1984. George Orwell

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1984 - George Orwell Clásicos

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estaba seguro de si lo había visto o no en el mundo real. Cuando pensaba despierto en él lo llamaba el País Dorado. Era un viejo pastizal devorado por los conejos, con un sendero que lo atravesaba y una topera aquí y allá. En el seto irregular del lado opuesto del campo, las ramas de los olmos se mecían ligeramente en la brisa, sus hojas se agitaban en masas densas como la cabellera de una mujer. En algún lugar cercano, aunque fuera de la vista, había un arroyo de aguas transparentes que avanzaban lentas, en donde los peces nadaban en los estanques bajo los sauces.

      La muchacha del cabello oscuro venía hacia ellos a través del campo. Con lo que parecía un solo movimiento, rompió sus ropas y las lanzó en forma despectiva a un lado. Su cuerpo era blanco y fluido pero no estimulaba su deseo, en realidad él apenas lo miraba. Lo que lo abrumaba en ese instante era la admiración por el gesto con el que ella había hecho a un lado sus ropas. Con su gracia y despreocupación parecía aniquilar una cultura completa, todo un sistema de pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento pudieran desaparecer hacia la nada con un único movimiento esplendoroso del brazo. Ese también era un gesto que pertenecía a una época antigua. Winston despertó con la palabra Shakespeare en los labios.

      La telepantalla emitía un silbido que partía los oídos y que continuó en la misma nota durante treinta segundos. Eran las siete quince exactas, la hora de levantarse para quienes trabajaban en las oficinas. Winston saltó de un tirón de la cama —desnudo, porque un afiliado a la masa del Partido sólo recibía 3000 cupones para ropa al año, y una pijama costaba 600— y tomó una sucia camiseta y un par de pantalones cortos que estaban sobre una silla. Los Estiramientos Físicos comenzarían en tres minutos. Al instante siguiente estaba doblado por un violento acceso de tos que casi siempre lo atacaba poco después de levantarse. Vaciaba tan completamente sus pulmones que sólo comenzaba a respirar de nuevo acostado sobre su espalda y después de una serie de respiraciones profundas. Sus venas se hincharon por el esfuerzo de toser, y la úlcera varicosa comenzó a darle comezón.

      —¡Grupo de los treinta a los cuarenta! —ladraba una aguda voz de mujer-. ¡Grupo de los treinta a los cuarenta!

      ¡Tomen sus lugares, por favor! iDe los treinta a los cuarenta!

      Winston saltó atento frente a la telepantalla, sobre la cual había aparecido la imagen de una mujer joven, flaca pero musculosa, vestida con una túnica y zapatos para gimnasia.

      —¡Doblen y estiren los brazos! —indicó—. Sincronícense conmigo. ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! iVamos, camaradas, pongan un poco de ánimo en esto! Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro!...

      El dolor del acceso de tos no había borrado de la mente de Winston la impresión del sueño, y los movimientos rítmicos del ejercicio la restablecieron de algún modo. Conforme lanzaba sus brazos mecánicamente atrás y adelante, y adoptaba la expresión de sereno placer que se consideraba adecuada durante los Estiramientos Físicos, se esforzaba por retroceder al borroso periodo de su niñez. Era extraordinariamente difícil.

      Más allá de fines de los años cincuenta, todo se borraba. Cuando no había registros externos que uno pudiera consultar, incluso el resumen de la vida propia perdía su claridad. Uno recordaba eventos enormes que probablemente no habían ocurrido, uno recordaba los detalles de los incidentes sin poder volver a captar la atmósfera, y había enormes periodos en blanco a los cuales no se les podía asignar nada. Todo era diferente entonces. Incluso los nombres de los países, y sus formas en los mapas, habían sido diferentes. Por ejemplo, Pista de Aterrizaje

      Uno no se llamaba así en esa época: la llamaban Inglaterra o Gran Bretaña, aunque Londres, estaba bastante seguro, siempre se había llamado Londres.

      En definitiva, Winston no recordaba una época en la que su país no hubiera estado en guerra, pero era evidente que había ocurrido un intervalo de paz bastante largo durante su niñez, debido a que uno de sus primeros recuerdos era un ataque aéreo que parecía tomar a todos por sorpresa. Tal vez fue el momento en que la bomba atómica cayó sobre Colchester. El no recordaba el ataque mismo, sino que se acordaba de la mano de su padre apretando la suya mientras se apresuraban hacia algún lugar en lo profundo de la tierra, vueltas y vueltas por una escalera en espiral que sonaba bajo sus pies y, por último, que sentía sus piernas tan cansadas que comenzaba a lloriquear y tenían que detenerse y descansar. Su madre, a su manera lenta y soñadora, los seguía un trecho detrás de ellos. Cargaba a su hermanita —o tal vez sólo era un puñado de sábanas—: él no estaba seguro de que su hermana ya hubiera nacido entonces.

      Finalmente habían salido a un lugar ruidoso y atestado, el cual comprendió que era una estación del tren subterráneo.

      Las personas se sentaban por todo el piso enlosado, y otros, todos amontonados, se sentaban en literas metálicas, uno sobre el otro. Winston, su madre y su padre encontraron un lugar en el piso, y cerca de ellos una anciana y un anciano estaban sentados juntos en una litera. El hombre tenía un traje oscuro de gran calidad y una gorra negra echada hacia atrás sobre sus canas, tenía una cara roja y sus ojos azules estaban llenos de lágrimas. Apestaba a ginebra. Parecía surgir de su piel en lugar de sudor, y uno podía suponer que las lágrimas que derramaban sus ojos eran ginebra pura. Pero aunque estaba ligeramente borracho también lo aquejaba un dolor genuino e insoportable. A su manera infantil, Winston comprendió que había sucedido algo terrible, algo que estaba más allá del perdón y que no podía remediarse. También le pareció que sabía lo que era. Habían matado a un ser querido del anciano —una nieta, tal vez—. Cada cierto rato, el anciano repetía:

      —No debimos confiar en ellos. Se los dije, Ma, ¿no es cierto? Eso es lo que pasa por confiar en ellos. Lo dije todo el tiempo. No debimos confiar en esos sinvergüenzas.

      Pero Winston no alcanzaba a comprender en cuáles sinvergüenzas no debían de haber confiado.

      Desde alrededor de esa época, la guerra había sido literalmente continua, aunque para ser precisos no siempre había sido la misma guerra. Durante varios meses en su niñez ocurrieron confusas peleas callejeras en Londres mismo, algunas de las cuales recordaba con viveza. Pero describir la historia del periodo completo, decir quién peleaba contra quién en determinado momento, habría sido totalmente imposible debido a que ningún registro escrito, y ninguna palabra expresada, se habían hecho jamás de cualquier otra disposición que la actual. Por ejemplo, en este momento, en 1984 (porque era 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y aliada con Estasia. En ninguna declaración pública o privada se iba a admitir jamás que las tres potencias habían estado, en alguna época, agrupadas bajo diferentes líneas. En realidad, como Winston sabía bien, apenas hacía cuatro años Oceanía había estado en guerra con Estasia y aliada con Eurasia. Pero ese era sólo un conocimiento furtivo que había adquirido porque su memoria no estaba satisfactoriamente bajo control. De manera oficial, el cambio de aliados nunca había ocurrido. Oceanía estaba en guerra con Eurasia; por lo tanto, Oceanía siempre había estado en guerra con Eurasia. El enemigo del momento siempre representaba la maldad absoluta, por lo que cualquier acuerdo pasado o futuro con él era imposible.

      Lo espantoso —se reflejó por cienmilésima vez mientras estiraba sus hombros dolorosamente hacia atrás (las manos sobre las caderas, todos giraban sus cuerpos desde la cintura, un ejercicio que se suponía era bueno para los músculos de la espalda) —era que esto podía ser cierto. Si el Partido pudiera meter su mano en el pasado y decir que este o aquel evento nunca ocurrió, eso, seguramente, era más temible que la tortura y la muerte.

      El Partido decía que Oceanía nunca había sido aliado de Eurasia. El, Winston Smith, sabía que Oceanía había sido aliado de Eurasia apenas hacía cuatro años. Pero, ¿dónde existía ese conocimiento? Sólo en su propia conciencia, que en cualquier caso pronto sería aniquilada. Y si todos los demás aceptaban la mentira que imponía el Partido, si todos los registros contaban el mismo

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