Periquismo. Marcos Pereda
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Pero siempre llegan.
Fue un Tour extraño, marcado por la ausencia del gran dominador de la época, Bernard Hinault. El bretón se había destrozado por completo la rodilla en la Vuelta a España unos meses antes, y su no comparecencia abría un enorme abanico de favoritos entre veteranos como Van Impe o Zoetemelk y jóvenes promesas aún sin madurar como Simon o Fignon. Todo ello depara una carrera rota, absolutamente loca, sin patrón definido, que llega a su primera etapa de montaña con las relaciones de fuerzas por definir.
Y, allí, el milagro. La imagen. Esa foto fija que comentamos.
Hablamos de la etapa clásica de los Pirineos, la de los cuatro grandes cols, la que une Pau y Bagnères-de-Luchon por Aubisque, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. La misma que, en sentido contrario y con algunos kilómetros adicionales, hizo Octave Lapize en un lejano 1910. Aquel día, quien acabará cayendo en combate durante la Primera Guerra Mundial llamó asesinos a los organizadores. En 1983, muchos se acordarían de esas palabras.
Porque los Pirineos se transforman en un horno, y todo el ciclismo mundial salta por los aires. Los viejos campeones se quedan en sólo «viejos» y la nueva generación no quiere esperar más. Se produce un golpe de Estado. Los colombianos asombran por su facilidad en la escalada y sus problemas descendiendo. Y dos jovencitos que debutan en el Tour ponen patas arriba la carrera.
El Tourmalet es venerable. Una catedral al aire libre que ha visto pasar generaciones de ciclistas, que ha enterrado los sueños de tantos. Uno de esos sitios especiales, un monumento telúrico en mitad de la montaña que deviene, cada verano, en caldera de sentimientos. Si hablamos de concentración pura de emociones el Tourmalet es, en julio, en el Tour, un espacio mágico.
A veces, surgen espejismos. Como el que lo habita en 1983. Porque de espejismo debe tratarse el ver a un español poniendo de frente la Grande Boucle. Uno con el que nadie contaba, además. Maillot azul de Reynolds, mirada fija en el asfalto, boca siempre un poco abierta. El pelo espeso y rizado, los brazos negros que relucen por el sudor. El cielo es inmenso, índigo, y las ruedas parecen detenerse cuando pasan por un espacio de brea derretida. Pero no le importa. Sólo fija su mirar en la cima, cada vez más cercana. Es Pedro Delgado, y tras conocer la carrera en aquella dantesca primera etapa se ha empeñado en que la carrera lo conozca a él.
A su lado marcha otro atleta de su misma edad. Apenas adolescentes, muchachos en un pelotón de hombres. El otro es rubito, con gafas, cierto aire insolente de intelectual parisino. Le conoce de la Vuelta a España, donde fue pieza importante para Hinault. Se llama Laurent Fignon y será uno de sus mayores rivales durante casi una década. Pero ahora ambos son dos puñados de ilusiones persiguiendo el sueño de los niños. No vencer en el Tour, no. Ni siquiera coronar el Tourmalet en cabeza. Tampoco. Es, solamente, poder pedalear más fuerte, más que nadie. Volar.
La historia tiene final extraño. Mítico pero agridulce. Escalan, rondando las posiciones delanteras, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. Pero por delante, en este último puerto, va otro ciclista. Otro joven, un Robert Millar que aparecerá varias veces más en este relato. Lleva ventaja suficiente como para pensar que su victoria parcial está asegurada. Pero Delgado no lo piensa así. Se lanza a un descenso vertiginoso, suicida, en uno de los puertos donde más velocidad se puede alcanzar dentro del ciclismo. Hay ejemplos de sobra, el último en el Tour 2016. Pero en aquel entonces todo es diferente, y la carretera está en peores condiciones, y Delgado ha olido la sangre. Como sus piernas no dan más de sí, como no pueden girar más rápido las bielas de su bici, Delgado innova. Recuerda lo que ha visto hacer a alguien en alguna otra carrera. Y se planta, en esa misma posición. La de la fotografía. Al borde del abismo, a un bache de la tragedia. La prensa al día siguiente lo llamara «le Fou des Pyréneés», el loco de los Pirineos. La imagen en la retina de todos. La mejor carta de presentación.
No pudo ganar la etapa. Millar alcanza la meta con un puñado de segundos de ventaja, sintiendo en la nuca el aliento de aquel segoviano que a partir de entonces iba a ser su peor pesadilla. Tampoco sería suyo ese Tour. Llega a ponerse segundo, pero una enorme pájara en los Alpes lo arroja al fondo de la clasificación. Al final será 15.º, magnífico puesto para un debutante. Otro, el parisino de las gafitas, ha vencido en su primera Grande Boucle. Laurent Fignon es, ahora, el gran patrón del ciclismo.
Segunda imagen. Sangre en piedra
Éxito y fracaso. Placer y dolor. Eso será, siempre, la carrera de Pedro Delgado. Eso será, para él, su relación con el Tour de Francia, la prueba que amó, en la que se dio a conocer, la que se mostrará esquiva como un verso insinuante.
En 1984, el estatus de Pedro Delgado en el pelotón ha cambiado. Ya no es aquel chaval de rostro aniñado y mirada inteligente que sólo tenía que aprender, fijarse en los campeones, ir dando pequeños pasos hasta convertirse en ciclista de verdad. No, después de lo de julio de 1983, después del Tourmalet, y del descenso suicida del Peyresourde, después de la cronoescalada al Puy de Dôme donde fue segundo tras Arroy… después, claro, de la decepción que supuso su enorme pájara…, ahora todos los ojos se posan en él. De joven a promesa, de anónimo a esperanza.
Al fondo siempre, siempre, su destino en blancos y negros. Jamás conoció Perico, ni siquiera en sus primeros días, los grises.
Lo verá primero en la Vuelta, la carrera de casa, donde firma una actuación ilusionante pero irregular. Llegará a ir líder, perderá su puesto privilegiado en los Lagos de Covadonga, una subida que empieza a convertirse en mímesis del propio Delgado, genial e impredecible, relación larga entre ellos dos, con momentos buenos y malos, con tardes de gloria y pájaras incomprensibles. Termina la prueba en cuarta posición, bien clasificado para un chico que apenas acaba de cumplir los veinticuatro años, pero que sabe a poco después de haber visto su desempeño en ciertas jornadas. Da la sensación de que tenía más dentro, de que hubiera podido, al menos, asaltar aquel pódium que se le quedó a apenas diez segundos.
Pero su corazón está en Francia, y su competición será siempre el Tour. Por el calor, el ambiente, el sol del julio galo. Por ser la más grande, la que dibuja mitos, la que cincela campeones de verdad. Por haber sido aquella, claro, en la que se dio a conocer, en la que junto a Ángel Arroyo sacó al ciclismo español de su letargo. Por historia, tragedia y leyenda. Por sentimientos, sensaciones. Su carrera. Y en 1984 va a volver allí, como cada verano hasta 1993, un año antes de retirarse.
En 1984, Laurent Fignon, el rubito parisino que había vencido doce meses antes, se disfrazó de divinidad en el Tour de Francia y empezó a hacer cosas que estaban fuera del alcance de los demás. Igual que más tarde Michael Jordan contra los Celtics, Fignon no era, sencillamente, de este mundo. Dominó en todos los terrenos, de manera titánica, apoyado por un equipo agresivo y en forma estratosférica, y bajo la dirección del gran Cyrille Guimard, lo que en aquellos años era garantía de éxito. Y, además, tuvo enfrente a Hinault.
Bernard Hinault no era el mismo. Después de machacarse la rodilla en la Vuelta y tener que recomponerla, cachito a cachito, en un quirófano, las fuerzas del bretón están maltrechas. No así su fiereza, claro. Y es que Hinault era de esos que devuelven los golpes, de los que pueden parecer muy sosegados cuando están tranquilos, pero se revuelven violentamente cuando se los molesta. En otras palabras, Hinault es siempre más agresivo cuando marcha mal, porque busca castigar a aquellos que antes lo han castigado a él. Hacerles sufrir como él lo hizo. Y en aquel Tour lo iba a probar más que nunca. Superado por Fignon en todos los terrenos, perdiendo un goteo incansable de segundos y minutos en cada etapa importante (prólogo aparte), sólo el orgullo seguía sirviendo de acicate al viejo campeón. Orgullo con sabor a sal, a Atlántico furioso, a palabras masculladas en Ar Brezhoneg saltarín y anguloso. Porque para Hinault el dolor no era lo peor,