1984. George Orwell
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу 1984 - George Orwell страница 14
Winston buscó y entregó dos sucios y estrujados billetes que Parsons anotó en una libretita con la esmerada caligrafía de los incultos.
—A propósito, viejo —dijo luego—, me dijeron que mi travieso hijo te atizó ayer una pedrada con su honda. Le di una buena reprimenda. Hasta lo amenacé con quitarle la honda si volvía a hacerlo.
—Creo que estaba un poco molesto por no presenciar la ejecución —respondió Winston.
—Bueno, me refiero a que tiene mucha energía. Mis dos hijos son unos demonios, pero tienen mucho entusiasmo. Sólo piensan en los Espías y, por supuesto, también en la guerra.
¿Sabes lo que mi hijita hizo el sábado, cuando su pelotón salió a ejercitarse a Berkhampstead? Convenció a dos amiguitas para que la acompañaran, se escabulló de la formación y pasó toda la tarde siguiéndole el rastro a un desconocido. Lo siguieron durante dos horas y, cuando llegaron a Amersham, lo entregaron a las patrullas.
—¿Por qué lo hicieron? —inquirió Winston un poco asombrado. Parsons replicó triunfante:
—Mi hijita estaba segura que era un agente enemigo, quizá arrojado en paracaídas. Pero aquí viene lo interesante, viejo.
¿Cuál creen que fue el detalle que les llamó la atención desde el primer momento? Se fijó que el hombre usaba un par de zapatos raros; dijo que nunca había visto a nadie con ese modelo. De modo que era probable que fuera extranjero.
Bastante ingenio para una chiquilla de siete años, ¿eh?
—¿Qué pasó con el sujeto? —preguntó Winston.
—No sabría decirles, pero nada me extrañaría que... —y Parsons hizo como que apuntaba con un fusil, mientras con un chasquido de su lengua simuló el disparo.
—Bien hecho —dijo Syme distraído, sin levantar la vista del papel.
—Desde luego, no podemos correr riesgos —coincidió
Winston, consciente de su deber.
—Eso es lo que yo digo. Por algo estamos en guerra —remarcó Parsons.
Como confirmando sus palabras, la telepantalla situada sobre sus cabezas difundió un toque de clarín. Sin embargo, esta vez no se trataba de anunciar una victoria militar, sino de transmitir un comunicado del Ministerio de la Abundancia.
—¡Camaradas! —gritó una voz juvenil—. iAtención, camaradas! Tenemos una noticia estupenda para ustedes! ¡Hemos ganado la batalla de la producción! Los datos completos de la producción de todo tipo de artículos de consumo muestran que el nivel de vida se ha elevado más de veinte por ciento en relación con el año anterior. En toda Oceanía se realizaron hoy manifestaciones espontáneas donde los obreros salieron de las fábricas y los talleres y desfilaron por las calles con banderas desplegadas expresando su gratitud al Gran Hermano por esta nueva y feliz vida producto de su conducción maestra. A continuación, algunos de los resultados definitivos. Productos alimenticios.
Lo de "nueva y feliz vida" se repitió varias veces. De un tiempo a esta parte, era la expresión favorita del Ministerio de la Abundancia. Parsons, atento al llamado del clarín, escuchaba con la boca abierta y un solemne aire de aburrimiento. No entendía las cifras, pero sabía que, de algún modo, eran motivo de satisfacción. Extrajo una enorme y maloliente pipa medio llena de tabaco carbonizado. Con la ración de tabaco de cien gramos por semana no era posible llenar la pipa hasta el tope. Winston fumaba un cigarrillo Victoria que sostenía en posición horizontal para que durara más. La ración semanal se distribuiría hasta el día siguiente y apenas le quedaban cuatro cigarrillos. En esos momentos había olvidado los ruidos remotos y sólo escuchaba lo difundido por la telepantalla. Se habían organizado grandiosas manifestaciones para expresar gratitud al Gran Hermano por haber aumentado la ración de chocolate a veinte gramos por semana.
"Y apenas ayer, pensó Winston, se anunció que iban a reducir la ración de treinta a veinte gramos". ¿Cómo era posible que la gente se tragara eso veinticuatro horas después? Pero se lo tragaban. Parsons lo aceptaba, con la estupidez de un animal. Y también se lo tragaba como un fanático el sujeto sin ojos sentado en la otra mesa, con el furioso deseo de denunciar y evaporar a quien se atreviera a afirmar que una semana antes la ración de chocolate era de treinta gramos. Y se lo tragaba Syme, aunque de un modo más complejo que implicaba doblepensar. Entonces: ¿era Winston el único entre todos capaz de recordar?
La telepantalla seguía difundiendo datos fantásticos. En comparación con el año anterior, había ahora más productos alimenticios, ropas, viviendas, muebles, útiles de cocina y combustible, barcos, helicópteros, libros y recién nacidos —más de todo, excepto epidemias, crímenes y locura—. Año tras año y minuto por minuto, todo y todos seguían ascendiendo en forma vertiginosa. Tal como lo había hecho Syme momentos antes, Winston dibujaba con el mango de su cuchara sobre los restos del líquido nauseabundo que escurrían de la mesa y trataba de trazar líneas. Mientras tanto, meditaba con resentimiento acerca de las vicisitudes de la vida humana. ¿Había sido siempre así? ¿La comida siempre había tenido ese sabor? Paseó su mirada por el comedor, una habitación de techo bajo y repleta de gente, con sus paredes sucias por el contacto con innumerables cuerpos; sillas y mesas metálicas desvencijadas y tan apretujadas que se estaba codo a codo con el vecino; cucharas torcidas, bandejas abolladas y jarros ordinarios; todas las superficies grasosas y con mugre en todas las hendiduras; un hedor insoportable a ginebra y a café abominable; guisados que sabían a metal y ropas sucias. El estómago y la piel parecían protestar y declaraban que le habían quitado a uno lo que le correspondía. Era verdad que Winston no recordaba nada que hubiera sido distinto en el pasado. En ningún periodo de su vida recordaba que hubiera comida en abundancia ni suficiente provisión de calcetines o de ropa interior que no estuvieran rotos y remendados; los muebles siempre estuvieron maltratados y desvencijados, las habitaciones sin calefacción, los trenes atestados, las casas cayéndose a pedazos, el pan todo quemado, rara vez había té, el café tenía un sabor asqueroso, no había cigarrillos —nada era barato y abundante y bueno, excepto la ginebra sintética—. Y aunque, por supuesto, la vida empeoraba a medida que uno envejecía: ¿no era acaso una señal de que éste no era el orden natural de la vida el que a uno se le encogiera el corazón ante tanta inmundicia, tanta escasez y tanta falta de comodidad, los inviernos interminables, el vivir con los calcetines todos mugrientos, los elevadores que no funcionaban, el agua siempre fría, el jabón rasposo, los cigarrillos que se deshacían y la comida rancia? ¿Por qué habían de parecerle a uno intolerables todas estas cosas, a menos que conservara en la memoria recuerdos de que las cosas habían sido diferentes?
Volvió a mirar el comedor. Casi todos eran feos, y seguirían siendo feos aunque vistieran una ropa diferente al clásico mono azul. En el otro extremo del salón, solo en una mesa, un hombrecillo con aspecto de escarabajo bebía una taza de café mientras su ojillos escrutaban desconfiados en todas direcciones. Winston pensó que era fácil, si uno no se fijaba en sí mismo, pensar que existía y hasta predominaba el físico ideal establecido por el Partido: jóvenes altos y musculosos, muchachas de turgentes pechos y de dorados cabellos, todos plenos de vitalidad, bronceados por el sol y atractivos. En realidad, hasta donde podía juzgar, casi todos los habitantes de la Pista de Aterrizaje Uno eran pequeños, morenos y de aspecto enfermizo.
Era curioso cómo proliferaban en los Ministerios las personas con aspecto de escarabajo: hombrecillos rechonchos, engrosados antes de tiempo, con piernas cortas, ademanes nerviosos y rostros regordetes e inescrutables. Ese era el tipo de hombre que parecía proliferar más y mejor bajo