Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo
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Dios es nuestro Padre. Esta es la mayor seguridad y el mejor de los consuelos. Francisco contempla a Dios de esta manera:
¡Oh cuán glorioso, santo y grande es tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un tal esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo: Nuestro Señor Jesucristo! (1CartF 1,11-19).
Muy lejos esta figura del Dios padre de esa otra que lo distancia. Está en el cielo y desde allí, en lo alto y muy lejos, ordena el mundo con rigurosa mecánica. Lo mueve todo, siendo inmóvil. Es un dios tan inaccesible como insensible. Lo hace todo bien, con admirable ordenamiento. Activo y conduciendo la vida de los hombres, pero indiferente. Su trabajo quedó concluido en una ordenación perfecta. Es un dios tan abstracto como indiferente a la conducta humana. La ofensa grave a este dios, que sería el pecado, no está relacionada con la persona, sino con el orden. El pecado rompe ese acabado y magnífico ordenamiento de las cosas y de los seres. Es el dios que garantiza una estructura perfecta. Más que querer a Dios, se admira a un dios que impulsa el movimiento del complicado mecanismo universal. La fe no es amorosa, sino admirativa. Se cree en el ser perfecto, no en el Dios de la Alianza y de la amistad con el hombre.
Francisco quiere que se alabe a Dios con un corazón limpio. No apartar de Él la mente y el corazón y buscarlo continuamente en su Espíritu, que es «pastor y obispo de nuestras almas» (1R 22,25-32). La deformación de la fe en Dios Padre produce la idea del dios paternalista, celoso de la atención y del cuidado de los hombres, proteccionista hasta en los detalles mínimos, que se enfada por la desconsideración. Un dios celoso que no puede soportar que alguien pueda querer con libertad. A este dios se le da un culto sumisionista y engañoso. Si hay acatamiento, nace del temor al posible enfado del jefe; si hay alabanza, es para conseguir que no decaiga el mecenazgo y el valimiento. Al no ser sincero, el honor es burla y engaño.
No es el Dios de la Biblia, sino la proyección de unos sentimientos de inseguridad y deseo de proteccionismo. Una idea de Dios que frecuentemente está acompañada con la de un dios acaramelado y llorón, sufriendo constantemente por el desvarío de los hombres, inconsolable y victimista, que no ha resucitado en Jesucristo y que requiere el arropamiento consolador y cariñoso de los hombres. Como el hombre necesita un fuerte apoyo para motivar el propio sentido de la existencia, la búsqueda de ese fundamento va acompañada de la incertidumbre; el ansia se convierte en angustia y, a impulsos de la necesidad, emerge un dios, que no es más que el producto de unos deseos insatisfechos. A falta de un Dios auténtico, se busca un dios sucedáneo, que nace y muere según el estado de necesidad. Cambiará la figura de superprotector o de juez inflexible, de un ser íntimo y próximo a la negación total de transcendencia. Y, en muchas ocasiones, no sabremos si este dios ha nacido de la necesidad del paciente o de la invención del analista. Son los condicionantes personales o sociales los que apoyan la autoconsideración del creyente y la proclamación de la no práctica. Si la sociedad no ve bien al ateo, el hombre débil se declara creyente. Interiormente no cree, pero no es tan osado como para confesarlo públicamente. En el caso contrario, no se practica la fe, unas veces por respeto humano y otras por simple pereza. Resulta obvio que entre los dos extremos hay abundante variedad de tipos y de culturas diferentes, con alternativas entre el ateísmo inconfesado y la hipocresía. La relación con Dios es ocasional, de circunstancia social, de momentos apretados. Un culto vergonzante y ritualista, al que se añade la declaración pública de que se ha participado cuasi oficialmente y por motivos no religiosos.
Muy distinta es la actitud y relación de Francisco con Dios, como se refleja en la exhortación que hace a sus hermanos sobre la alabanza a Dios:
Y esta o parecida exhortación y alabanza pueden proclamar todos mis hermanos, siempre que les plazca, ante cualesquiera hombres, con la bendición de Dios: Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas (1R 12,1-2).
El creyente-no-practicante puro quiere un dios para él solo. Le reza a su manera, acata la revelación a su capricho. La Iglesia no es el pueblo de Dios, sino un estorbo para llegar a su dios. Esta fe es tan efímera que se confunde con un ateísmo práctico y tranquilizante. Una variedad del creyente-no-practicante es el de la cultura del sustitucionismo. La falta de práctica auténtica y consecuente se suple con extrañas actividades esotéricas, las simplemente folclóricas, el visionismo o la superstición, la religiosidad cultural... Al creyenteno-practicante le falta oración. Agoniza su fe por falta de alimento. No contempla a Dios, ni trata de ver la presencia de Dios en los acontecimientos de cada día. Para Francisco es más que suficiente el amor que Dios le ofrece. No pide, alaba: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey de cielo y tierra te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por medio de tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos colocaste en el paraíso» (1R 23,1-2).
¿Para qué creer en Dios si se tiene fe en el hombre? Al humanista le basta con ser hombre. Y vivir como hombre. Fe en el hombre y un culto a lo humano. No se niega a Dios, pero se relativiza a Dios. Incluso hay un esfuerzo por liberarse de Dios. Que Dios no sea la explicación última de todo, pues la respuesta definitiva tiene que estar en el hombre. Una vez más se repite el mito del aprendiz de brujo: el hombre queda atrapado por su propio humanismo y no es capaz de pensar en la transcendencia. Se limita el horizonte del conocimiento: primero el hombre y después Dios. El proceso de secularización es irreversible. Muy lejos de reconocer el valor de lo religioso, se intenta reducir el fenómeno de la expresión de la fe a unas formas de excelencia social o a un decoro y exaltación estética de lo sagrado.
Se quiere ser tan realista, que se ignora la dimensión transcendente del conocimiento. Como no hay experiencia directa de la existencia del Absoluto, la duda racional se hunde en la realidad del hombre, ya que resulta una quimera el discurrir por una prueba racional de la existencia de Dios. El humanista, por paradójico que ello pueda ser, se olvida del hombre como persona, total, completo, vivo, en el mundo y con los hombres. No deja sitio para la presencia de Dios, como sentido nuevo y único de cualquier explicación convincente sobre el hombre y la humanidad.
Se puede tener una aparente seguridad en Dios y tratar de evadirse de Él. El conocimiento y la adhesión llevan con ellos el riesgo de la fe y el compromiso de un comportamiento en consecuencia con aquello en lo que se cree. Dios se ha manifestado y se desea aceptarlo, pero sin la carga de llevar una conducta, mente y vida, acorde con la fe recibida. Para aligerar la tensión se llega al consenso de practicar sin creer. Es decir, de participar en acciones que no comprometen, que evaden y tranquilizan. A Dios hay que acercarse con limpieza de corazón, que así lo dice la bienaventuranza: «Son verdaderamente de corazón limpio los que desprecian lo terreno, buscan lo celestial y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16,1-2).
Hay una orgullosa pretensión de marginar a Dios, y a todo lo que con Él se relaciona, en el ámbito de la vida social, pública, empresarial, cultural... No solo no se tiene necesidad de Dios, sino que se considera un lastre a la hora de ponerse en marcha para realizar cualquier proyecto. Como si Dios fuera un excedente del que hay que liberarse cuanto antes. Esto suele acontecer en época