Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo
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Si Francisco besó al leproso, también el leproso besó a Francisco. Más recibió el bienaventurado Poverello con la pobreza del necesitado, que el leproso con el beso del penitente de Asís. Si partes tu pan con el hambriento, vistes al desnudo... Entonces brillará su luz, y se dejará ver pronto la salvación (Is 58,1ss). Lo que era amargo, se transforma en dulzura. Porque Dios se había manifestado. Porque había llegado a Francisco el que es el todo y único bien. Aunque en el ánimo de Francisco no faltarían, en estos comienzos de su vida penitente, la turbación y el miedo. Olivier Messiaen, en la ópera San Francisco de Asís, hace recodar, con resonancias bíblicas, un diálogo entre fray León y san Francisco: «Tengo miedo en el camino, cuando las ventanas crecen más grandes y más oscuras, y cuando las hojas de la euphorbia no se vuelven rojas. Tengo miedo en el camino, cuando, pronta a morir, la flor de la gardenia no perfuma más. Contempla el invisible, el invisible es visto...» (Acto I).
Riesgo, y muy grande, es el de una conversión sincera, pues aparece la tensión entre el miedo al compromiso y la urgente y generosa respuesta a la llamada. Situación que, unas veces se rompe con la huida a la comodidad de la contemplación por la contemplación, la presencia por la presencia, cuando duele la agresividad y el peso del trabajo de cada día para construir el reino de Dios. En otras ocasiones, el recurso a la actividad desenfrenada en trabajos que a nadie benefician, en misiones que ninguno ha encomendado, en proyectos de autoengaño complaciente cuando la conciencia no aguanta la interpelación de la palabra de Dios hacia una entrega más justa y menos caprichosa. Ante la magnitud del compromiso surge la tentación del descorazonamiento. Si el problema es complejo, la pereza aconseja no complicarse en él. Si es lejano, el egoísmo arguye que no te corresponde. Unos piden milagros, otros sabiduría y, en lugar de predicar el escándalo de la cruz, se administra la pacotilla de falsas seguridades.
Una fidelidad generosa y constante a Dios pasa necesariamente por unas mediaciones intermedias. Ser fiel a Dios en una reconciliación plena. Aceptar y vivir en comunión con la humanidad entera, con la Iglesia que envía, con el Evangelio como buena nueva para todos, con la celebración sacramental, con el ministerio recibido, con el servicio de corresponsabilidad... La respuesta ante la conversión no puede ser otra que la fidelidad. Ser fiel a la Iglesia que lo envía y a la comunidad que lo recibe. Es obvio que este ser fiel proviene, en un principio, de la llamada de Dios, del servicio al Evangelio, de la fe y el compromiso bautismal de realizar en su propia vida el misterio pascual. Una fidelidad transparente como respuesta de entrega mantenida y constante a la propia vocación, a la urgencia de anunciar y construir el reino de Dios. Como dijo el papa Francisco en la primera homilía a los cardenales: «Caminar sin detenerse, pero siempre alumbrados por la luz del Señor. Edificar sobre la piedra firme y viva que es el mismo Cristo. Y confesar, que es tanto como ser testigo fiel y creíble» (14 de marzo de 2013).
Después del exilio, la situación del pueblo era precaria y dolorosa. Llega el profeta, ungido del Señor, para dar la buena noticia a los que sufren, consolar, ayudar, servir, alegrar, predicar el anuncio de un tiempo nuevo en Dios (Is 61,1ss). Este es el cometido, la misión del enviado: anunciar el Evangelio de Dios; comunicar a los hombres la salvación en Cristo; llenar todas las manos de justicia y de misericordia. Pero solamente hay un modo de comunicar el Evangelio y de entusiasmar a los hombres con el mensaje: que el evangelizador viva el gozo de sentirse lleno de Jesucristo. No hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de llevar al otro la propia experiencia de la fe10.
Comenzar siempre, perseverar, vivir constantemente, «en penitencia». El Señor le había llevado a la casa de los leprosos para que con ellos tuviera misericordia y, lo que hasta entonces era de gran repugnancia, se convirtió en dulzuras. Era el Espíritu del Señor quien iba guiando a Francisco y transformando, antes en el interior que en el comportamiento externo, a una identificación con el mismo Jesucristo. La lepra era el pecado, aceptar la misericordia, el comienzo y camino para la conversión. Los excluidos de la sociedad se habían metido en el amor de Francisco. El encuentro con los leprosos será la escuela en la que todos los días aprendería a reconocer el don de la piedad con los necesitados.
Esta era la verdadera conversión: Francisco había nacido de nuevo. No se trataba de pasar de una situación a otra distinta, sino de comenzar una vida de penitencia, desnudo de todas las cosas humanas y revestido del amor de Cristo. No abandonaría a las gentes necesitadas. Saldría a todos los caminos para anunciar el Evangelio con sencillez y humildad. Como el mismo Francisco recuerda, le resultaba amargo ver a los leprosos. El pecado le impedía vencer la repugnancia física para reconocer en ellos a unos hermanos a los que era preciso amar. Si la gracia de la conversión le llevó a practicar la misericordia, Francisco alcanzó misericordia. Servir a los leprosos, llegando incluso a besarlos, no solo fue un gesto de filantropía, una conversión –por decirlo así– «social», sino una auténtica experiencia religiosa, nacida de la iniciativa de la gracia y del amor de Dios: «El Señor –dice– me llevó hasta ellos» (Test 2). Fue entonces cuando la amargura se transformó en «dulzura de alma y de cuerpo»11.
El altísimo Señor Dios
Constante aspiración del hombre piadoso es la de poder ver el rostro de Dios, porque esa contemplación del Altísimo conduce al verdadero conocimiento de uno mismo y allí, en la intimidad, hallar el sentido de todas las cosas. Hay que llegar a Dios a través de un camino en el que la percepción libre de la verdad vaya gustando, en cada momento, la presencia del ser al que se busca porque se le ama.
Francisco, ¿cómo es Dios? Y, más que una definición, el hermano de Asís enseña un camino: Dios es con quien hablo y el que me comprende; la única riqueza de mi pobreza; la sencillez y la paz; quien me llevó a hacer penitencia; es alegría; es el Hermano que me dio hermanos; el Señor a quien contemplo y sirvo en la Iglesia; es el Padre de mi Señor Jesucristo: «En san Francisco todo parte de Dios y vuelve a Dios. Sus alabanzas al Dios altísimo manifiestan un alma en diálogo constante con la Trinidad. Su relación con Cristo encuentra en la Eucaristía su lugar más significativo. Incluso el amor al prójimo se desarrolla a partir de la experiencia y del amor a Dios. Cuando, en el Testamento, recuerda cómo su acercamiento a los leprosos fue el inicio de su conversión, subraya que a ese abrazo de misericordia fue llevado por Dios mismo (cf Test 2)»12.
No había sido nada fácil el discernimiento acerca de la forma de vida que Dios quería para él y para los hermanos penitentes. Muchas eran las noches en vigilia en las que el bienaventurado Francisco preguntaba al Señor acerca de lo que debía seguir y hacer, consciente de los riesgos que llevaba consigo esta aventura del Espíritu, pero siempre y poniéndose continuamente en las manos de aquel que le llamaba a ser pobre entre los pobres.
«Los pensamientos de Dios no son los pensamientos de los hombres», había leído Francisco. Así que solamente había un camino: escuchar al altísimo Señor. No se trataba de razonar y ver ventajas y riesgos de los pasos que se iban a dar, sino de actuar en coherencia con la fe que se le había dado. Era el buen Dios el que le llamaba para que siguiera las huellas que el Señor Jesucristo había dejado a su paso por la tierra. Así le quería el Padre: como a su hijo Jesucristo. Y de este modo lo expresaba en pocas y sencillas palabras, como escribe en la Regla. Para realizar con sinceridad esta búsqueda y discernimiento, Francisco había comprendido que solamente podía llegar hasta Dios si Dios le llevaba de la mano, pero teniendo en cuenta que ello era para servir a todos los hombres, que eran objeto del amor redentor de Jesucristo.
Y hablar continuamente con Dios, porque solamente en Él, que es la fuente de la luz, se podía encontrar aquella lámpara que guiara en el camino a los nuevos hermanos. Se consultaría también a personas de buen espíritu, como la virgen Clara, que vivía en contemplación permanente del misterio de Dios. Ver y sopesar los acontecimientos, las circunstancias históricas