1984. George Orwell
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V
En el comedor de techo bajo, a muchos metros de profundidad, avanzaba lentamente la fila para tomar el almuerzo. La sala ya estaba llena y el ruido era ensordecedor. De la parrilla en un mostrador llegaba el vapor de la carne cocida con un tufo acre a metal que no conseguía, sin embargo, disipar el olor a Ginebra Victoria. En un extremo del salón había un bar, o mejor dicho, un simple hueco en la pared, donde por diez centavos se obtenía un generoso trago.
—A ti te andaba buscando —oyó Winston que decía alguien a sus espaldas.
Se dio la vuelta. Era su amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de Investigación. Tal vez "amigo" no fuera el término adecuado. En esa época sólo había camaradas; pero entre estos últimos había algunos cuyo trato era más agradable que el de los demás. Syme era filólogo, especializado en Neolengua. En realidad, participaba en un enorme equipo de expertos encargado de compilar la undécima edición del diccionario de Neolengua. Delgado, aún más bajo que Winston, tenía cabellos negros y largos, unos ojos saltones que miraban melancólicos y burlones a la vez, como queriendo penetrar en el fuero interno del interlocutor.
Quería preguntarte si te sobran algunas navajas de afeitar —dijo Syme.
—¡Ni una sola! —contestó Winston, con una especie de prisa culpable—. Las he buscado por todas partes, pero ya no hay.
Todos andaban tras las navajas de afeitar. En realidad, Winston tenía dos sin usar, pero las atesoraba. Desde hacía varios meses escaseaban las dichosas navajas. En ciertos momentos, había artículos que era imposible obtener en las tiendas del Partido. A veces eran botones; otras, lana de zurcir; a veces, cordones para zapatos; en la actualidad, eran las navajas de afeitar. Sólo era posible conseguirlas en el mercado "libre" forma más o menos clandestina.
—Hace mes y medio que vengo usando la misma hoja —mintió Winston.
La fila avanzó un paso más. Al hacer alto, se volvió de nuevo Winston hacia Syme. Cada uno tomó una bandeja de metal de aspecto grasiento de una pila que había en un extremo del mostrador.
—¿Fuiste ayer a ver ahorcar a los prisioneros? —preguntó Syme.
—Estuve muy ocupado —respondió Winston, con indiferencia—. Ya lo veré en el cine, supongo.
—Pero no será igual —dijo Syme.
Sus ojos burlones escudriñaron la cara de Winston. "Te conozco —parecían decir aquellos ojos— y penetro en tus pensamientos. Sé muy bien por qué no fuiste a ver a los ahorcados." En el aspecto intelectual, Syme era un fanático ponzoñoso. Hablaba con satisfacción nada disimulada de incursiones de helicópteros sobre poblaciones enemigas, de juicios y confesiones de ideadelincuentes y de su ejecución en los sótanos del Ministerio del Amor. Para poder entablar una conversación con él era necesario alejarlo de tales temas y acercarlo a la Neolengua, cuyos detalles técnicos lo atraían. Winston giró un poco la cabeza para evitar la mirada inquisidora de aquellos enormes ojos negros.
—Una buena ejecución —dijo Syme, nostálgico—. Me parece que lo estropean cuando les amarran los pies. Me gusta cómo agitan las piernas en el aire. Y sobre todo, al final, cuando les queda colgando la lengua, toda azul, un azul intenso.
Ese detalle me fascina.
—El que sigue —gritó un proletario de delantal blanco con un cucharón.
Winston y Syme empujaron sus bandejas junto a la parrilla. En cada una pusieron el almuerzo del día: un plato de guisado verdoso, un trozo de pan, un pedazo de queso, una taza de Café Victoria sin leche y una pastilla de sacarina.
—Allá veo una mesa desocupada, junto a la telepantalla —dijo Syme—. Compremos un trago de ginebra antes de sentarnos.
Les sirvieron la ginebra en tarros de loza sin asas. Luego se abrieron paso por la sala atestada y depositaron sus bandejas en una mesa, en una esquina de ella alguien había dejado un nauseabundo líquido con aspecto de vómito. Winston levantó su tarro de ginebra y, tras una pausa para templar sus nervios, vació de un trago aquel líquido con sabor a petróleo. Después de enjugarse las lágrimas, se dio cuenta de que sentía hambre.
Una cucharada tras otra, comenzó a devorar el guisado, cuya insipidez atenuaban unos trocitos esponjosos de color rosa que pudieran ser carne. Ninguno de los dos pronunció palabra hasta vaciar sus platos. En una mesa situada a la izquierda de Winston y un tanto a sus espaldas, alguien que hablaba sin tregua ni descanso, con un incesante parloteo que parecía graznidos de pato, dominaba el estruendo de la conversación general.
—¿Cómo va el diccionario? —preguntó Winston, alzando la voz para hacerse oír sobre el escándalo.
—A pasos muy lentos —respondió Syme—. Ahora estoy en los adjetivos. Es fascinante.
Con la mención de la Neolengua, Syme se animó de inmediato. Puso a un lado su plato vacío, tomó con una de sus delicadas manos el trozo de pan y con la otra el pedazo de queso; y se inclinó sobre la mesa para poder hablar sin gritar.
—La undécima edición será la definitiva —explicó—.
Llevamos el idioma a su forma final, la que tendrá cuando todos lo hablen. Una vez que hayamos terminado, la gente como tú tendrá que volver a aprenderlo de nuevo. Me atrevería a decir que tú crees que nuestra tarea consiste en inventar nuevas palabras. ¡Nada de eso! Eliminamos las palabras, decenas, cientos de ellas todos los días. Estamos reduciendo el lenguaje a lo indispensable. En la undécima edición no figurará una sola palabra que pueda convertirse en obsoleta antes del año 2050.
Mordisqueó con apetito su pedazo de queso, tragó un par de bocados, y luego siguió hablando con cierta vehemencia pedante. Su moreno y delgado rostro se había animado y sus ojos habían perdido su expresión burlona para tornarse soñadores.
—Es atractivo suprimir palabras. Desde luego, el mayor despilfarro ocurre con los verbos y los adjetivos, pero también hay cientos de sustantivos por descartar. No se trata sólo de los sinónimos, sino también de los antónimos. Después de todo: ¿qué justifica a una palabra que sólo es lo opuesto de otra?
Todo vocablo lleva en sí la acepción contraria. Por ejemplo, tomemos la palabra "bueno". Si existe el término "bueno" ¿qué necesidad hay de que exista "malo"? Imbueno serviría igual, o mejor, porque expresa absolutamente todo lo opuesto, lo que no ocurre con "malo". Y si se quiere acentuar la calidad de bueno, de qué sirve una sarta de palabras ambiguas como "excelente" "espléndido" y otras por el estilo? "Másbueno" responde a todas esas acepciones, o "doblemásbueno", si se busca algo más fuerte. Por supuesto que ya empleamos esos términos, pero en la versión definitiva de la Neolengua ya no habrá más. En última instancia, la noción completa de lo bueno y de lo malo se reducirá a seis palabras, o mejor dicho, a una sola. ¿Percibes la belleza de todo eso, Winston? Por supuesto, que la idea es del G.H. —agregó como ocurrencia tardía.
En el rostro de Winston asomó un fingido interés al oír hablar del Gran Hermano. No obstante, Syme detectó al instante cierta falta de entusiasmo.
—No concedes a la Neolengua la debida importancia, Winston —agregó, con un dejo de tristeza—. Aun cuando la escribes, estás pensando en la Viejalengua. A veces llego a leer algo de lo que escribes en el Times. Es bastante bueno, pero no pasan de una traducción. En el fondo prefieres quedarte con la Viejalengua, con sus ambigüedades