Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo

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Francisco de Asís - Carlos Amigo Vallejo Bolsillo

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la unión de los hermanos, según el mandamiento y el Espíritu del Señor, se encuentra el sentido de la vida y de la muerte. Vivir en fraternidad. Es Dios quien ha reunido a los hermanos en esta forma de vida. No para buscarse a sí mismos, sino para anunciar el Evangelio y el reino de Dios. La fraternidad existe para evangelizar, igual que la Iglesia. Por eso, Francisco es pobre e itinerante. La fraternidad acoge el don y al mismo Cristo, del que recibe el mandamiento nuevo. Los hermanos aprenden a vivir en ese amor y se lo comunican, en obras y en palabras, a los demás. Una vida auténticamente fraterna es señal evidente de que se ha acogido y se vive según el Espíritu de Cristo. De la pequeña comunidad de los hermanos a la fraternidad universal. Como Cristo, que llama y reúne a los apóstoles y después los envía a predicar el Evangelio. Contemplar y hacer ver la misericordia y la redención de Cristo será la misión que deben realizar los hermanos. Nada material han de llevar. Su desapropio es la señal de que solo quieren revestirse de Cristo.

      Los «menores» no solo han de ser queridos con preferencia, sino que ellos son modelo de la fraternidad pobre y excluida. Entre los menores estaban los leprosos, los enfermos, los marginados por cualquier causa. Todos tenían que ser bien acogidos y tratados. Una fraternidad que se extiende a todas las criaturas. El mundo no es objeto de desprecio sino de amor. Francisco estaba lleno de amor de Dios y desde ese amor descubre la huella de Dios en la creación. La fraternidad de los hermanos forma parte de la familia del Señor. No era, pues, extraño que la fraternidad fuera manantial de inmenso gozo.

      La alegría era otro de los regalos que san Francisco había recibido del Señor. Gozo que tiene su fuente inagotable en la bondad. Dios es la alegría, la suprema belleza y bondad que ha sacado a Francisco de sí mismo y le ha reconciliado con Cristo. Por eso, la alegría está unida al hacer penitencia y a la pobreza. La conversión le ha puesto ante el bien, que es manantial de gozo. Y la pobreza le ha alejado de la avaricia, que es la causa de la tristeza, pues es dolor por no tener todo lo que se ansía. Así que la tristeza sería hipocresía y manifestación de que el corazón no se ha convertido a Dios. La apoteosis de la alegría es la cruz y la muerte. Pobreza, reconciliación y pascua. Abrazo definitivo con la pobreza y abandono del mismo cuerpo para ser poseído completamente por Dios.

      Cuando Francisco saluda diciendo: «El Señor te dé la paz», quiere expresar el deseo profundo del encuentro con el bien. Dios es la paz, la realización del bien. Con la paz está la libertad de elegir la bondad y hacérsela conocer a todos. No es una simple proclamación de un pacifismo universal, sino el anuncio evangélico de la buena noticia de la paz: los pacíficos serán reconocidos como hijos de Dios.

      Cristo es nuestra paz. El principio y la consumación de la paz. Cargó con culpas y pecados y reconcilió a los hijos con el Padre, a los redimidos con el Redentor, al siervo con el Señor, a la criatura con el Creador. Maravillosa armonía de la creación entera que Francisco canta con todas las criaturas: «Alabado seas, Señor por el hermano sol»... La paz es la mayor proclamación de la presencia del bien en la creación entera: las criaturas cantan la gloria de su Señor.

      Dios va llamando a cada uno por su nombre y escribe esa historia personal en la que el Espíritu completa su obra. Con suavidad, sin darse cuenta, va llevando a ese encuentro con Cristo, con su palabra y con su humanidad, con la fuerza de su amor y la fascinación por la misión que él ha realizado. Cada vocación es distinta y es la misma. Todos llamados por el mismo Espíritu, incorporados a Cristo, caldeados en el mismo amor y enviados a esa única misión que es la de hacer que todos los hombres conozcan a Dios y se salven. Pero cada uno tiene su nombre y su historia, su pobreza y sus dones. Aporta lo que tiene y siempre recibe mucho más de lo que uno mismo desea. Pero sabiendo bien que lo que llega, no es tanto para el gozo y provecho de uno mismo, sino para que pueda realizar bien la misión que se le confía.

      Francisco descubre la vida de las cosas. Las criaturas son como gestos sacramentales de Dios. Habrá que reconciliarse con toda la creación, bajarse del caballo, salir de uno mismo y abrazar al leproso. Para llegar hasta Dios hay que dejar que sea Él quien vaya delante y estar atento para oír su voz. Jesucristo es el mensajero y la palabra viva de Dios que habla por el Evangelio.

      Francisco de Asís puede ser la imagen de un camino de conocimiento admirable: el de la sencillez. No como forma de comportamiento discreto, sino como actitud mental. Aceptar lo que uno es, con sus limitaciones y con sus posibilidades.

      Los hermanos son un regalo que Dios le ha hecho y, al mismo tiempo, una ayuda para que Francisco pudiera acercarse mejor a Dios. Era la gracia de tener hermanos. A Dios no se le puede encerrar en los límites de un reducido conocimiento personal. Dios lo transciende todo y es propósito inútil querer supeditarlo al concepto que el hombre pueda tener de Él. Dios tiene su propia identidad con independencia de la idea y del conocimiento que pueda tener el hombre de la divinidad. Francisco no se preocupa de sí mismo, sino del reconocimiento de la huella de Dios en todas las cosas. El amor de lo que no se ve está asegurado en aquello que se contempla en la creación, siempre que en el corazón se lleve la ley y el amor de Dios.

      El mismo Francisco se hace Evangelio. Su vida es una buena nueva de salvación para los hombres. Al ofrecimiento de Dios, al meterse de Dios en su historia personal, ha respondido con una conversión total al Evangelio. Lo ve todo, lo contempla todo con la palabra de Dios en su mente y en su Espíritu. Recibe el Evangelio como un sacramento: con veneración: ¡El libro de los evangelios! Más que escuchándolo, dejándose llenar, empapándose de una admiración que le quema y le penetra hasta los huesos y le enciende en amor y deseo de comunicación, de hacer partícipe a todos los hombres, y a todos los mundos, de su arrebato, de su profundo y gozoso convencimiento.

      A Francisco de Asís se le enternecía el corazón y se le llenaban los ojos de lágrimas pensando en la misericordia infinita del hijo de Dios, al que había visto tan de cerca en el crucifijo de San Damián y en el abrazo con el leproso.

      Quería estar muy atento, pues podía hablarle a través de las ventanas de la creación por las que el buen Dios se asomaba para encontrarse con los hombres. Si escuchaba el evangelio, respondía inmediatamente: «¡Esto es lo que quiero, lo que deseo para mi vida!». Si se había agachado para beber agua, le parecía estar oyendo, en el ruido del arroyo, las alabanzas que las criaturas proclamaban con gratitud al Señor de todas ellas.

      Dios había sido misericordioso con Francisco, porque le había manifestado el amor que le tenía, sobre todo llevándole al encuentro con los mejores amigos de su Señor: los leprosos. Los más olvidados y excluidos. El altísimo Señor les había puesto en el camino del humilde y pobre Francisco. El Misericordioso le llenaba de misericordia. Primero había perdonado sus pecados; después, a compartir su amor con aquellos que casi ni apariencia de hombres tenían. Esa máxima pobreza de los enfermos le hacía recordar al que se hizo como leproso para salvar a todos. Aquellos hombres y mujeres, desechos por la lepra eran cuerpo entero y verdadero del verbo de Dios metido en la naturaleza humana.

      La misericordia franciscana no era solamente gratitud por recibir del Señor el perdón de los pecados, sino por haberle hecho ministro de la ternura de Dios. El Misericordioso le ha llamado a ser pregonero, con obras y palabras, del amor inmenso que se encierra en el corazón de Jesucristo. Todo ello llenaba a Francisco de alegría, pues era una señal de que el padre del cielo contaba con él para cuidar de sus hijos en la tierra. Lo que antes le era tan amargo y le causaba asco y repulsión, ahora es dulzura y gozo. Cuando abrazaba al leproso, le parecía que la figura del enfermo se iba desvaneciendo para encontrarse cara a cara con Jesucristo, roto en la lepra, pero resplandeciente de un amor infinito.

      Estos mismos sentimientos son los que expresa el papa Francisco:

      Servir con amor y con ternura a las personas que tienen necesidad de tanta ayuda nos hace crecer en humanidad, porque ellas son auténticos recursos de humanidad. San Francisco era un joven rico, tenía ideales de gloria, pero Jesús, en la persona de aquel leproso, le habló en silencio, y le cambió, le hizo comprender lo

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