Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo

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Francisco de Asís - Carlos Amigo Vallejo Bolsillo

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con lo que tiene entre sus manos, o lo que puede darle la abundancia de sus propios medios. Dios es considerado un sobreañadido por el que no se tiene interés alguno.

      Dios tampoco es una luz intermitente que se enciende o apaga según la necesidad que cada uno tenga de ayuda. Ni idea, ni una simple palabra. ¿Quién es Dios? El Padre y Señor de todas las cosas, que se ha manifestado a la humanidad de muchas maneras, pero sobre todo con la vida, las actitudes y la palabra de Jesucristo. Creer en Dios es fiarse de él, adherirse incondicionalmente a lo que él ha querido revelar a la humanidad. Y asumirlo como algo propio, no solo como una norma de conducta moral, sino como quien toma posesión por completo en la vida y el pensamiento del hombre. Dios no es un estorbo, un excedente, ni una idea, ni un simple código de conducta moral. ¡Dios es Dios! No es una frase que suena casi a escapatoria y evasión ante la falta de una respuesta convincente. Más bien, es una llamada de atención para poner realidad en el pensamiento y admitir que Dios es algo distinto y difícil de encuadrar en unas simples categorías racionales. Él es el Creador, el Omnipotente, el Padre lleno de amor a sus hijos.

      Después seguirán muchas preguntas. Pero, para comenzar, atenerse a las condiciones del proceso: primero, aceptar que quien pregunte sea el mismo Dios: ¿aceptas mi palabra? Si es una cuestión de fe, en la que ciertamente puede ayudar la razón, no intentes tratar de resolver el problema por otro camino. Tiene san Agustín, en sus Soliloquios un pensamiento muy a propósito para esta reflexión que estamos haciendo: «Que al buscarte a ti, nadie me salga al encuentro en vez de ti».

      Entre el papa Benedicto XVI y el papa Francisco hicieron un regalo impagable a la Iglesia con la carta encíclica Lumen fidei, sobre la fe. Jesucristo es la luz que ilumina el camino de todos los hombres que buscan a Dios. Y la mejor recompensa que se puede dar, a quien con sinceridad y nobleza de espíritu busca, será la gracia de sentir el deseo de dejarse encontrar por aquel al que tanto ansía conocer. Como Dios es la luz no será difícil vislumbrar los resplandores que aparecen en las obras de misericordia, de justicia y de trabajo por la paz. Con unas expresiones profundas y llenas de belleza, el papa Francisco, bajo cuya autoridad y magisterio se publicaba esta encíclica sobre la fe, habla de la paciencia de Dios con nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor, pues como hombre religioso está en camino y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí mismo para encontrarse con ese Dios que ha concentrado toda su luz en Jesucristo. «No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz» (Lumen fidei 35).

      Mientras las cosas vayan bien, mejor es estar con Dios y con la Iglesia. Las circunstancias mandan. Dios no es intemporal sino de mi presente. Tengo el dios que me conviene tener hoy y en disposición de poder mostrar en cada momento el carnet que más convenga: la cofradía o el partido, la amistad del clérigo o la del anarquista. Es el hombre débil, tornadizo, arribista. Ignora al Dios de la Alianza y del pacto en la fe que conduce a una actitud constante de fidelidad, que compromete toda la existencia. No busca a Dios, sino el apoyo de los que están cerca del poder. Si Dios es la roca firme, no lo acepta como fundamento seguro de una fe responsable, sino como pedestal en el que se puede subir para estar mejor, más seguro.

      La gran alabanza y gratitud a Dios será la que proviene de habernos dado a su Hijo Jesucristo: «Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María, y que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte» (1R 23,3).

      Quiere Francisco que, a lo largo del día, se vayan repitiendo estos pensamientos: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, todo bien, sumo bien, total bien, que eres el solo bueno, a ti te ofrezcamos toda alabanza, toda gloria, toda gracia, todo honor, toda bendición y todos los bienes» (AlHor 1,11). Dios vive y su historia es nuestra historia de salvación. Es el Dios de la Alianza. Es el redentor. El Dios entre nosotros. Metido en nuestros acontecimientos. Un Dios activo. Ni producto de un sentimiento, ni proyección sublimada de una carencia. El Dios de la seguridad, porque para Él nada hay imposible. Fundamento y roca de toda fidelidad. Es la fuerza ante la debilidad de lo creado. Fiel en medio de cualquier deslealtad.

      Dios acompaña al pobre Francisco. Aunque invisible y supramundano, es un ser personal y vivo que camina junto al hombre. Que no tiene límites, que habita una luz inaccesible, pero está en todo y más allá de todo. La experiencia de Dios es transparencia, penetra en la vida y se manifiesta en el mundo. Conocimiento de Dios y experiencia de Dios resultan inseparables. Porque Dios es tan grande y elevado como cercano y amigo. Dios está con el hombre construyendo el presente y señalando el futuro, comunicando luz y fortaleza. A este Dios se le tributa un culto personalizado, pero no intimista, pues no es un Dios dentro de mí, sino el que camina a mi lado.

      Dios es el bien. Y en esa bondad se encuentra la paz, el consuelo, el amor perfecto y consumado. La respuesta de Francisco será de abandono de todo en Dios y de todo por Dios. Está lleno del amor al Altísimo y lo ve en la creación entera. Es un culto íntimo que se proyecta en el amor fraterno a todas las criaturas y en ellas se alaba al creador nuevo. No es abandonismo, ni evasión, sino providencia activa. Dios es misericordioso y Francisco anuncia testimonialmente a Dios con obras de bondad. Dios es invisible y hace «ver su rostro» en la creación. Es amor y está presente y vivo en la práctica de la caridad. Es una actitud global de la existencia que quiere buscar a Dios en todo y a gozar con su presencia, llevando el entusiasmo de la cercanía divina a los hombres, haciéndoles palpar las maravillas de Dios.

      Vivir de esta manera es un riesgo y un desafío. Riesgo del misterio, de vivir en entrega absoluta sin contemplar la evidencia. Desafío y prueba para la fe, pues la seguridad en Dios hace ver de cerca que la fuerza del Espíritu está unida a la fragilidad del vaso en el que se la recibe. Es una liturgia de la pobreza en la que se celebra el misterio de la inseguridad y de lo débil, de lo que es nada, para que se pueda contemplar mejor la fuerza de lo absoluto y permanente, de la seguridad. El Dios de Francisco está cerca. Pero solamente pueden verlo los sencillos, los que, como Moisés, aceptan el riesgo de caminar descalzos para acercarse a la zarza ardiente; como Elías, que percibe en las cosas pequeñas la brisa de Dios. El que habita una luz inaccesible que llega a la existencia del hombre. Es el Dios de la kénosis que se abaja, que se pone a la altura del amor y a la comprensión de las criaturas y lo llena todo. En Él vivimos, nos movemos y existimos (He 17,28).

      Cada vez se extiende más el convencimiento de que las crisis religiosas, y hasta la apostasía de la Iglesia, no se debe a la falta de transparencia en la identidad, sino a la falta de espiritualidad. No es problema de organización, de estructuras, incluso de falta de ejemplaridad. Es vacío de experiencia de Dios. La Iglesia de Francisco es la de Jesucristo, el Hijo de Dios. Por eso, nunca podría comprender y amar a la Iglesia sino desde una profunda y gozosa experiencia de Dios.

      San Pablo les había dicho a los tesalonicenses: examinadlo todo y quedaos con lo bueno (Tes 5,21). Dios quiso que san Francisco lo hiciera casi al revés: se ha quedado con lo bueno, con Dios, y después lo ha visto todo desde esta perspectiva. Descubre a Dios en todas las cosas. Todo lo que Él hace es bueno, tanto en su origen como en la finalidad última. Porque todo fue creado en el Verbo. La oración hace vida este convencimiento. Llega al alma de las cosas. Descubre en ellas la imagen de Dios.

      Es, por ello, un gran don para los hermanos llegar a descubrir ese espíritu vivo del Señor; espíritu de la santa oración (2R 5,2) ocuparse en él continuamente (1R 7, 12) y guardarse muy bien de apartar del Señor la mente (1R 22,25). Este es el camino de oración: la fidelidad al Evangelio (1R 22,41). En la oración franciscana no hay temor alguno acerca de la eficacia, de si la súplica será escuchada, pues el deseo de alabanza a Dios se hace misterio de comunión con Jesucristo. En Jesucristo está la seguridad, la confianza y la respuesta.

      Sin embargo, el hombre se sigue preguntando sobre su origen y sobre su destino. Quiere ver a Dios, pero teme la fascinación de la presencia del Todopoderoso.

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