Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo
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Cuando el crucifijo lo invita a reparar la Iglesia, «Francisco se dispone inmediatamente a reconstruir capillas abandonadas y no porque malinterprete el mensaje, como se piensa a menudo, sino precisamente porque, para comprender el sentido más profundo de las palabras dirigidas a él, tiene que ubicarse en el terreno de la experiencia, del hacer con otros»2.
Así lo interpretaba Benedicto XVI:
La misión brota del corazón: quien se detiene a rezar ante el crucifijo, con la mirada puesta en el costado traspasado, no puede menos de experimentar en su interior la alegría de saberse amado y el deseo de amar y de ser instrumento de misericordia y reconciliación. Así le sucedió, hace exactamente 800 años, al joven Francisco de Asís, en la iglesita de San Damián, que entonces se hallaba destruida. Francisco oyó que Jesús, desde lo alto de la cruz, conservada ahora en la basílica de santa Clara, le decía: «Ve y repara mi casa que, como ves, está en ruinas». Aquella «casa» era ante todo su misma vida, que debía «reparar» mediante una verdadera conversión; era la Iglesia, no la compuesta de ladrillos, sino de personas vivas, que siempre necesita purificación; era también la humanidad entera, en la que Dios quiere habitar. La misión brota siempre de un corazón transformado por el amor de Dios, como testimonian innumerables historias de santos y mártires, que de modos diferentes han consagrado su vida al servicio del Evangelio3.
El bienaventurado Francisco, y profetizando que en aquella iglesia de San Damián se fundará y vivirán las hermanas pobres de santa Clara, quería que allí resplandeciera la caridad, la humildad, la virginidad y la castidad, la altísima pobreza, la mortificación y el silencio, la paciencia y la más alta contemplación (1C 8, 19-20).
Francisco se dispone ahora a reparar otra iglesia semidestruida. No sabía que la Iglesia de la que le hablaba Cristo era la de su propia y personal conversión, y la de aquel nuevo pueblo de Dios que el mismo Señor había fundado y redimido con su sangre. En esa pequeña ermita dedicada a la santísima Virgen María, Nuestra Señora de los Ángeles, llamada la Porciúncula, viviría Francisco y allí fundará la Orden de los Hermanos Menores y también, en esta bendita casa le llegaría a recoger la muerte.
A la Porciúncula se le podía aplicar aquello que recoge la tradición cisterciense para sus casas y monasterios: un espacio bien dispuesto para la oración es aquel que está regado por los ríos de la verdad, la fortaleza y la sabiduría. Y la casa para la oración ha de estar construida por unas piedras que ofrezcan las caras de la simplicidad, la humildad, la desnudez y la caridad4. Todo ha de estar orientado hacia la práctica de la oración. Pues si hermoso debe ser el templo y profundo el cimiento que lo sustenta, más honda y consistente es la verdad de Cristo y la tradición apostólica, fuente de toda la sabiduría.
Reparada la iglesia de San Damián, Francisco escucha el evangelio en el que Cristo envía a sus discípulos a predicar por el mundo entero, sin llevar nada para el camino, con los pies desnudos y vistiéndose con una sola túnica. ¡Esto es lo mío! Así tenía que ir por el mundo: anunciando la bondad de Dios y saludando a unos y a otros con el deseo evangélico: «el Señor te de la paz», «paz y bien» (TC 8, 25-26).
De ahora en adelante, todo se comprendería de otra manera. La conversión de la mente y del corazón no podía quedarse en una toma de postura respecto a un acto determinado o a una situación precisa. La vida entera quedaba empapada por el querer de Dios. Salir del mundo no quería decir tener que ingresar en algún monasterio, sino hacer del universo entero un espacio en el que en todo se sintiera la presencia amorosa de Dios.
Esta conversión no había sido fruto de un momento emotivo, de una crisis personal, de una circunstancia chocante y apasionada. El Señor me llevó entre los leprosos, dice Francisco. Así era, porque en su corazón se vivía ya el apasionamiento por aquel que quiso hacerse como leproso (Is 53,3). El itinerario de la conversión no se encuadraba en un proceso psicológico, con transformación de actitudes ante conocimientos que motivaran una conducta distinta. Era una gracia que Dios Padre le había dado: reconocer el rostro del Hijo en la cara desfigurada del leproso. El amor había realizado el milagro, pues la misericordia era ese aceite de bondad que transforma el corazón y lo hace volverse hacia Dios. De la amargura del pecado se había pasado a lo dulce del estar viviendo lo que Dios quería. De la experiencia de lo amargo del pecado a la dulzura de la misericordia. Esta vivencia tan profunda no quería guardársela para sí mismo. Por eso, Francisco procuraba hablar del mal que conducía al pecado y de la satisfacción, incluso corporal, que había sentido en el encuentro con la misericordia.
Con el pecado se ha crucificado al mismo Cristo. Por ello, nada más amargo que tener conciencia de haber cometido tan grave acción. Solo pensar en ello, causaba una gran herida en el alma de Francisco, de la que únicamente podía curarse con el arrepentimiento, la penitencia y la súplica de misericordia. El pecado se presentaba en formas y maneras muy diversas. Siempre perturbando la conciencia y acarreando el mal. Pero se debía tener mucho cuidado, porque a Dios ofende el mal que se hace, pero también con el sentimiento amargo de la envidia que se puede tener al que busca el bien y lo vive. En realidad incurre en el pecado de blasfemia, porque envidia al mismo Altísimo, que dice y hace todo bien (Adm 8,3). Así mismo se ha de amar a los enemigos. En efecto, ama de verdad a su enemigo aquel que no se duele de la injuria que se le hace, sino que, por amor de Dios, se consume por el pecado del alma de su enemigo. Y muéstrele su amor con obras (Adm 9,2-3). Tampoco hay que alterarse por el pecado del otro. Al siervo de Dios nada debe desagradarle, excepto el pecado. Y de cualquier modo que una persona peque, si por esto el siervo de Dios se turba y se encoleriza, y no por caridad, atesora para sí una culpa (Adm 11,1-2).
Por otra parte, si uno peca, no debe ser ligero para excusarse, sino humildemente soportar el sonrojo de la reprensión. Y los demás no han de juzgar el pecado de los otros, porque este juicio está reservado únicamente a Dios. Especial énfasis pone Francisco en el modo de considerar los pecados de los sacerdotes. Incluso llega decir que más pecado tienen los que pecan contra los ministros de la Iglesia, que los que pecan contra todos los demás hombres del mundo. El pecado es tan sutil y maligno que puede causar la ceguera y el engaño, haciendo ver al cuerpo que la trasgresión es algo dulce y, en cambio, considera amargo el servir a Dios. No se dan cuenta que todos los males, vicios y pecados, salen del corazón. Están ciegos, porque no ven la verdadera luz que es nuestro Señor Jesucristo.
Y cuando se conoce el pecado de alguno, «no lo avergüencen ni lo difamen, sino tengan gran misericordia de él, y mantengan muy oculto el pecado de su hermano» (CtaM 15). Y deben guardarse de airarse y conturbarse por el pecado de alguno, porque la ira y la conturbación impiden en sí mismos y en los otros la caridad (Adm 7,3). Más bien, han de ponerse en guardia, porque el diablo quiere echar a perder a muchos por el delito de uno solo; por el contrario, «ayuden espiritualmente como mejor puedan al que pecó, porque no necesitan médico los sanos sino los que están mal» (Adm 5,7).
Así como el pecado acarrea tanto mal y tanta amargura, la misericordia es bálsamo que devuelve la alegría de la salvación y mete dulzuras de paz en el alma. La razón más profunda y clara es que en Dios reside toda bondad. El corazón endurecido se ablanda y recibe la bendición de Dios, pues la misericordia es inefable, verdadera, engrandece los cielos, es inmensa, colma de esperanza, conduce a la salvación. Dios es el Misericordioso y la Misericordia. Entre las alabanzas que Francisco ofrece a Dios, se encuentra la de la gratitud por ser dulce, amable y sobre todas las cosas deseables.
El solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es