1984. George Orwell

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1984 - George Orwell Clásicos

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La idea de continuar el contacto momentáneo apenas cruzó por su mente. Hubiera sido increíblemente peligroso incluso si hubiera sabido cómo prepararse para hacerlo.

      Durante un segundo, dos segundos, habían intercambiado una mirada equívoca y así terminaba la historia. Pero incluso eso era un evento memorable, en la cerrada soledad en la que uno tenía que vivir.

      Winston se despertó y se sentó más erguido. Dejó salir un eructo. La ginebra subía desde su estómago.

      Sus ojos volvieron a enfocar la página. Descubrió que mientras murmuraba inútilmente al estar sentado, también había escrito algo, como en una acción automática. Y ya no eran las mismas letras apretujadas y torpes de antes. Su pluma se había deslizado voluptuosamente sobre el papel terso y había escrito en grandes letras mayúsculas:

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      ABAJO EL GRAN HERMANO

      Una y otra vez, hasta llenar la mitad de la página.

      No pudo evitar una punzada de pánico. Era absurdo, debido a que la escritura de esas palabras específicas no era sólo más peligroso que el acto de iniciar el diario, sino que, por un momento, tuvo la tentación de arrancar las páginas estropeadas y abandonar la empresa del todo.

      Sin embargo, no lo hizo, porque sabía que era inútil. El que escribiera ABAJO EL GRAN HERMANO o que se abstuviera de hacerlo, no marcaba ninguna diferencia. La Policía del Pensamiento lo atraparía de todos modos. Había cometido —a pesar de todo habría cometido, incluso si nunca hubiera tocado el papel con la pluma— el delito esencial que contenía a los demás por sí mismo. Lo llamaban ideadelito. Una ideadelito no era algo que pudiera ocultarse para siempre. Uno podía eludirlos con éxito durante un tiempo, incluso durante años, pero tarde o temprano iban a atraparlo a uno.

      Siempre era en la noche: los arrestos invariablemente ocurrían en la noche. La súbita sacudida para salir del sueño, la ruda sacudida por el hombro, las luces deslumbrantes, el coro de rostros endurecidos que rodeaba la cama. En la amplia mayoría de los casos no había juicio, ni informe del arresto. Las personas desaparecían simplemente, siempre durante la noche. Quitaban el nombre de uno de los registros, se eliminaban todos los registros que alguna vez hubieras tenido, tu antigua existencia era negada y después olvidada. Te suprimían, te aniquilaban: solían decir que te evaporabas.

      Durante un momento, se apoderó de él una especie de histeria. Comenzó a escribir de prisa con letras desordenadas:

       me matarán no me importa que me disparen en la nuca no me importa que caiga el Gran Hermano siempre te disparan en la nuca no me importa que caiga el Gran Hermano...

      Se retrepó en su asiento, ligeramente avergonzado de sí mismo, y soltó la pluma. Al momento siguiente se levantó con violencia. Tocaban a la puerta.

      ¡Ya está! Se sentó quieto como un ratón, con la inútil esperanza de que el visitante se alejara después de un solo intento.

      Pero no, el toquido se repitió. Lo peor de todo sería tardarse. Su corazón comenzó a latir con fuerza, pero era probable que su cara, debido a una prolongada costumbre, no mostrara expresión alguna. Se levantó y caminó pesadamente hacia la puerta.

      II

      Mientras ponía su mano en la perilla de la puerta, Winston vio que había dejado abierto el diario en la mesa. En él se leía ABAJO EL GRAN HERMANO, con letras lo bastante grandes para ser legibles al otro lado de la habitación. Había hecho algo inconcebiblemente estúpido. Pero comprendió que, incluso con su pánico, no había querido manchar el papel cremoso al cerrar el cuaderno mientras la tinta estaba húmeda.

      Contuvo el aliento y abrió la puerta. Al instante lo recorrió una cálida oleada de alivio. Una mujer pálida, con aspecto abrumado, con el cabello desordenado y cara arrugada, estaba parada afuera.

      —Eh, camarada —comenzó a hablar con una voz monótona y quejumbrosa—, me pareció oír que entrabas. ¿Crees que podrías venir a echarle un vistazo a nuestro fregadero?

      Está atascado y...

      Era la señora Parsons, la esposa de un vecino en el mismo piso. (De algún modo, señora era una palabra desaprobada por el Partido —se suponía que uno debía llamar a todos "camarada" —pero con algunas mujeres uno la usaba instintivamente.) Era una mujer de unos treinta años, pero parecía mucho mayor. Uno tenía la impresión de que había polvo en las arrugas de su cara. Winston la siguió por el pasillo. Estos trabajos de reparación de aficionados eran casi una molestia diaria. Las Mansiones Victoria eran unos apartamentos viejos, construidos en 1930, más o menos, y se estaban cayendo a pedazos. El enlucido se desconchaba constantemente de los techos y las paredes, las tuberías estallaban con cada helada, el techo goteaba cuando nevaba, la calefacción normalmente funcionaba a medio vapor, cuando no se detenía por completo por motivos económicos. Las reparaciones, excepto las que uno mismo pudiera hacer, debían ser autorizadas por lejanos comités que tendían a detener durante un par de años hasta el arreglo del vidrio de una ventana.

      —Por supuesto es sólo porque Tom no está en casa —dijo la señora Parsons con ambigüedad.

      El apartamento de los Parsons era más grande que el de Winston, y lúgubre de un modo distinto. Todo tenía un aspecto gastado y pisoteado, como si el lugar hubiera sido visitado por un animal enorme y violento. Por todo el apartamento estaban dispersos artículos deportivos —bastones de hockey, guantes de box, una pelota de futbol reventada, un par de pantalones cortos sudados y vueltos al revés—, y la mesa estaba llena de platos sucios y cuadernos con las esquinas dobladas.

      Sobre las paredes había cinturones rojos de la Liga Juvenil y los Espías, y un cartel de gran tamaño del Gran Hermano. Se percibía el acostumbrado olor a coles cocidas, común en todo el edificio, pero lo superaba una peste todavía más intensa de sudor, el cual —uno sabía esto a la primera inhalación, aunque era difícil saber cómo— era de una persona que no estaba presente en ese momento. En otra habitación alguien, con un peine y un pedazo de papel higiénico intentaba seguir el ritmo de la música militar que todavía emitía la telepantalla.

      —Son los niños —dijo la señora Parsons, mientras veía con cierta aprehensión hacia la puerta—. No han salido en todo el día y, por supuesto...

      Tenía la costumbre de dejar las frases inconclusas. El fregadero de la cocina estaba casi lleno hasta el borde de agua verdosa estancada que olía todavía peor que la col. Winston se arrodilló y examinó el codo de la tubería. Odiaba usar sus manos, y odiaba agacharse, pues esto solía producirle tos. La señora Parsons lo miró con desamparo.

      —Por supuesto, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un instante —dijo—. Le encanta todo eso. Siempre ha sido hábil con sus manos, así es Tom.

      Parsons era compañero de Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre gordo pero activo, con una estupidez paralizante, una masa de entusiasmos imbéciles —uno de esos esclavos devotos que nunca cuestionaban nada, de quienes, más incluso de que la Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido—. A los treinta y cinco años abandonó de mala gana la Liga Juvenil, y antes de graduarse en ella había conseguido permanecer en los Espías un año más de la edad permitida. En el Ministerio lo ocupaban en un puesto subordinado para el que no

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