Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo

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Francisco de Asís - Carlos Amigo Vallejo Bolsillo

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      A Francisco se le cayeron todas las máscaras: la de la vanidad, la de la altanería, la del poder, la del orgullo... Ahora era más auténtico, más libre, más Francisco. Se encontró consigo mismo, no solamente dejando de pensar en sí mismo, sino buscando sinceramente el rostro del Dios vivo. Todo ello no excluía el yugo y la carga, pero la suavidad estaba garantizada por el amor que Jesucristo había puesto en el corazón de su humilde siervo.

      Francisco se había desnudado delante del obispo de Asís. Con ello quería pregonar, a los cuatro vientos, que solamente quería estar revestido con la túnica de la pobreza. Desde ese desnudamiento exterior se encaminaba al total despojamiento. Había encontrado el verdadero tesoro evangélico. Ya podía dejarlo todo, pues su vida estaba en el quedarse metido en el regazo de Dios. De ahora en adelante, grandes serán las obras que realizará la inconmensurable bondad de Dios en el hermano Francisco.

      Una de las más admirables había de ser la de la misericordia, que era como la perfección de la pobreza: se recogía lo mejor del corazón para entregárselo a los demás. El amor que había recibido de forma tan generosa había que retornárselo al Padre en las manos de sus hijos más queridos: los menesterosos. La humildad le había llevado al desnudamiento de todo para encontrarse con el único Señor. Ahora se reviste de misericordia, que es la actitud permanente de dar cuanto de mejor se tenga para entregárselo al desvalido.

      Como el corazón de Francisco rebosaba del amor de Dios, no podía por menos que dar y compartir lo que con tanta generosidad se le daba. Mi vida podría decir, está llena de todo lo que Dios me ha dado: paz, perdón, alegría, bondad, gratitud... Pues todo eso que he recibido, no se me ha dado para mí solo, sino que soy administrador de lo que es vuestro. No me lo agradezcáis a mí, hermanos leprosos, sino al bondadoso Señor que me envía para ser vuestro servidor.

      La pobreza de Francisco es un manantial inagotable. Cuanto más daba de la abundancia de su corazón misericordioso, más se llena y abunda en el deseo de dar. No tengo oro ni plata, pero mi corazón rebosa del amor al Señor Jesucristo. En el nombre de Jesucristo, mirad a Dios y en Él encontraréis la luz y la salvación.

      Como no podía ser de otra manera, la fuente y el manantial inagotable de la misericordia residían en el corazón de Jesucristo. El más pobre de entre todos los pobres. Así lo proclama Francisco dando, como razón suprema, el amor agradecido a Jesucristo, que nos ha liberado del pecado y reconciliado con Dios. En el rostro de Cristo se refleja la misericordia infinita, el amor sin límites, la caridad perfecta.

      La creación entera es un canto a la misericordia de Dios, que hace resplandecer en ella todas las perfecciones. Pero, de una manera especial, la mano de Dios se posó sobre el corazón del hombre, primero para limpiarle de todo pecado. Después, para llenarlo del amor misericordioso. Si fue creado a imagen y semejanza del Creador, no podía faltar este singular atributo de la misericordia en el corazón del hombre, que tantas veces era maltratado por el odio, la injusticia y, en definitiva, por el pecado. En el corazón que pueda parecer más insensible, siempre cabe la bondad de Dios que transforma esa piedra en auténtica carne de bondad, como se lee en la profecía (Ez 36,26).

      La recomendación está bien señalada: dejarse guiar por esa huella del amor que Dios ha puesto en el corazón del hombre. No tratar de dominar sobre las criaturas, sino de servirlas conforme a la voluntad de tan misericordioso Creador. Y si alguna duda se podía tener, abrir el Evangelio, pues en cada una de sus páginas se estará manifestando la buena noticia de la misericordia. Identificado con Cristo, el bienaventurado Francisco encontraría la justificación para su «hacer penitencia» y alabar a Dios, recibiendo a los hermanos que llegaban como regalo que el Señor le enviara y salir al mundo anunciando la misericordia de Dios, que busca al pecador y lo lleva de nuevo a su casa. Allí habrá festín y se podrán cantar, todos los días de la vida, las alabanzas de la misericordia y del Misericordioso.

      Francisco quería encontrar las huellas que el Señor Jesucristo había dejado a su paso por la tierra. Si lo eran de heridas muy abiertas por el sufrimiento, el pobrecito de Asís tendrá que poner bálsamos de ternura y de misericordia; si lo eran de rencores y desavenencias, el anuncio de la paz; si lo eran a causa de la injusticia, poner caminos para el derecho y la ley del amor.

      Para el bienaventurado Francisco no bastaba el cuidado del leproso y poder vendar sus llagas. Ni era suficiente compartir el poco pan que tenía con aquel que carecía de todo. Ni se contentaba con abrir la puerta de la casa a aquel que llegaba, fuera amigo o enemigo, ladrón o salteador. No podía contentarse con acoger, curar las heridas y alimentar. El leproso tenía necesidad de pomadas para su piel descuartizada, pero también quería sentir la ternura de aquellas personas que siempre lo excluían y apartaban. Francisco le ofrece el remedio, pero también el calor del abrazo. Aquel hombre sería un leproso, pero era su hermano. El hambriento recibiría de lo poco que tenían los hermanos, pero también deseaba poder sentarse con alguien a la mesa. Porque el pan era necesario, pero no se podía comer con los ojos llenos de lágrimas a causa de la soledad. Quien vivía a la intemperie necesitaba un poco de techo, pero también verse acogido en una casa que fuera la de todos y en la cual unos y otros se encontraran a su gusto. Francisco no puede olvidar que el leproso, el hambriento y el peregrino son imagen viva del Señor Jesucristo.

      Francisco se había autoexpropiado de sí mismo para identificarse plenamente con Cristo. Y ese vacío inmenso solamente podía llenarse con el inagotable don de la misericordia. Toda la fraternidad recibía como regalo del Padre el haber conocido a Jesucristo y poderse revestir de las mismas entrañas de misericordia. Eran los menores, los más pobres, pero los más enriquecidos con el gozo del poder sentir cada día que Cristo estaba a su lado y era la garantía de su esperanza. La pobreza les había llamado a la misericordia y a la obediencia fraterna. La necesidad de cada uno se convertiría en un mandamiento, en una orden que urgía el buscar el remedio que se necesitaba. La misericordia no era una simple recomendación, sino la esencia de la obediencia a todos por Dios.

      Tres capítulos ejemplares en los que se manifiesta, de una forma particular, la actitud misericordiosa que Francisco quiere inculcar a sus hermanos. Lo primero se refería al ejercicio de la autoridad: nunca ha de olvidar «aquel a quien se ha encomendado la obediencia y que es tenido como el mayor, sea como el menor y siervo de los otros hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de sus hermanos la misericordia que querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante. Y no se irrite contra el hermano por el delito del mismo hermano, sino que, con toda paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y sopórtelo» (2CtaF 2,42-45).

      Otro capítulo es el de la unidad entre la pobreza, la caridad, la obediencia y la sencillez. Tres virtudes que tenían que estar muy unidas, pues en cada una de ellas había de reflejarse el bien que todas podían significar. Y a la hora de actuar, tener como el mejor criterio aquel que Francisco explicara en la carta dirigida al hermano León: «Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia».

      El último capítulo es casi un tratado sobre la forma de ejercer la misericordia con los demás:

      Y en esto quiero conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos (CtaM 1).

      Este escrito de san Francisco al ministro, al servidor de una fraternidad, puede considerarse como la carta magna de la misericordia franciscana: aceptar la misericordia, ofrecérsela a quien la necesita, no esperar siquiera a que se la pida, sino ofrecerla por anticipado.

      El

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