El invencible. Stanislaw Lem
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—¿Y si no…? —preguntó cuidadoso Rohan—. ¿Iremos a buscarlos?
—Rohan, sea usted sensato. Su sexto año estelar y me viene usted con… —El astronavegador buscaba la expresión adecuada, y como no la encontró, la sustituyó por un desdeñoso gesto de la mano.
—Este planeta es del tamaño de Marte. ¿Cómo los buscaríamos? ¿Cómo localizaríamos una nave como El Cóndor? —Se autocorrigió.
—Ya, el suelo es ferruginoso… —reconoció Rohan a desgana. Lo cierto es que los análisis habían demostrado una presencia considerable de óxidos de hierro en la arena, así que los indicadores ferroinductivos no servían de nada. Sin saber qué más decir, optó por el silencio. Estaba convencido de que el comandante acabaría por encontrar una salida. No era cosa de regresar con las manos vacías, sin ningún resultado. Seguía a la espera, observando las pobladas cejas de Horpach, que emergían por debajo de su frente.
—A decir verdad, no creo que esperar cuarenta y ocho horas nos sirva de algo, pero lo exige el reglamento —dijo el astronavegador a modo de inesperada confesión—. Siéntese, Rohan. Está usted ahí de pie, encima de mí, como si fuera mi conciencia. Regis es el lugar más absurdo que se pueda imaginar. El colmo de lo innecesario. No se sabe para qué enviaron aquí a El Cóndor, pero qué más da, lo hecho, hecho está.
Estaba de mal humor y en esos casos, por regla general, le daba por hablar y animaba a los demás a participar en la conversación por íntima que pudiera ser, esto siempre acarreaba cierto peligro, ya que en cualquier momento podía acabar la charla con algún comentario mordaz.
—Bueno, sea como sea, tenemos que hacer algo. ¿Sabe qué? Coloque un par de fotobservadores pequeños en la órbita ecuatorial. Pero a baja altura y que realmente describan un círculo. A unos setenta kilómetros.
—Pero eso significa que aún estarían dentro de la ionosfera —protestó Rohan—. Antes de dar cien vueltas ya se habrán calcinado.
—Que se calcinen. Pero tendrán tiempo de tomar las fotografías que puedan. Yo incluso le aconsejaría arriesgar hasta los sesenta kilómetros. Es posible que ardan ya en la décima vuelta, pero solo las fotos hechas desde esa altura pueden aportar algo. ¿Sabe usted qué aspecto tiene un cohete visto a cien kilómetros de distancia, incluso con el mejor teleobjetivo? La cabeza de un alfiler es a su lado un verdadero macizo montañoso. Haga el favor de… ¡Rohan!
Al oír el grito, el navegador, que ya estaba en la puerta, volvió la cabeza. El comandante tiró sobre la mesa el informe con los resultados de los análisis del robot.
—¿Qué es esto? ¿Qué tontería es esta? ¿Quién lo ha escrito?
—Un autómata. ¿Qué ha pasado? —preguntó Rohan intentando mantener la calma porque la ira empezaba a apoderarse también de él. «¡Ahora me vendrá con sus tonterías!», pensó acercándose con lentitud premeditada.
—Lea usted. Aquí. Sí, aquí.
—Metano, 4 % —leyó Rohan. Y él también se quedó estupefacto.
—¿Qué? ¿Cuatro por ciento de metano? ¿Y 16 % de oxígeno? ¿Sabe usted qué es eso? ¡Una mezcla explosiva! ¿Me puede explicar por qué no saltamos todos por los aires cuando aterrizábamos con nuestros boranos?
—Es verdad… No lo entiendo —balbuceó Rohan. Se acercó al panel de control exterior con rapidez, dejó que los extractores succionaran un poco de la atmósfera externa y mientras el astronavegador iba de un lado para otro del puente de mando, en medio de un siniestro silencio, observó cómo los analizadores trajinaban afanosos con los recipientes de vidrio.
—¿Y?
—Lo mismo. 4% de metano…, 16 % de oxígeno —dijo Rohan. Aunque no entendía en absoluto cómo era posible, sintió cierta satisfacción: al menos Horpach no podría reprocharle nada.
—¡Traiga, enséñemelo! Mmm, metano, cuatro, mal rayo me…, vale. Rohan, coloque las sondas en la órbita y vaya al laboratorio pequeño. ¡¿Para qué demonios tenemos si no a los científicos?! Que sean ellos los que se devanen los sesos.
Rohan bajó, agarró a dos técnicos de cohetes y les repitió la orden del astronavegador. Después, regresó al nivel dos, donde estaban los laboratorios y los camarotes de los especialistas. Fue pasando junto a estrechas puertas empotradas en el metal, todas con placas en las que figuraban siempre dos letras: «I. J.», «F. J.», «T. J.», «B. J.»… La puerta del laboratorio pequeño estaba abierta de par en par; entre las monótonas voces de los científicos sobresalía a veces la voz de bajo del astronavegador. Rohan se detuvo en el umbral. Estaban todos los «jefes»: el ingeniero jefe, el biólogo jefe, el físico, el médico y todos los tecnólogos de la sala de máquinas. El astronavegador estaba sentado, en silencio, en el último sillón, por debajo del programador electrónico de la máquina digital manual. Moderon, de piel aceitunada, con sus pequeñas manos entrelazadas, como las de una niña, decía:
—No soy experto en la química de gases. En todo caso, es probable que no sea metano común. La energía de los enlaces es distinta; la diferencia aparece apenas en el centésimo lugar después de la coma, pero existe. Reacciona con el oxígeno solo en presencia de catalizadores, y aún así no mucho.
—¿De qué origen es ese metano? —preguntó Horpach, jugando con los pulgares.
—Bueno, el carbono que lo conforma es de origen orgánico, eso sí. No es mucha información, pero de eso no cabe duda…
—¿Y hay isótopos? ¿De qué edad? ¿Cuánto tiempo tiene ese metano?
—Entre dos y quince millones de años.
—¡Menudo intervalo!
—Hemos tenido media hora de tiempo. No puedo decir nada más.
—¡Doctor Quastler! ¿De dónde sale ese metano?
—No lo sé.
Horpach miró uno a uno a sus especialistas. Parecía que estaba a punto de explotar, pero de repente sonrió.
—Señores. Son ustedes gente con experiencia. Llevamos tiempo volando juntos. Les pido su opinión. ¿Qué debemos hacer ahora? ¿Por dónde empezar?
Como nadie parecía tener prisa por tomar la palabra, el biólogo Joppe, uno de los pocos que no temían la irascibilidad de Horpach, se dirigió al comandante mirándolo tranquilamente a los ojos:
—Este no se trata de un planeta ordinario de la clase sub-Delta 92. Si lo fuera, El Cóndor no habría desaparecido. A bordo viajaban profesionales, ni peores ni mejores que nosotros, así que lo único que sabemos con seguridad es que sus conocimientos resultaron insuficientes para evitar la catástrofe. Por eso deberíamos mantener el tercer grado del procedimiento y examinar la tierra firme y el océano. Creo que hay que iniciar perforaciones geológicas y, de manera simultánea, ocuparse de las aguas. Todo lo demás sería una hipótesis y en nuestra situación no podemos permitirnos ese lujo.
—De acuerdo —Horpach apretó las mandíbulas—. Las prospecciones dentro del perímetro