Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo

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Francisco de Asís - Carlos Amigo Vallejo Bolsillo

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lo que Dios Padre quería para sus hijos. Y todo ello debía hacerse sin angustia ni miedo, pues el trato con Dios no tiene amargura (Sab 8,16). Que la paz proviene del Espíritu de Dios, que produce tranquilidad interior, sin que ello suponga indiferencia y querer huir de toda preocupación y responsabilidad. Francisco tenía en su mano el mejor de todos los instrumentos para discernir y someterse a la voluntad de Dios: la fe. Aceptar que el Altísimo se haya manifestado en Jesucristo. Él era el camino, la verdad y la vida. Él era la luz y la meta a conseguir: hacer en todo la voluntad del Padre.

      ¡Mi Dios y mi todo! Dios, siempre Dios. Lo más admirado y querido. Lo más grande y el que está más cerca. El misterio más insondable y la sabiduría que llena de luz la creación entera. En las alabanzas al Dios altísimo, Francisco manifestaba todo lo que sentía sobre la grandeza y la compañía del Señor. El gozo de saberse junto a Él, de estar seguro de que caminaba por el sendero que Dios le había trazado. No tenía que buscar más: Dios había encontrado a Francisco y el Pobre de Asís lloraba de alegría al pensar en la bondad del Dios Padre.

      Esa proximidad de Dios colmaba de gozo su espíritu. Ya podía estar en permanente conversación con el Señor. Era una experiencia trinitaria, pues Dios Padre había enviado a su Hijo y en la gracia del Espíritu Santo había santificado a la Iglesia. El Dios uno y trino es el Dios de Francisco de Asís. En el pensamiento, las actitudes, la palabra y la vida de Francisco, Dios es luz inaccesible, omnipotente, causa y razón de toda la belleza, humildad y paciencia. Misericordioso, salvador, rey y señor de todo. Con Él se habla en la oración. Es confianza y esperanza, señor, juez, padre, amigo. Creador, redentor, consolador. Francisco estaba convencido de que había sido llamado para ayudar a que los hombres se encontraran con Dios.

      ¿Quién le aseguraba que todo aquello era verdadero, bueno y comprensible para el hombre? La respuesta estaba en el Altísimo, el Omnipotente, el todo Bien. Lejos de cualquier materialismo panteísta, había que hallar en Dios todas las cosas. No cabe el indiferentismo. Para ver al invisible presente hacen falta unos ojos nuevos, los que deja limpios el paño de la misericordia. En la medida en que Francisco se acercaba a los enfermos y a los pobres, veía a Dios y se encontraba consigo mismo. Dios actúa siempre como Dios. Ha estado grande con nosotros. Y vivimos contentos. Pecado de blasfemia sería el negar la bondad de Dios. Esta es la grandeza y la causa de la alegría: Dios es la suprema bondad. No cabe el relativismo. Dios siempre va delante y es el primero. Para escuchar a Dios hay que dejarlo hablar. Es la grandeza del misterio. Cuando se hacen las tinieblas, la luz sigue brillando. El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás. Por eso no puede ser visto sino en el Espíritu (Adm 1,5-6). Esta es la forma de conocimiento de Francisco. A Dios hay que contemplarlo con ojos espirituales, como María.

      La existencia de Dios llena por completo la vida y las aspiraciones de Francisco:

      Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos los justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos. Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al Altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en Él y lo aman a Él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, laudable, glorioso, ensalzado sobremanera, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos» (1R 23).

      A tan gran Señor habrá que devolver lo que de Él hemos recibido. Quien guarda y retiene algo para sí está robando a Dios lo que es de Dios. Debemos ser siervos suyos y estar sujetos a toda humana criatura por Él. Deseando agradarle en todo, como conviene al siervo de Dios y seguidor de su altísima pobreza. Todo había de mirarse con los ojos de la fe, pues solamente desde la bondad de Dios se podía comprender la existencia. «Cuando hablamos de la fe, por tanto, va implícita una doble relación: una horizontal, entre los seres humanos, y otra vertical, con Dios, íntimamente relacionadas entre sí [...]. Estamos ante un don, una obra del Espíritu en nosotros que, por tanto, sobrepasa todo determinismo humano: La fe no nace en el corazón de los hombres como producto de las discusiones, sino por obra del Espíritu Santo, que concede sus dones a cada uno según le place»13. En esa fe se encuentran la alegría y la esperanza.

      «¡Sumo, glorioso Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento» (Orsd). Así habla Francisco con el Cristo de San Damián. La conversión no había sido sino el proceso de un hombre creyente que desea, con toda sinceridad y razón, entrar en los proyectos de la voluntad divina. Allí encontraría fortaleza contra todos sus miedos y temores. El abandono en Dios producía una gran paz, sin que por ello dejara de sentir todos los días el peso de la cruz. Así lo diría Francisco en la primera Regla:

      Después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle... Por eso, pues, todos los hermanos estemos muy vigilantes, no sea que, so pretexto de alguna merced, o quehacer, o favor, perdamos o apartemos del Señor nuestra mente y corazón. Antes bien, en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto a los ministros como a los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada... Y adorémosle con puro corazón (1R 22,9.25-29).

      El convencimiento franciscano de fidelidad a la verdad, no proviene del almacenamiento de datos y experiencias adquiridos, sino de la gratuidad de un Dios que se manifiesta como el bien completo, supremo y admirable. Es el Dios y Padre de Jesucristo, quien asegura toda la verdad. Él es santo, único, fuerte, grande, altísimo, rey, omnipotente, bueno, fortaleza, admirable, eterno, laudable, bendito, misericordioso, Trinidad perfecta y simple unidad, justo, santísimo, el bien, el sumo bien, el todo bien. Así es como san Francisco describe, con un desbordado cántico de alabanzas, esa totalidad inmutable de Dios.

      Como si de una maligna y destructiva termita se tratara, el relativismo maquina y se mete entre todos los recovecos de la existencia y va minando las estructuras más firmes hasta el derrumbe completo. Bajo el disfraz camuflado de apertura y tolerancia, el relativismo es engañoso seductor que va robando cimientos y secando las fuentes del conocimiento de la verdad y de la valoración ética de la conducta. Nada vale nada. Todo es igual, efímero y subjetivo. Con ese encadenamiento, tan esclavizante como cargado de petulancia, se camina por la vida dando tumbos y revueltas, propios de mentes desajustadas. Fuera virtudes y valores. La verdad en entredicho y la ética según el caprichoso deseo de cada cual. Relativismo universalizado en tal modo que no quede títere con cabeza. Depende del color y punto de mira, de la cultura y de los modos de situarse cada uno en su propia vida.

      No había de ser así en el pensamiento y vida de Francisco, pues Dios era el principio y el final, el cimiento y la cumbre, la fortaleza y el consuelo. Dentro de tantos atributos y de reconocimientos a la bondadosa acción de Dios, hay algunos que se repiten y están siempre en la mente y en los escritos de Francisco: el Altísimo que merece toda alabanza. Es el Dios único que hace maravillas admirables. Fuerte y grande. Trinidad y unidad. Creador de todas las cosas. Rey de cielo y de la tierra. El que nos saca del cautiverio del pecado. «Por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste» (1R

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