Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo
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San Francisco, como Cristo, llevó las llagas marcadas en su cuerpo. Eran las señales exteriores de otras más profundas y sufrientes de su corazón enamorado de Dios. Los signos de la perfecta identificación, pues seguir las huellas no era simple imitacionismo, sino meterse en el amor oblativo de Cristo y vivir el anonadamiento, la kénosis, como glorificación del Padre y movido por el Espíritu del Señor. Más que pretender comprenderlo, él vive el misterio trinitario. El amor de Dios manifestado de modos diversos y en los que resplandece una admirable unidad. El mejor ejemplo que encuentra Francisco para explicarlo es precisamente la creación: todo ha sido hecho por Dios Padre, para gloria del Hijo y con la virtud del Espíritu Santo.
Dios es la dulzura, la fortaleza, la paz, la sabiduría, el misericordioso, el altísimo, el omnipotente, la alegría... Cualquier objeto de contemplación puede ser elevado de tal modo que ayude al conocimiento y la alabanza del Señor, que es una realidad personal, viva, presente. No es una doctrina, ni un ser distante. Es el que llama a cada uno por su nombre y que lo ama como hijo suyo. No es un tratado de sublimidades, sino aquel que ha descubierto su rostro ante nosotros. Se le reconoce como quien da razón de sí mismo y de cuanto pueda existir. Es el que realiza la perfecta unidad entre lo que uno es y la misión que tiene que realizar en este mundo. Pero dejando siempre fuera de toda duda que Dios nunca puede ser el resultado de los vacíos del hombre.
Había buscado el sentido de la vida, más que en las cosas de este mundo, en la realización del propio yo, que lo encadenaba en un esclavizante egocentrismo. Francisco quería que todo girase en torno a él. Pero cuanto más se metía en su egoísmo, más se distanciaba de todo. El sentido y la dirección de su vida no estaban en él. Había que descubrir una realidad absoluta y distinta. Solo Dios es el Altísimo, el Absoluto, la garantía y razón de cuanto pueda existir. La creación entera tiene en su entraña esta dirección hacia el Creador.
Dios quiere manifestarse a un hombre, desnudo y desapropiado, renacido en la gracia del Espíritu. Y a este hombre, nuevo por el «hacer penitencia», se revela Dios como el sumo y único bien. Mientras se va avanzando en el conocimiento de lo existente, se descubre y valora una bondad que no se queda en sí misma, que está clamando por una perfección más alta e inagotable. No es que Dios emerja de ese incontenible deseo de bien de la creación entera, pero todo lo creado lleva a la fuente de toda bondad: Él es el «sumo bien, el único bien, todo el bien».
No se pretende dominar a Dios, sino dejarse poseer y amar por Él. No es aspiración al adueñamiento del bien, sino quietud activa sabiéndose querido por Dios. Es el bien celebrado en la creación entera. De ahí el Cántico de las criaturas como alabanza al bien y al Creador de todas ellas. Dios es el único bien. En todo puede encontrarse el reflejo de esa bondad única, infinita, que garantiza la unidad de lo diverso. Todo aspira a Dios y tiene ansias de Dios. Pero Él es anterior a cualquier deseo y aspiración. Si Dios es el sumo bien, es el amor. Solo por el camino de la caridad misericordiosa se puede llegar a Él. Olvidarse de uno mismo y meterse en la necesidad de los demás. Así es como se encuentra el verdadero sentido de la vida.
Gran reconocimiento se debe a Jesucristo, pues él ha sido quien, en el misterio de la encarnación, ha manifestado la bondadosa paternidad de Dios a todas las criaturas. En Cristo encontraba Francisco razón para todo aquello a lo que podía aspirar: las razones y explicación de la conducta y de los acontecimientos y la manera de seguir en todo momento la vocación a la que había sido llamado. Bastaba con abrir el evangelio, escuchar las palabras de Cristo y contemplar sus actitudes, para saber del camino que había que emprender. El seguimiento, la imitación, la identificación con Cristo es la verdadera y más fuerte denuncia a cuanto de mal, de injusticia, de olvido de Dios pudiera haber en el mundo. El amor a Cristo, y una vida identificada con el crucificado, ponían en evidencia lo equivocado del camino del egoísmo, de la soberbia, de la maldad, del pecado.
De la identificación con Cristo van a seguirse dos actitudes vitales y permanentes en la vida franciscana: la alabanza a Dios Padre y la ayuda a los hermanos, anunciándoles el Evangelio de Cristo y sirviéndoles en la caridad según el mandamiento nuevo del Señor. Cristo es el centro de la vida y de la misión de Francisco. Es el Maestro que garantiza la esperanza y la alegría. El que justifica y da sentido a la vida fraterna, el que hace del momento presente aval para el futuro.
No podía pensar en Cristo sin que las lágrimas de la gratitud se le salieran de los ojos. Ni escuchar las palabras del Señor sin que la conducta respondiera con fidelidad a lo que se había oído. Contemplar a Cristo es identificarse plenamente con él en sentimientos y conducta. La humanidad de Cristo, las «huellas de su paso por la tierra», se recogerán en la espiritualidad franciscana como un verdadero tesoro y la herencia más preciada. Cristo recibió la carne de nuestra humanidad. La pobreza de María hizo posible tan santa donación. Desde la encarnación a la ascensión a los cielos, la humanidad de Cristo es un pregón continuo de su divinidad, de la unión con Dios Padre, de la acción misteriosa y eficaz del Espíritu. Seguir a Cristo es meterse en el corazón mismo del insondable misterio trinitario.
A Dios hay que amarlo por Él mismo. Y bastante favor tiene ya el hombre en ello. En ese bien están más que colmadas todas las esperanzas. San Francisco confesaba que había recibido de Dios unos regalos inapreciables: la conversión a Dios, la pobreza, los hermanos, la alegría y la paz. La conversión equivale, en lenguaje franciscano, a «hacer penitencia». El tránsito del interés por uno mismo a buscar únicamente el rostro de Dios en todas las cosas. Es gracia grande que se había recibido. Los leprosos le daban asco, pero Francisco se acerca a ellos y les cura las heridas. Después, abraza a aquellos hombres enfermos. Hubiera sido bastante el servir y curar, pero lo que cubría la obligación del hombre no era suficiente para mostrar el amor de Dios que en Jesucristo ha hecho a todos los hombres hermanos. Además, en las heridas y desvalimiento del leproso quedaban bien claras las llagas de Cristo y la pobreza del Crucificado. Abrazar al leproso era sentir la dulzura del unirse íntimamente con Cristo en la cruz.
El papa Francisco habla frecuentemente de las llagas de Cristo abiertas en la carne de los más pobres e indigentes. «Misericordia» significa antes que nada curar las heridas. El Pobre de Asís, en la medida en que se ha acercado a su hermano, se ha encontrado con Cristo. Después de ese encuentro se realiza la misión de anunciar el Evangelio. Del egoísmo se ha pasado a una generosidad sin límites: todo será siempre para Dios y para servir a los hermanos. Una verdadera metánoia, que es conversión, penitencia, desprendimiento de todo para revestirse únicamente del amor de Cristo. No se trata de abandonarlo todo, sino de contentarnos con tenerlo todo en Cristo.
La pobreza era la condición fundamental y el deseo más anhelado: vivir la pobreza de nuestro Señor Jesucristo. Es autoexpropiación. Dios basta para llenar por completo el corazón del hombre. Desapropio radical y absoluto: bienes, deseos, ciencia, pensamiento, protección... Dejarlo todo y acogerse al todo y único bien, y vivir como hermano de cuanto pueda existir. Ser menor, el que nada cuenta, el que de todos necesita. Francisco es tan pobre que hasta la misma pobreza no es suya: es un regalo que Dios le había hecho. Silencio de todo para que en todo se oiga resonar la voz de Dios. Vacío infinito para llenarlo únicamente con el amor de Dios. Resurrección de todo a una vida nueva: la que se ha realizado en el Señor muerto y resucitado. La pobreza se vive en la humildad «hermana