1984. George Orwell

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1984 - George Orwell Clásicos

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de que los sedujera. Nunca pasaba un día sin que la Policía del Pensamiento desenmascara a espías y saboteadores que actuaban bajo sus órdenes. Dirigía a un vasto ejército en las sombras, una red clandestina de conspiradores dedicados a derrocar al Estado. Se suponía que su nombre era la Hermandad. También se murmuraban historias de un libro terrible, un compendio de todas las herejías, cuyo autor era Goldstein y que circulaba aquí y allá en forma clandestina. El libro no tenía título. La gente se refería a él, cuando esto sucedía, simplemente como el libro. Pero uno se enteraba de tales cosas sólo mediante vagos rumores. Ni la Hermandad ni el libro eran un tema que cualquier afiliado normal al Partido mencionaría si había oportunidad de evitarlo.

      Durante el segundo minuto, el Odio creció hasta un frenesí. Las personas saltaban en sus lugares y gritaban a voz de cuello en un esfuerzo de ahogar el enloquecedor gemido de la voz que surgía de la pantalla. La mujercita rubia había enrojecido, y abría la boca y gritaba como un pez fuera del agua.

      Incluso el pesado rostro de O'Brien se había sonrojado. Estaba sentado muy recto en su silla, su vigoroso torso hinchado y tembloroso como si esperara el embate de una ola. La muchacha con el cabello negro detrás de Winston había comenzado a gritar: "¡Cerdo! ¡Cerdo! iCerdo!", y de repente levantó un pesado diccionario de Neolengua y lo arrojó contra la pantalla.

      Golpeó la nariz de Goldstein y rebotó; la voz prosiguió inexorable. En un momento de lucidez, Winston percibió que gritaba con los demás y golpeaba con sus talones con fuerza el escalón de su silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio era que no lo obligaban a uno a interpretar un papel, sino, por el contrario, siempre resultaba imposible sustraerse a la acción. A los treinta segundos cualquier fingimiento era siempre innecesario. Un horrendo éxtasis de temor y rencor, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un mazo, parecía fluir por todo el grupo de personas como una corriente eléctrica, y uno se convertía contra su voluntad en un lunático gesticulante y vociferante. Y, no obstante, el odio que uno sentía era una emoción abstracta indirecta que podía transferirse de un objeto a otro como la llama de un soplete. Por lo tanto, en un momento el odio de Winston no se volvía contra Goldstein en absoluto; sino, más bien, contra el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento; y en tales momentos su corazón viajaba hasta el hereje solitario ridiculizado en la pantalla, el único guardián de la verdad y la cordura en un mundo de mentiras. Y, sin embargo, al instante siguiente pensaba de él lo mismo que los demás y todo lo que se decía de Goldstein le parecía cierto. En esos momentos, su odio secreto del Gran Hermano se convertía en adoración y el Gran Hermano parecía ascender, un protector invencible y audaz que se erguía como una roca contra las hordas de Asia, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, su desamparo y la duda que pendía sobre su existencia, le parecía como un encantador siniestro, capaz de destrozar la estructura de la civilización con el solo poder de su voz.

      Por momentos, mediante un acto de voluntad, incluso era posible cambiar el odio propio en un sentido o en otro. De repente, con el mismo esfuerzo violento con el que uno aleja la cabeza de la almohada en una pesadilla, Winston consiguió transferir su odio del rostro en la pantalla a la muchacha de cabello oscuro detrás de él. Alucinaciones vívidas y hermosas estallaban por su mente. La azotaría hasta matarla con una porra de goma. La ataría desnuda a una estaca y la llenaría de flechas como San Sebastián. La violaría y le cortaría la garganta en el momento del clímax. Además, comprendía mejor que antes por qué la odiaba. Era por su juventud, su belleza y porque era asexual, porque quería acostarse con ella y nunca lo haría, porque alrededor de su cintura dulce y flexible, que parecía pedir que la rodeara con sus brazos, sólo estaba el odioso cinturón rojo, como agresivo símbolo de castidad.

      El odio se elevó a un clímax. La voz de Goldstein se había convertido en un verdadero balido de oveja, y por un instante, la cara cambió a la de una oveja. Entonces la cara de la oveja se convirtió en la figura de un soldado de Eurasia que parecía avanzar, enorme y terrible, con su subametralladora crepitante, que parecía saltar de la superficie de la pantalla, por lo que algunas personas de la primera fila se retreparon de verdad en sus asientos. Pero al mismo tiempo, provocando un profundo suspiro de alivio de todos, la figura hostil se fundió en la cara del Gran Hermano, con el cabello negro, el bigote oscuro, lleno de fuerza y de una tranquilidad misteriosa y tan amplia que casi llenaba la pantalla. Nadie escuchó lo que decía el Gran Hermano. Eran sólo algunas palabras de aliento, el tipo de palabras que se emiten en el fragor de la batalla, que no se distinguen una a una, sino que restablecen la confianza por el hecho de ser expresadas. Entonces la cara del Gran Hermano se desvaneció y en su lugar quedaron los tres lemas del Partido en letras gruesas:

      LA GUERRA ES PAZ

      LA LIBERTAD ES ESCLAVITUD

      LA IGNORANCIA ES PODER

      Pero el rostro del Gran Hermano pareció persistir durante varios segundos en la pantalla, como si el impacto que había dejado en los ojos de todos fuera demasiado vívido para borrarse de inmediato. La mujercita rubia se había arrojado sobre la silla que estaba frente a ella. Con un murmullo trémulo que sonó como "¡Mi salvador!", extendió sus brazos hacia la pantalla. A continuación enterró su cara en sus manos. Era evidente que rezaba.

      En este momento todo el grupo de personas se enfrascó en un cántico rítmico, profundo y lento que repetía "G.H... iG.H.!.." —una y otra vez, con mucha lentitud, con una larga pausa entre la "G" inicial y un pesado murmullo en la "H"—, curiosamente salvaje, en el fondo del cual uno parecía escuchar el roce de pies desnudos y la vibración de unos tambores. El canto se mantuvo tal vez durante treinta segundos. Era un estribillo que se escuchaba a menudo en momentos de emoción abrumadora. En parte era una especie de himno a la sabiduría y a la majestad del Gran Hermano, pero todavía más era un acto de autohipnosis, un adormecimiento deliberado de la conciencia mediante un ruido rítmico. Winston parecía sentir el temor desde sus entrañas. En los Dos Minutos de Odio no podía evitar sumirse en el delirio general, pero este cántico infrahumano de "¡G.H.!. iG.H.!", siempre lo horrorizaba.

      Por supuesto que cantaba con los demás: era imposible hacer lo contrario. El ocultar los sentimientos, el controlar los gestos, el hacer lo que hacían los demás era una reacción instintiva.

      Pero había un espacio de un par de segundos durante el cual la expresión de sus ojos podría traicionarlo. Y fue exactamente en ese momento que ocurrió lo significativo —si en realidad sucedió.

      Por un momento, captó la mirada de O'Brien, quien se había levantado. Se había quitado los anteojos y los reacomodaba sobre su nariz con su gesto característico. Pero por una fracción de segundo sus miradas se cruzaron, y durante el tiempo que ocurrió Winston supo —sí, supo— que O'Brien pensaba lo mismo que él. Se había trasmitido un mensaje inconfundible. Era como si sus mentes se hubieran abierto y los pensamientos fluyeran de uno al otro a través de sus ojos.

      "Estoy contigo", parecía decirle O'Brien. "Sé precisamente lo que sientes. Estoy enterado de tu desprecio, de tu odio, de tu disgusto. Pero no te preocupes, estoy de tu parte!" Y entonces el destello de inteligencia había desaparecido y el rostro de O'Brien era tan inescrutable como el de todos los demás.

      Eso era todo, y Winston ya no estaba seguro de que hubiera sucedido. Tales incidentes nunca tenían alguna secuela. Todo lo que el hecho consiguió fue que mantuviera viva la confianza, o la esperanza, de que otros, además de él mismo, fueran enemigos del Partido. Tal vez los rumores de vastas conspiraciones clandestinas eran ciertos después de todo —¡tal vez la Hermandad existía en realidad!—. Era imposible, a pesar de los incesantes arrestos, confesiones y ejecuciones, estar seguro que la Hermandad no era simplemente un mito. Algunos días creía en ella, algunos días no. No había evidencia, sólo fugaces vislumbres que podían significar nada o todo: fragmentos de conversaciones escuchadas por casualidad, borrosas anotaciones en los muros de los baños —una vez, incluso, cuando se encontraron dos extraños, un ligero movimiento de la mano que parecía como si fuera una señal

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