1984. George Orwell
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Winston dejó de escribir, en parte porque lo aquejaba un calambre. No sabía qué lo había hecho sacar esta serie de tonterías. Pero lo curioso era que, mientras lo hacía, un recuerdo totalmente distinto se había aclarado en su mente, hasta el punto donde se sintió casi capaz de anotarlo. En ese momento comprendió que era debido a este otro incidente que de repente decidió regresar a casa y comenzar el diario hoy.
Había sucedido esa mañana en el Ministerio, si pudiera afirmarse que algo tan nebuloso podía ocurrir.
Eran casi las once en punto, y en el Departamento de Registros, donde Winston trabajaba, habían sacado las sillas de los cubículos y las habían agrupado en el centro del salón, frente a la enorme telepantalla, en preparación para los Dos Minutos de Odio. Winston ocupaba su lugar en una de las filas intermedias cuando dos personas a quienes conocía de vista, pero con quienes nunca había hablado, entraron inesperadamente al salón. Una de ellas era una muchacha con quien se cruzaba a menudo en los pasillos. No sabía su nombre, pero sabía que trabajaba en el Departamento de Ficción. Cabía suponer —porque a veces la había visto con las manos grasosas y una llave de tuercas— que ella trabajaba como mecánico en una de las máquinas de redacción de novelas. Era una muchacha de aspecto atrevido, de unos veintisiete años, con cabello abundante, un rostro pecoso y movimientos rápidos y atléticos. Un delgado cinturón rojo, emblema de la Liga Juvenil Anti-Sexo, estaba enredado varias veces alrededor de la cintura de su mono, apenas lo suficiente para destacar lo torneado de sus caderas. A Winston le había desagradado desde el primer momento de verla. Sabía la razón. Era por la atmósfera de campos de hockey, duchas heladas, excursiones comunitarias y positividad general que conseguía llevar consigo. Le desagradaban casi todas las mujeres, sobre todo las jóvenes y bonitas.
Casi siempre eran mujeres, y sobre todo jóvenes, las partidarias más fanáticas del partido, las devoradoras de lemas, las aprendices de espías y perseguidoras de los antidogmáticos. Pero esta muchacha en particular le daba la impresión de ser más peligrosa que la mayoría. Cuando se cruzaron en el pasillo, la mirada de soslayo de ella pareció atravesarlo y, por un momento, a él lo inundó un terror ciego. Incluso había pasado por su mente que ella podía ser un agente de la Policía del Pensamiento. Cierto que eso era muy improbable, sin embargo, sentía una intranquilidad peculiar, combinada con temor y hostilidad, cuando ella estaba cerca de él.
La otra persona era un hombre llamado O'Brien, afiliado al Comité Central y titular de un puesto tan importante y remoto que Winston sólo tenía una idea leve de su naturaleza. Un murmullo momentáneo atravesó el grupo de personas que rodeaba las sillas, mientras veían el mono negro de un afiliado al Comité Central que se acercaba. O'Brien era un hombre alto y corpulento, con un cuello grueso y una cara vulgar, de mal talante y brutal. A pesar de su aspecto formidable, sus modales tenían cierto encanto. Usaba el truco de reacomodarse los anteojos sobre la nariz, lo cual resultaba curiosamente encantador —en un modo indefinible, un aire de hombre civilizado—. Era un gesto que, si alguien lo hubiera pensado en tales términos, le hubiera recordado a un noble del siglo XVII ofreciendo su caja de rapé. Winston había visto a O'Brien tal vez una docena de veces en igual número de años. Sentía una intensa atracción hacia él, y no sólo porque le fascinara el contraste entre los modales corteses de O'Brien y su físico de gladiador. Se debía más a una idea que guardaba en secreto —o quizá ni siquiera una idea, sino una esperanza— de que el dogmatismo político de O'Brien no fuera perfecto. Algo en su rostro lo sugería irresistiblemente. Y, una vez más, tal vez lo escrito en su cara no fuera falta de lealtad, sino simplemente inteligencia. Pero, en cualquier caso, tenía el aspecto de ser una persona con quien se podría hablar en caso de que pudiera engañar la telepantalla y atraparlo a solas. Winston nunca había hecho el mínimo esfuerzo para corroborar esta suposición; en realidad, no había modo de hacerlo. En ese momento, O'Brien miró su reloj, vio que eran casi las once y evidentemente decidió permanecer en el Departamento de Registros hasta que terminaran los Dos Minutos de Odio. Ocupó una silla en la misma fila que Winston, a un par de lugares de distancia. Entre ellos estaba una mujercita rubia que trabajaba en el cubículo vecino al de Winston. La muchacha del cabello oscuro estaba sentada inmediatamente detrás.
Al instante siguiente, un discurso horrendo y machacante, como una máquina monstruosa que funcionara sin aceite, emanó de la telepantalla en el extremo de la sala. Era un ruido que le daba a uno ganas de entrechocar los dientes y le erizaba los pelos de punta. El Odio había comenzado.
Como de costumbre, en la pantalla se exhibía la cara de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Entre el público surgieron abucheos aquí y allá. La mujercita rubia dio un chillido mezcla de temor y disgusto. Goldstein era el renegado y reincidente quien una vez, hacía mucho tiempo (en realidad nadie sabía cuánto tiempo atrás), había sido una de las figuras principales del partido, casi al nivel del mismo Gran Hermano, y después se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y había escapado y desaparecido de manera misteriosa. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban de un día a otro, pero en todos Goldstein era la figura principal. El era el principal traidor, el primero en manchar la pureza del partido. Todos los crímenes subsecuentes contra el Partido, todas las traiciones, actos de sabotaje, herejías, desviaciones, surgían directamente de sus enseñanzas. Todavía vivía en algún lugar, donde tramaba sus conspiraciones: tal vez en algún lugar más allá del mar, bajo la protección de un extranjero que le pagaba, tal vez incluso —se rumoraba en ocasiones— en algún lugar oculto en Oceanía misma.
El diafragma de Winston se contrajo. Nunca podía contemplar la cara de Goldstein sin una dolorosa mezcla de emociones. Era una delgada cara judía, con una enorme y desordenada aureola de canas y una pequeña perilla; un rostro inteligente, y sin embargo, de algún modo, inherentemente despreciable, con una especie de necedad senil en la nariz larga y afilada, cerca de cuya punta colgaban unos anteojos. Parecía la cara de una oveja, y la voz también tenía una cualidad ovejuna. Goldstein ofrecía su habitual ataque viperino sobre las doctrinas del Partido —un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podría captar sus verdaderas intenciones y, sin embargo, lo bastante convincente para inundarlo a uno con la alarmante sensación de que otra personas, menos sensatas que uno, pudieran creerlo—. Insultaba al Gran Hermano, denunciaba la dictadura del Partido, exigía la inmediata conclusión de la paz con Eurasia, defendía la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad de reunión, la libertad de pensamiento, gritaba histéricamente que la revolución había sido traicionada —y todo esto en un rápido discurso polisílabo que era una especie de parodia del estilo habitual de los oradores del Partido, y que incluso contenía palabras en Neolengua: en realidad más palabras en Neolengua de las que cualquier afiliado al Partido usaría normalmente en la vida real—.
Y todo el tiempo, para que no quedara ninguna duda de la realidad que encubrían las engañosas tonterías de Goldstein, tras su cabeza en la telepantalla marchaban interminables columnas del ejército de Eurasia —fila tras fila de hombres de fuerte complexión y rostros asiáticos inescrutables que ascendían a la superficie de la pantalla y desaparecían para ser reemplazados por otros exactamente similares—. El aburrido resonar rítmico de las botas de los soldados formaba un fondo para la voz plañidera de Goldstein.
Antes de que transcurrieran treinta segundos de Odio, surgieron incontrolables exclamaciones de rabia de las personas en la sala. Él rostro ovejuno y engreído en la pantalla, y la temible fuerza del ejército de Eurasia a sus espaldas, eran demasiado para soportarlos; además, el ver o incluso el pensar en Goldstein producía temor y enojo en forma automática. El era un objeto de odio más constante que Eurasia o Estasia, debido a que cuando Oceanía estaba en guerra con una de estas potencias generalmente estaba en paz con la otra. Pero lo extraño era que, aunque todos odiaban y despreciaban a Goldstein, aunque todos los días y miles de veces al día, en las plataformas, en la telepantalla, en los periódicos, en los libros, refutaban, destrozaban y ridiculizaban