Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Francisco de Asís - Carlos Amigo Vallejo страница 12

Francisco de Asís - Carlos Amigo Vallejo Bolsillo

Скачать книгу

los principios en los que se pueden fundar los criterios, las leyes y normas que regían el recto comportamiento del hombre.

      Si el relativismo es la anarquía del pensamiento, la unidad de Dios garantiza y recompone la relación entre el objeto y el conocimiento, entre la razón y la inteligencia, entre la fe y Dios. Lo relativo queda en su límite y proporción. La omnipotencia de Dios abre espacios inmensos donde encuentra su esencialidad cuanto ha sido creado, llamado a la existencia. Esa razón de omnipotencia no es una fuerza tiránica que anula cualquier acción libre de la persona, sino aval que proporciona seguridad al conocimiento, haciendo que el hombre se deje llevar de la mano de Dios hasta la verdad de la creación entera. La omnipotencia, no es limitación, sino apertura para ver, más allá de los parámetros de la experiencia sensible, las razones últimas de cuanto aparece ante el juicio razonador del hombre. En una perspectiva moral, el relativismo produce una esquizofrenia, en tal manera demoledora, que divide, separa, mete en alteridades llenas de ambigüedad, deja al hombre perplejo, indeciso, con voluntad cambiante, desprovista de criterios y elementos para ofrecer una opinión adecuada. La conducta está tan subjetivada como veleidosa y la permisividad se deja llevar de la sensibilidad y el gusto, desvistiendo al hombre de su propia y más valiosa personalidad. Vive sin criterios ni estabilidad de pensamiento y de conducta.

      El Dios omnipotente de Francisco de Asís no manda desde fuera. Está pronto para hacer oír su voz en lo más íntimo de cada uno. Es omnipotente por la fuerza de su amor a las criaturas, no por caprichoso deseo de poderío y jactancia. Amor omnipotente al que no hay posibilidad de ponerle límite alguno. Esta es la sabiduría de la omnipotencia, que libera de falsas apariencias y llama a la esencialidad. Si de Dios viene, no puede por menos que ser bueno y verdadero. La omnipotencia es como una luz que se enciende ante todas las oscuridades que se pueden presentar. Dios tiene el poder de la luz y su luz nos hace ver la Luz. Bondad que sobrepasa cuanto imaginarse pueda, que lo transciende todo. Dios supera lo insuperable. Él es la fuente y el final. Alfa y omega. Esta es la inmensidad de Dios, vivida por Francisco: «Tú me sondeas y me conoces, estás en todo lugar y tu saber me sobrepasa» (Sal 138).

      Más allá de todo y, al mismo tiempo, metido en la historia del hombre, para que se le pueda encontrar en todo lugar y tiempo. El pensamiento franciscano supera el relativismo con la experiencia de Dios, que no solo es contemplación del misterio, sino correspondencia leal y comprometida. San Francisco lo expresa de esta manera: «Danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 50-51). La identificación con el Altísimo es obra del Espíritu, que llena el corazón del mejor y más sincero deseo: seguir las huellas de Jesucristo. Lo relativo se supera en esa identificación perfecta con el Verbo.

      Dios es el Altísimo. No en un sentido espacial, de situación física. Dios es el altísimo bien. Amar es gozar en su amor. No hay lugar en el corazón del hermano que no sea para Dios. Este es el gran misterio que ha comprendido Francisco. Y «bienaventurado el siervo que guarda en su corazón los secretos del Señor» (Adm 28, 1-3). La presencia intemporal y omnipresente de Dios garantiza el que se pueda orar siempre, en cualquier forma, con silencio y quietud o saltando por los caminos; en la solemnidad de la liturgia o imitando el cantar de los pajarillos, estar y callar, sentir, llorar...

      El relativismo arrasa, con la guadaña del escepticismo, cualquier brote de verdad y roba el alma a las cosas. Deja sin vida, sin posibilidades de crecimiento y de alcanzar unos horizontes grandes. El Dios misericordioso que trae consigo todos los bienes, ahora y en el futuro, por eso es el que merece toda alabanza. Él es quien pone en el hombre poder y fortaleza. Si el relativismo destruye la posibilidad del encuentro con la verdad, la misericordia es el amor de Dios metido en las realidades de este mundo. Y no solo suple, sino que colma todas las aspiraciones de unidad entre lo conocido y lo amado. La misericordia une y ata los lazos más firmes del conocimiento del hombre y del encuentro de la inteligencia con todo lo creado, pues le pone «alma» al conocer, para que no quede en una simple idea. «El corazón tiene sus razones», diríamos con el pensamiento pascaliano. Y poner «corazón» es oficio de la misericordia.

       Sumo y todo bien

      Como perfección y supremo bienestar. Así entiende Francisco el bien. Cúmulo y expresión de todos los atributos de Dios. El bien es la esencia de Dios. ¡Tú eres el bien! La integridad completa. ¡Tú eres todo bien! Lo más grande, querido y ambicionado. ¡Tú eres el sumo bien! La bondad en su perfección y exclusividad. ¡Tú eres el solo bueno! Estas palabras «todo bien, sumo bien, total bien», manifiestan no solo una entusiasmada proclamación de alabanza a Dios, sino de entrega incondicional y gozosa. Contra el relativismo, la aceptación de Dios como bien perfecto, bondad absoluta, misericordia sin limitaciones, conocimiento de la verdad, que es sabiduría y amor. El digno de toda alabanza: «Bendigamos al Señor Dios vivo y verdadero: tributémosle siempre alabanza, gloria, honor, bendición y todos los bienes» (Ofp 1, 1). Estas palabras son una maravillosa síntesis de la vida franciscana. Todo lo creado se recoge en un cántico entusiasmado de alabanza y bendiciones a Dios, al que todo se ofrece, del que todo se espera.

      Francisco cree en Dios y vive en Dios. No son dos formas de acercamiento a lo divino. Ni una tautología que repite el mismo concepto en palabras distintas. Creer en Dios y vivir en Dios es la unidad de la fe, del concepto y la praxis, de la mente y de la vida, de la razón y del sentimiento. La esencia de la fe se hace comportamiento y la existencia, inmanente en lo concreto, denota y vislumbra la presencia del Absoluto. El conocimiento de Dios se hace vida y, su amor, historia de salvación. Lo llena todo, pero Él está más allá de la misma creación. El mal no tiene sentido, el bien sí. No hace falta verlo. La bondad de Dios es suficiente garantía para la aceptación. Los interrogantes, hechos queja, pueden aparecer de continuo: ¿Por qué siendo Dios providente tenemos que soportar un mundo tan absurdo? ¿Para qué pedir, si Dios conoce la necesidad de cada uno? La tentación del abandonismo está siempre latente, porque un esquema muy rígido de causa efecto, de luz y tinieblas, de bien y de mal, lleva a la duda, incluso a negar verbalmente la existencia de Dios. Un Señor Dios que no cuida de mí, no puede existir. En este razonamiento falta un inciso: no cuida de mí como yo quiero que se ocupe de mí. No se resigna a que Dios sea distinto y único.

      El hombre tiene ansia de Dios, pero no ha optado incondicionalmente por Él. Quiere un dios fácil que le evada de la coherencia de la fe. Se endosa a Dios la propia responsabilidad. En el fondo no se confía en Él, porque se duda de la asistencia al hombre. No hay entrega, sino espera del beneficio. La virtud y la oración se ofrecen a Dios como recomendación o como premio. Cesa la obligación de ser fiel cuando el asunto en cuestión ha llegado a un desenlace. Si salió bien, se cumple la promesa en el plazo convenido. Cuando la respuesta fue negativa, las actitudes de petición y alabanza se truecan en agresividad o evasión.

      El Dios de Francisco es el que aparece en la Exposición del Padrenuestro. Lleno de amor, el de la «anchura de los beneficios y la largura de las promesas»:

      Oh santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro. Que estás en el cielo: en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien. Santificado sea tu nombre: clarificada sea en nosotros tu noticia, para que conozcamos cuál es la anchura de tus beneficios, la largura de tus promesas, la sublimidad de la majestad y la profundidad de los juicios. Venga a nosotros tu Reino: para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu Reino, donde la visión de ti es manifiesta, la dilección de ti perfecta, la compañía de ti bienaventurada, la fruición de ti sempiterna (ExpPN 1-4).

      No es el Dios legislador que establece unas normas estrictas de conducta que han de ser

Скачать книгу