Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo
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Muere, en octubre de 1226, cantando a la hermana muerte con el mismo gozo que lo hiciera al hermano Sol que es bello, radiante y recuerda a Dios; al agua, que es útil, humilde, preciosa y casta, al viento, a la tierra... Tras su espíritu y huellas lo siguen muchos hermanos y hermanas, pues, como decía Benedicto XVI, «todos tenemos algo de espíritu franciscano»3.
«La historia del Pobre de Asís no se ha detenido en el día de su muerte. En cierto sentido se puede decir que él ha conocido una segunda vida en este mundo después de haberlo dejado»4. Francisco nació en Asís, en 1182, y murió en la misma ciudad en octubre de 1226. Esta es la historia. Después vendrá la leyenda.
San Francisco quiere ayudar a ese hombre concreto que halla en el camino, para que sea feliz y encuentre su liberación en Dios. No busquéis en el santo de Asís palabras desabridas o gestos violentos. Se hace pobre, cercano, pacífico, sencillo. Este es su modo de llevar a cabo una revolución que no pretende otro objetivo que el de ser fiel a Dios y el más humilde servidor de todos. La altísima pobreza de Francisco es el compromiso de dar siempre, de darlo todo, de no tener nada para poder dar más. A san Francisco podemos verlo todos los días. Está con todos los hombres que siguen creyendo, a pesar de tantos pesares, que el agua es pura, limpia y casta, que los hombres son hermanos y buscan el bien. Esta es la «cultura» franciscana, su historia y su leyenda.
El entorno y sus circunstancias
Asís y la Umbría es el espacio donde se desenvuelven, no solo los primeros años de la vida, sino toda la historia de Francisco. Entre las ciudades que formaban parte de esa región eran frecuentes las luchas y conflictos. Lo mismo ocurría entre los distintos grupos sociales y familiares de esas ciudades que, por otra parte, aun estando muy cerca, estaban bajo la autoridad y jurisdicción del papado o de los germánicos. La guerra civil era inevitable ante las pretensiones hegemónicas por las que luchaban los grupos sociales. Se buscaba la pertenencia al grupo del poderoso que garantizara la libertad.
Entre los últimos años del siglo XII y los primeros del XIII, discurre la vida de Francisco. Momentos de confusión, de cambio, de sorprendentes movimientos sociales y religiosos, de grupos sectarios que provocaban el distanciamiento con una Iglesia que consideraban corrompida por el poder y el dinero, con las luchas entre el papado y el Imperio, la miseria arrasando pueblos enteros y, al mismo tiempo, la opulencia de los señores feudales, el orgullo de unas ciudades que se enzarzan en contiendas buscando la primacía, el poder comercial y económico...
La enorme contradicción entre los que buscaban sinceramente el Evangelio y los comportamientos morales consecuentes, y todos aquellos grupos tan cercanos al sectarismo, como pudieran ser los cátaros, valdenses, patarenos... que se creían unos mesías enviados para terminar con una Iglesia corrupta y materializada, con un clero pervertido y con los cristianos que habían olvidado el Evangelio. Radicales y fundamentalistas, más que una ayuda para la renovación de las costumbres, eran un auténtico peligro de sectarismo y de actitudes antievangélicas.
Cuando Francisco de Asís y sus compañeros comenzaron el camino de la conversión en la pobreza y la humildad, tomando el Evangelio como norma de vida, alabando a Dios en todo y sirviendo a los más pobres y excluidos de la sociedad, era fácil confundirles con alguno de esos grupos que pululaban por aquellos ambientes cercanos. El criterio de discernimiento sería la comunión con la Iglesia. Francisco no había venido para criticar a los estamentos eclesiales, sino a ponerse al lado de la Iglesia y para ayudar en aquello en lo que la Iglesia necesitaba ser servida.
En medio de todo ello, un gran movimiento de unidad que ponía en pie de guerra, más que a las comunidades cristianas, a los nobles y caballeros, a los poderes eclesiásticos y a los comerciantes y burgueses, contra lo que consideraban el gran enemigo de la cristiandad: el islam. Era tiempo de cruzadas. Entre las gentes de la Umbría se hablaba de los musulmanes que estaban forcejeando las puertas de Europa. De los herejes que, entre extravagancias y críticas, interpelaban a una Iglesia a la que se juzgaba lejos de los valores evangélicos. El ascetismo de los cátaros sobrecogía, a pesar de su evidente maniqueísmo. De los albigenses, ni se quería hablar en círculos de mercaderes y comerciantes, pues a estos les consideraban poco menos que como unos demonios que acabarían inexorablemente, con su bolsa y hacienda, en las profundas mazmorras infernales.
Este era el panorama. Confuso, pero que no dejaba lugar para la indiferencia religiosa. Las ciudades se hacían poderosas, casi como pequeños Estados, y se aferraban a sus fueros y privilegios, tratando de defenderse de los mismos poderes que los amparaban: el Papa, con sus Estados pontificios, o el Emperador, con su Imperio germánico. Como los señores feudales veían en esas ciudades un peligroso enemigo para defender sus intereses, no eran infrecuentes los litigios y enfrentamientos. Uno de ellos había de ser decisivo en la vida y conversión de Francisco, aunque tampoco se trataba de un joven perverso y pecador impenitente.
Acerca de la situación eclesial de aquellos tiempos, una buena descripción es la que ofrece Benedicto XVI, subrayando de una manera particular las tendencias espirituales de unos grupos cristianos que constituían una seria preocupación para la misma Iglesia:
Un primer desafío era la expansión de varios grupos y movimientos de fieles que, a pesar de estar impulsados por un legítimo deseo de auténtica vida cristiana, se situaban a menudo fuera de la comunión eclesial. Estaban en profunda oposición a la Iglesia rica y hermosa que se había desarrollado precisamente con el florecimiento del monaquismo. En recientes catequesis hablé de la comunidad monástica de Cluny, que había atraído a numerosos jóvenes y, por tanto, fuerzas vitales, como también bienes y riquezas. Así se había desarrollado, lógicamente, en un primer momento, una Iglesia rica en propiedades y también inmóvil. Contra esta Iglesia se contrapuso la idea de que Cristo vino a la tierra pobre y que la verdadera Iglesia debería ser precisamente la Iglesia de los pobres; así el deseo de una verdadera autenticidad cristiana se opuso a la realidad de la Iglesia empírica. Se trata de los movimientos llamados «pauperísticos» de la Edad media, los cuales criticaban ásperamente el modo de vivir de los sacerdotes y de los monjes de aquel tiempo, acusados de haber traicionado el Evangelio y de no practicar la pobreza como los primeros cristianos, y estos movimientos contrapusieron al ministerio de los obispos una auténtica «jerarquía paralela». Además, para justificar sus propias opciones, difundieron doctrinas incompatibles con la fe católica. Por ejemplo, el movimiento de los cátaros o albigenses volvió a proponer antiguas herejías, como la devaluación y el desprecio del mundo material –la oposición contra la riqueza se convierte rápidamente en oposición contra la realidad material en cuanto tal–, la negación de la voluntad libre y después el dualismo, la existencia de un segundo principio del mal equiparado a Dios. Estos movimientos tuvieron éxito, especialmente en Francia y en Italia, no solo por su sólida organización, sino también porque denunciaban un desorden real en la Iglesia, causado por el comportamiento poco ejemplar de varios representantes del clero5.
En los días de este capítulo de la historia «Nacióle un sol al mundo». Así quiere anunciar Dante Alighieri (Divina comedia, «Paraíso», canto XI) la llegada de Francisco a este mundo. En Asís. Y poco más es lo que sabemos con certeza de su nacimiento. Que si viniera a este mundo entre los años 1181 y 1182. Que era hijo de un rico mercader de paños. Sus padres, Pedro Bernardone y Juana, a la que también llamaban Pica, posiblemente por su ascendencia francesa. No se tiene la fecha exacta del nacimiento. Tampoco se sabe con certeza cuál es la casa donde nació. Seguro que en alguna de las que su padre tenía en Asís.
Primero llevaría el nombre de Juan, como lo quería su madre. Después, Francisco, por deseo del padre, al que lo de franchese le sonaba a patente comercial.