El invencible. Stanislaw Lem

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El invencible - Stanislaw Lem Impedimenta

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      El azul del fuego atómico se apagó. De las toberas manaron oblicuos rayos de boranos y en un instante, el desierto, las paredes de los cráteres rocosos y las nubes que se encontraban encima de ellos se cubrieron de un verde espectral. La superficie de basalto sobre la que había de posarse la ancha popa de El Invencible ya no corría el riesgo de fundirse.

      —Reactores a cero. Impulso frío para aterrizaje.

      Los corazones de toda la tripulación latieron con más fuerza, las cabezas se inclinaron sobre los instrumentos; las empuñaduras, entre los dedos agarrotados, se cubrieron de sudor. Aquellas sacramentales palabras significaban que ya no había marcha atrás, que sus pies tocarían tierra firme, y aunque se tratara de la arena de un planeta desértico, podrían ver amaneceres y atardeceres, horizonte y nubes, y viento.

      —Aterrizaje puntual en el nadir.

      El prolongado gemido de las turbinas, que bombeaban el combustible hacia abajo, llenaba la nave. Una verde columna cónica de fuego unió a El Invencible con la humeante roca. Por todas partes se levantaron nubes de polvo que cegaron el periscopio de las cubiertas centrales, únicamente en el puente de mando, en los monitores de los radares, aparecían y desaparecían los contornos principales del paisaje en medio de un tempestuoso caos.

      —Detengan al acoplar.

      El fuego remolineaba agitado bajo la popa, aplastado milímetro a milímetro por el inmenso cuerpo de la astronave, el infierno verde disparaba largas llamaradas hacia el interior de las trepidantes nubes de arena. La brecha entre la popa y la roca de basalto abrasada pasó a ser una estrecha grieta, una línea de incandescencia verde.

      —Cero cero. Detengan todos los motores.

      Una campanada. Un solo y único tañido, como de un gigantesco y roto badajo. El cohete se había detenido. El ingeniero jefe estaba de pie, agarrando con las dos manos los mandos del propulsor de emergencia, temía que la roca pudiera ceder. Estaban expectantes. Las manecillas de los segunderos seguían desplazándose con su característico movimiento de insecto. El comandante observó durante un instante el indicador de la vertical: la lucecita plateada no se apartaba ni un ápice del cero rojo.

      Callaban. Las toberas que habían alcanzado el rojo vivo, como si de guindas maduras se tratara, empezaron a contraerse, emitiendo una serie de peculiares sonidos, como un ronco carraspeo. La nube rojiza, que se elevaba a cientos de metros, empezó a descender con lentitud. Aparecieron el morro achatado de El Invencible, los costados chamuscados por la fricción de la atmósfera y el doble blindaje de un color parecido, debido a esa fricción, al de una vieja roca; aquel polvo rojizo seguía amontonándose y girando alrededor de la popa, pero la nave ya se había detenido por completo, parecía formar parte del planeta, como si girase junto a su superficie con un movimiento perezoso e ininterrumpido desde hacía siglos. Bajo el cielo violeta se apreciaban las más brillantes estrellas, que solo desaparecían en la inminente cercanía del sol rojo.

      —¿Procedimiento normal?

      El astronavegador se reincorporó tras haber estado mirando el libro de bitácora y haber anotado en medio de una página el consabido signo de aterrizaje, la hora, y el nombre del planeta: Regis III.

      —No, Rohan. Empezaremos por el tercer grado.

      Rohan intentó no mostrar su sorpresa.

      —De acuerdo. Sin embargo… —agregó con la gran confianza que Horpach le había tolerado en más de una ocasión—, preferiría no ser yo quien se lo comunicara a la gente.

      El astronavegador pareció no oír las palabras de su oficial y, tomándolo por el brazo, lo acompañó hasta la pantalla como si de una ventana se tratara. La arena que había quedado a los lados había formado una leve hondonada, rodeada de dunas que se iban deshaciendo, como efecto de la retropropulsión en el momento del aterrizaje. Desde una altura de dieciocho pisos y a través de una superficie tricromática de impulsos electrónicos que ofrecía una fiel imagen del mundo exterior, observaban la aserrada silueta rocosa de un cráter que se encontraba a tres millas de distancia. Por el oeste, la silueta desaparecía en el horizonte. Por el este, al pie de sus acantilados, se acumulaban sombras negras e impenetrables. Los anchos ríos de lava, con crestas que se alzaban sobre la arena, tenían el color de la sangre vieja. Una potente estrella brillaba en el cielo, justo debajo del borde superior de la pantalla. El cataclismo provocado por el descendimiento de El Invencible ya había cesado y el viento del desierto, una violenta corriente de aire que circulaba sin cesar desde las zonas ecuatoriales hasta el polo del planeta, introducía ya las primeras lenguas de arena bajo la popa de la nave, como intentando restañar con paciencia la herida causada por la emisión de fuego. El astronavegador conectó la red de micrófonos exteriores y un aullido penetrante y lejano, unido al ruido de la arena refregándose contra el casco, llenaron por un instante el amplio espacio del puente de mando. Después, Horpach desconectó el micrófono y se hizo el silencio.

      —Las cosas están así —dijo lentamente—. El Cóndor nunca salió de aquí, Rohan.

      Apretó las mandíbulas. No podía enfrentarse al comandante. Aunque había recorrido muchos parsecs con él, no llegaron a entablar amistad. Es posible que la diferencia de edad fuera demasiado grande. O que los peligros por los que habían pasado no fuesen lo suficientemente grandes. Aquel hombre de cabellos casi tan blancos como sus ropas era despiadado. Eran prácticamente cien personas las que permanecían inmóviles en sus puestos tras el intenso trabajo que había precedido a la aproximación: trescientas horas de desaceleración de la energía cinética acumulada en cada átomo de El Invencible, la entrada en órbita, el aterrizaje. Miembros de la tripulación que desde hacía meses no habían oído el sonido del viento y que habían aprendido a odiar el vacío como solo lo puede odiar quien lo conoce. Pero el comandante no pensaba en eso, claro. Cruzó con paso lento el puente de mando, y apoyando las manos en el respaldo del sillón, elevado ya a su nueva posición, musitó:

      —No sabemos qué es esto, Rohan. —Y añadió cortante—: ¿A qué espera?

      Rohan se acercó rápidamente a los paneles de control, conectó las comunicaciones internas y con una voz en la que todavía vibraba una rabia contenida, bramó:

      —¡Atención, todos los niveles! Aterrizaje finalizado. Protocolo de superficie de tercer grado. Nivel número ocho: preparen los energobots. Nivel número nueve: reactores de apantallamiento preparados. Técnicos del campo de protección, a sus puestos. El resto de la tripulación ocupe sus puestos de trabajo. Es todo.

      Mientras decía aquello, con la mirada puesta en el ojo verde del amplificador que titilaba según la modulación de la voz, le pareció estar viendo sus caras sudadas dirigidas hacia los altavoces, demudadas por la repentina sorpresa y la ira. Ahora que lo habían entendido todo, sería cuando empezarían a soltar las primeras maldiciones…

      —Protocolo de superficie de tercer grado en curso, comandante —dijo sin mirar a aquel hombre mayor. Este lo observó e, inesperadamente, con la comisura de los labios, sonrió:

      —Esto es solo el principio, Rohan. Vaya usted a saber, igual hasta acabamos dando largos paseos al atardecer…

      Sacó un libro largo y estrecho de un armario empotrado poco profundo, lo abrió, y poniéndolo sobre la blanca consola erizada de mandos le dijo a Rohan:

      —¿Lo ha leído?

      —Sí.

      —Su última señal fue registrada por el séptimo hipertransmisor, y llegó hace un año a la boya más cercana a la base.

      —Conozco

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