1984. George Orwell
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"Oceanía, esto es para ti" dio paso a una música más ligera. Winston se acercó a la ventana, de espaldas a la telepantalla. El día todavía estaba frío y despejado. En algún lugar lejano, una bomba explotó con un estruendo apagado y retumbante. En la actualidad caían sobre Londres unas veinte o treinta de ellas a la semana.
En la calle, el viento hacía ondear el cartel roto de un lado a otro, y la palabra SOCING aparecía y desaparecía a intervalos.
Socing. Los principios sagrados del Socing. Neolengua, doblepensar, la mutabilidad del pasado. Sentía como si vagara en los bosques del fondo marino, perdido en un mundo monstruoso donde él mismo era el monstruo. Estaba solo. El pasado estaba muerto, el futuro era inimaginable. ¿Qué certeza tenía de que una sola criatura humana viviera ahora a su lado?
Y, ¿cómo podía saber que el dominio del Partido no duraría para siempre? Como respuesta, los tres lemas sobre la cara blanca del Ministerio de la Verdad regresaron a su mente:
LA GUERRA ES PAZLA LIBERTAD ES ESCLAVITUDLA IGNORANCIA ES PODER
Sacó una moneda de veinticinco centavos de su bolsillo.
Ahí, también, con letras pequeñas y claras, estaban inscritos los mismos lemas y en la otra cara de la moneda estaba el Gran Hermano. Incluso desde la moneda los ojos lo perseguían a uno. En las monedas, en las estampillas postales, en las portadas de los libros, en las pancartas, en los carteles, y en la envoltura del paquete de cigarrillos: en todas partes. Siempre los ojos mirándolo y la voz envolviéndolo a uno. Dormido o despierto, en el trabajo o la comida, dentro o fuera, en el baño o en la cama —no había modo de escapar—. Nada era de uno, excepto los pocos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.
El sol se había movido y las numerosas ventanas del Ministerio de la Verdad, debido a que la luz ya no brillaba sobre ellas, se veían austeras como las troneras de una fortaleza. Su corazón se encogía ante la enorme forma piramidal. Era demasiado fuerte, no podía tomarse por asalto. Mil bombas no podrían derrumbarla. Se volvió a preguntar por qué estaba escribiendo el diario. Para el futuro, para el pasado —para una época que podía ser imaginaria—. Y frente a él no estaba la muerte, sino la aniquilación. El diario quedaría reducido a cenizas y él mismo, a vapor. Sólo la Policía del Pensamiento podría leer lo que había escrito, antes de que lo eliminaran de la existencia y de la memoria. ¿Cómo podía apelar al futuro si ninguna huella de uno, ni siquiera una palabra anónima garrapateada en un pedazo de papel, sobreviviría físicamente?
Era interesante que las campanas de la hora parecían haber reanimado su corazón. Era un fantasma solitario que expresaba una verdad que nadie oiría jamás. Pero mientras él la expresara, de alguna tortuosa manera la continuidad no estaría rota.
La herencia humana no se transmitía cuando lo escuchaban a uno, sino al mantener la cordura. Regresó a la mesa, mojó su pluma, y escribió:
Para el futuro o el pasado, para un tiempo en que el pensamiento tenga libertad, cuando los hombres sean diferentes uno de otro y no vivan solos un tiempo cuando exista la verdad y lo que se haga no pueda deshacerse:Desde la época de la uniformidad, desde la época de la soledad, desde la época del Gran Hermano, desde la época del doblepensar:¡saludos!
Ya estaba muerto, reflexionó. Le parecía que sólo ahora, cuando había podido comenzar a formular sus pensamientos, había dado el paso decisivo. Las consecuencias de todas las acciones se incluían en la acción misma. Escribió:
Una ideadelito no implica la muerte; una ideadelito es la muerte.
Ahora que se había reconocido a sí mismo como un hombre muerto, se volvía importante mantenerse vivo el mayor tiempo posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente el tipo de detalle que podía traicionarlo a uno. Algún fanático entrometido del Ministerio (una mujer, probablemente; alguien como la mujercita rubia o la muchacha de cabello oscuro del Departamento de Ficción) podría comenzar a preguntarse por qué había estado escribiendo durante el intervalo de la comida, por qué había usado una pluma de otra época, qué había escrito, y después soltar un indicio en el cuartel adecuado. Fue al baño y lavó con cuidado la tinta con el jabón arenoso café oscuro que lastimó su piel como una lija y, por lo tanto, servía bien para tal propósito.
Guardó el diario en el cajón. Realmente era inútil pensar en ocultarlo, pero al menos podía asegurarse de que su existencia no había sido descubierta. Un cabello colocado a través de las páginas era demasiado obvio. Con la punta de su dedo levantó un grano identificable de polvo blancuzco y lo depositó sobre la esquina de la portada, donde era probable que cayera si movían el cuaderno.
III
Winston soñaba con su madre.
Debía tener, pensó, unos diez u once años cuando su madre desapareció. Era una mujer alta, escultural, bastante callada, con movimientos lentos y una estupenda cabellera rubia. Recordaba vagamente a su padre como moreno y delgado, siempre vestido con pulcras prendas oscuras (Winston recordaba, sobre todo, las suelas muy delgadas de los zapatos de su padre) y que usaba los anteojos. Era evidente que a los dos se los había tragado una de las primeras grandes purgas de los años cincuenta.
En ese momento, su madre estaba sentada en algún lugar muy debajo de él, con su hermanita en brazos. El no recordaba a su hermana en absoluto, excepto como una bebé diminuta y ligera, siempre callada, con enormes ojos atentos. Las dos lo miraban desde abajo. Estaban en algún lugar subterráneo —el fondo de un pozo, por ejemplo, o en una tumba muy honda—, pero era un lugar que, aunque ya estaba bastante debajo de él, se movía hacia abajo. Estaban en el salón de un barco que se hundía y miraban hacia arriba a través del agua oscurecida.
Todavía había aire en el salón, ellas aún lo veían y él a ellas, pero se hundía todo el tiempo, en lo profundo de las aguas verdes que momentos más tarde las ocultarían de la vista para siempre. El estaba en la luz y en el aire mientras ellas eran succionadas hasta morir, y ellas estaban abajo porque él estaba arriba. El lo sabía y ellas lo sabían y podía ver la comprensión en sus caras. No había reproche en sus caras ni en su corazón, sólo el conocimiento de que debían morir para que él pudiera permanecer con vida, y todo esto era parte del inevitable orden de las cosas.
No recordaba qué había sucedido, pero en su sueño sabía que, de algún modo, su madre y su hermana habían sacrificado sus vidas por la de él. Era uno de esos sueños en los cuales, al mismo tiempo que conservaba las escenas características de los sueños, era una continuación de la vida intelectual propia, y en el cual uno está consciente de sucesos e ideas que todavía parecen nuevos y valiosos después que uno despierta. Lo que Winston comprendió de repente fue que la muerte de su madre, hacía casi treinta años, había sido trágica y dolorosa de un modo irrepetible. Percibía que la tragedia pertenecía a una época antigua, a un tiempo en el que todavía existían la privacidad, el amor y la amistad, y en el que los integrantes de una familia se apoyaban entre sí sin necesidad de saber la razón. El recuerdo de su madre destrozó su corazón porque ella había muerto amándolo, cuando él era demasiado joven y egoísta para amarla a su vez y porque, de un modo que él no recordaba, se había sacrificado en un concepto de lealtad que era privado e inalterable. Vio que tales cosas no podían ocurrir en la actualidad. Hoy todo era temor, odio y dolor, pero no había dignidad en la emoción, nada de penas profundas o complejas. Le parecía que veía todo esto en los grandes ojos de su madre y su hermana, que lo miraban desde abajo a través de las aguas verdes, a cientos de brazas hacia abajo y todavía hundiéndose.