi una taza, se concentró para el impacto y la engulló como una dosis de medicina.
De inmediato su cara se puso roja y saltaron lágrimas de sus ojos. La bebida era como ácido nítrico y, además, al tragarla uno sentía que lo golpeaban en la nuca con una porra de hule.
No obstante, al momento siguiente se apaciguó el ardor en su estómago y el mundo comenzó a parecer más animado.
Extrajo un cigarrillo de un ajado paquete que decía CIGARROS VICTORIA, y de manera imprudente lo sostuvo erguido, por lo que el tabaco cayó al piso. Con el siguiente tuvo más éxito.
Regresó a la sala y se sentó frente a una mesa pequeña que estaba a la izquierda de la telepantalla. Del cajón de la mesa sacó un mango de pluma, una botella de tinta y un cuaderno grande y grueso, en blanco, con un lomo rojo y el forro tipo mármol.
Por alguna razón, la telepantalla de la sala estaba en una posición extraña. En lugar de estar colocada, como era normal, en la pared del fondo, desde donde se dominaba toda la habitación, estaba sobre el muro más largo, frente a la ventana.
A un lado de ella había un hueco, en donde ahora estaba sentado Winston, y el cual, cuando construyeron los apartamentos, estaba destinado a guardar libros. Al sentarse en el hueco y mantenerse en el fondo, Winston podía permanecer fuera del alcance de la telepantalla, en lo que respecta a la visión. Por supuesto, podían oírlo, pero mientras se quedara en su posición actual, no podían verlo. En parte fue esta singular distribución de la habitación lo que le sugirió lo que estaba a punto de hacer.
Pero también se lo había sugerido el cuaderno que acababa de sacar del cajón. Era un cuaderno singularmente atractivo.
Su liso papel cremoso, un poco amarillento por el tiempo, era de un tipo que no se había fabricado cuando menos durante los cuarenta años anteriores. Sin embargo, podía suponer que el cuaderno era mucho más viejo que eso. Lo había visto en la ventana de una sucia tienda de trastos viejos en un área miserable de la ciudad (ni siquiera recordaba cuál zona) y de inmediato lo había asaltado el abrumador deseo de poseerlo.
Se suponía que los afiliados al partido no acudían a las tiendas corrientes (a eso se le llamaba "transacciones en el mercado libre"), pero la regla no se cumplía estrictamente, debido a que había varias cosas, como las agujetas y las navajas de afeitar, que era imposible conseguir de otro modo. Había echado un rápido vistazo a ambos lados de la calle, se había deslizado al interior de la tienda y había comprado el cuaderno por dos dólares y medio. En ese momento no tenía conciencia de quererlo para algún propósito específico. Con remordimiento, lo había llevado a casa en su portafolios. Incluso sin nada escrito en él, era una posesión comprometedora.
Lo que estaba a punto de hacer era abrir un diario. Esto no era ilegal (nada lo era, debido a que ya no había leyes),.pero si lo detectaban era razonablemente seguro que el castigo sería la muerte o, cuando menos, veinticinco años en un campo de trabajos forzados. Winston ajustó una plumilla en el mango de la pluma y la chupó para sacarle la grasa. La pluma era un instrumento arcaico, que rara vez se usaba incluso para firmar, y él había conseguido una, de manera furtiva y con cierta dificultad, simplemente por la sensación de que el hermoso papel cremoso merecía que lo llenara con una verdadera plumilla, en vez de garrapatear con un lápiz de tinta. En realidad, él no estaba acostumbrado a escribir a mano. Excepto notas muy breves, solía dictar todo en el hablaescribe, lo cual, por supuesto, era imposible para su propósito actual. Remojó la pluma en la tinta y después apenas un segundo. Un temblor recorrió sus entrañas. Marcar el papel era la acción decisiva.
Con letras pequeñas y torpes escribió:
4 de abril de 1984.
Se retrepó en su lugar. Una sensación de absoluto desamparo se había apoderado de él. Para empezar, ni siquiera sabía con certeza que estaba en 1984. Era aproximadamente esa fecha, porque estaba seguro que tenía treinta y nueve años, y creía que había nacido en 1944 o 1945; pero en la actualidad siempre se erraba por un año o dos al precisar una fecha.
De repente, se preguntó para quién escribía este diario.
Para el futuro, para quien no había nacido. Su mente le dio vueltas a la dudosa fecha de la página y después extrajo con un sobresalto la palabra doblepensar de la Neolengua. Por primera vez comprendió la magnitud de lo que había hecho. ¿Acaso puede uno comunicarse con el futuro? Por su naturaleza, eso era imposible. El futuro se parecería al presente, en cuyo caso no lo escucharía, o sería diferente de éste y su predicamento no tendría sentido.
Por un tiempo observó con una mirada estúpida el papel.
La telepantalla había cambiado a una estridente música militar. Era curioso que no sólo parecía haber perdido la capacidad de expresarse, sino que había olvidado lo que originalmente se proponía decir. Durante las semanas anteriores se había preparado para este momento, y nunca había cruzado por su mente que se requiriera algo, excepto valor. La escritura real sería fácil. Sólo tendría que trasladar al papel el interminable e impaciente monólogo que había discurrido en su cabeza, literalmente durante años. No obstante, en este momento incluso el monólogo se había apagado. Además, había comenzado a sentir una insoportable comezón en su úlcera varicosa. No se atrevió a rascarse, porque si lo hacía siempre se le inflamaba.
Los segundos transcurrían. No tenía conciencia de nada, excepto del vacío de la página que tenía enfrente, la comezón de la piel encima de su tobillo, el estruendo de la música y un ligero mareo provocado por la ginebra.
De repente, comenzó a escribir con pánico absoluto, apenas consciente de lo que anotaba. Su caligrafía pequeña e infantil se extendía por la página; primero comenzó a omitir las mayúsculas y, por último, hasta la puntuación.
4 de abril de 1984. Anoche fui al cine. Todas películas de guerra. Una muy buena de un barco lleno de refugiados bombardeado en algún lugar del Mediterráneo. El público se divirtió mucho con los disparos de un gordo enorme que intentaba alejarse a nado del helicóptero que lo perseguía, primero se veía sumiéndose en el agua como una marsopa, después aparecía en la mira de los helicópteros, luego lleno de hoyos y el mar a su alrededor adquiría un color rosa y el hombre se hundía como si de repente los hoyos hubieran dejado entrar el agua, el público reía a carcajadas cuando se hundía. a continuación se veía un bote salvavidas lleno de niños con un helicóptero que revoloteaba sobre él. había un mujer de mediana edad que podía pasar por judía, sentada en la proa con un niño de unos tres años en brazos. el niñito gritaba atemorizado y hundía su cabeza en el pecho de la mujer como si intentara excavar una madriguera dentro de ella, la mujer lo abrazaba y lo consolaba, aunque ella misma estaba triste y temerosa, todo el tiempo lo cubría lo más posible, como si pensara que sus brazos lo protegerían de las balas. después el helicóptero soltaba una bomba de 20 kilos entre ellos con un terrible estruendo y el bote se con vertía en astillas. en seguida había una maravillosa toma del brazo de un niño ascendiendo en el aire. un helicóptero con una cámara en el frente debía haberlo filmado y después se escucharon muchos aplausos desde los asientos del partido, pero una