Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo

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Francisco de Asís - Carlos Amigo Vallejo Bolsillo

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la presencia de aquel que está muy cerca. ¿A dónde iré lejos de tu mirada? Dios es el bien. Reconocerlo, no es presunción sino fe. Negar el bien, en cambio, es ateísmo, una blasfemia, pues es negar la huella de Dios en el mundo.

      Vacío, como pobre, y lleno de la riqueza de la palabra de Dios. Francisco, como estaba cerca de Dios, comprendía muy bien todo lo que hacía relación con los hombres. Este era su secreto: la experiencia del Altísimo. Admirable sabiduría que, en el amor de Dios, hace que se encuentren todas las criaturas. Experiencia, en lenguaje franciscano, equivale a gustar el bien con los ojos de la admiración. Ver a Dios es hallar las huellas de su presencia en la creación entera. Es llevar consigo la luz de Dios y contemplar todas las cosas desde el brillo de esa luz. Es la máxima aspiración del hombre: adentrarse en la sabiduría de todas las cosas. Es una adoración permanente ante la presencia del Creador. Pero sabiendo muy bien el lugar del Señor y el de las criaturas. ¿Cuándo veré tu rostro, Señor? ¡No me escondas tu rostro!

      Sin el deseo es imposible llegar al conocimiento. La primera condición para el encuentro es tener hambre de Dios. No poder vivir sin Él. Los que le aman y le buscan son quienes lo encuentran. En palabras de san Francisco, el Espíritu del Señor se da a los que buscan el bien. Dios se asoma al mundo por los ojos de las criaturas. Habrá que contemplarlo con espíritu limpio. Para llegar hasta Dios hay que dejar que sea Él quien vaya delante y estar atento para oír su voz. Jesucristo es el mensajero y la palabra viva de Dios que habla por el Evangelio. «¡Esto es lo mío!», exclama Francisco al escuchar el Evangelio. El Evangelio no tiene necesidad de ser justificado. Es para vivirlo. Hacer penitencia, es tanto como poner la vida a disposición del Evangelio. A la hora de la prueba, no son los libros sino la pasión de Cristo lo que va a ayudar. Las criaturas son gestos sacramentales de Dios, habrá que descubrir la humanidad de las cosas y reconciliarse con la creación, bajarse de la altanería y prepotencia, salir de uno mismo y abrazar al leproso.

      Muchas son las promesas que se hacen. Y las palabras vacías, no solamente no liberan al hombre de sus pesares, sino que lo esclavizan y corrompen la hermosa verdad de la creación. Dios, en la experiencia de Francisco, es ser y existencia, es sustento de todo lo que vive. Si se ama sinceramente a Dios, será necesaria una entrega generosa, pues solamente así se puede contemplar al que es la expresión más grande del amor. Para ver la luz hará falta tener bien dispuestos los ojos. El desprendimiento, el sacrificio y la misericordia son la mejor forma de abrir los párpados para que dejen el camino expedito para contemplar el amor.

      Dios esconde su rostro al pueblo que camina por el desierto y, al mismo tiempo, tiene una tienda para el encuentro. Será que Dios habla allí donde se le puede escuchar, y lo hace con un lenguaje que solamente Él puede tener. El racionalismo lleva a la confusión de la mente en tal manera que es capaz de aceptar lo mágico antes que lo transcendente; se deja seducir por el artificio y no por la posibilidad de una luz nueva. Dios tiene sus signos y su lenguaje. Y los muestra en la historia de los hombres. Cristo es el auténtico mensajero y el Evangelio su palabra. Retornar al Evangelio es encontrarse con Cristo. Francisco sabe que oye la voz de Dios cuando contempla vivo a Jesucristo en las palabras del Evangelio. Si Dios, en Jesucristo, se ha hecho presente en la historia, en la realidad de los hombres, a lo humano habrá que acudir para conocer, para saber de Dios. Pues el Señor Jesucristo no es pura teoría, es experiencia viva del amor del Padre.

      Habrá que contemplar las huellas que el Señor dejó a su paso por la tierra. Oír sus palabras y contemplar sus heridas. Escuchar el Evangelio y acercarse a los leprosos. Solamente cuando el hombre se abre al amor es cuando Dios puede entrar en él y hacer morada en él. Jesucristo es el verdadero Hermano. El hijo de Dios. San Francisco se siente arrebatado de amor a Jesucristo. Así se expresa en la Carta a todos los fieles:

      Este verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad. Y, siendo él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza, [...] dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos seamos salvos por él y que lo recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren recibirlo y ser salvos por él, aunque su carga es ligera (2CtaF).

      Dios no puede ser un asunto privado. Lo personal es elegir este u otro camino. Pero cuando se acepta a Dios como valor supremo de la vida, Él lo llena todo, pensamiento e intimidad, conducta y relación social. Francisco da lo que tiene. Se viste de pobre. Se hace amigo de los pobres. Comparte su vida con los desvalidos y necesitados. Lucha contra la pobreza haciéndose él mismo un pobre. Su pobreza no le pertenece a él. Es de Dios y la quiere compartir con todos los hijos de Dios. No era asunto privado. Era la riqueza de tener a Dios como único Señor y compartir esa experiencia con todos los hombres. Y, con Dios, los hijos de Dios. Los hermanos son don y camino. Regalo que Dios le ha hecho a Francisco y, al mismo tiempo, ayuda para que él pudiera acercarse mejor a Dios. Era la gracia de tener hermanos. «El que vea tus ojos –le recomienda al ministro–, que no se aparte de ti sin tu perdón. Que vea en ti la misericordia del Misericordioso».

      Ver a Dios es comprometerse con Dios. Hacer de la existencia humana reflejo del querer de Dios. Si el hombre habla poco de Dios es que no se siente comprometido con Él. No está asido al que es vida y se escapa a cualquier pretensión de reducirlo a una idea o una norma moral. Dios es vida, no código. Es amor. Verle conduce a dar testimonio. El hombre convertido es señal del amor de aquel al que ama. Vive en la vida de quien le hace vivir y le conduce, inmediatamente, a hacer penitencia, que es estar bien atentos a la palabra de Cristo y renunciar al espíritu de la carne y deseando tener sobre todas las cosas el Espíritu del Señor y su santa operación (2R 23,4).

      «En la sociedad actual –decía san Juan Pablo II–, entre muchos fenómenos de signo opuesto, surge de manera cada vez más clara una necesidad real de la verdad, de lo esencial y de una auténtica experiencia de Dios. Tenéis la misión de señalar, con actitud de fraternidad universal, la respuesta que satisface esas expectativas. Esa respuesta consiste en abandonaos con confianza al amor salvífico del Señor Jesús, aunque nos crucifique» (La Verna, 17 de septiembre de 1993). Solo dando testimonio de Dios se puede hablar de Dios. Porque el lenguaje de Dios es vivencia, no simple concepto. Es conocimiento, no hipótesis. Es comportamiento coherente con la adhesión que el creyente, de una manera enteramente libre, ofrece a Dios. Un Dios que le sostiene y compromete y del que sabe ha recibido gratuitamente el don de la fe. El conocimiento de Dios se hace fuerza liberadora en la profundidad de una identificación plena con Jesucristo.

      Francisco de Asís, convertido a Dios, adopta, en una forma de vida significativamente incuestionable, la dependencia amorosa de Dios. Él le conoce y le sostiene. Es el Creador que cuida y acompaña a sus criaturas. Los criterios de comportamiento se ajustan al conocimiento recibido por la fe. Vive en la esperanza de las promesas que serán cumplidas, y el amor llena todos los entresijos de la conducta y se hace práctica moral en virtudes personales y en solidaridad fraterna. Si ha conocido a Dios, se hace mensajero de Dios. Si está inmerso en el amor de Dios, contagiará ese amor. La gratuidad, como signo de reconocimiento al dador de los bienes, aparece en el positivo desinterés por no buscar otra finalidad en la conducta que no sea el honor de Dios.

      Solo desde una profunda experiencia de Dios se puede predicar el Evangelio. Sin esa experiencia de Dios, la fe se convierte en ideología, la esperanza en utopía, la caridad puede sucumbir ante la tentación de la violencia. La experiencia de Dios es «como un nuevo nombre de la contemplación a partir de la meditación de la palabra, la oración personal y comunitaria, el descubrimiento de la presencia y de la acción divina en la vida, compartiendo al mismo tiempo esta experiencia con todo el pueblo de Dios»14.

      La alabanza franciscana es adoración y gratitud. Nace de la misericordiosa grandeza de Dios. Se adora al que se quiere, al que acoge, al que salva. No es adoración servil, sino amorosa. En el corazón de Dios se halla el bien

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