Periquismo. Marcos Pereda

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Periquismo - Marcos Pereda

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oscuros.

      Con todo, en 1985 aún todos éramos inocentes, los noventa quedaban muy lejos y el mundo era mejor. Al menos, con preocupaciones menores. La única pena era que aquel grandullón había dejado sin maillot amarillo a un navarro, uno también enorme y que parecía pasado de peso, que fue segundo en su debut en la ronda. En la tercera etapa, ese chico encontraría su recompensa, con Oosterbosch quedado en terreno rompepiernas antes de Orense y el amarillo descansando sobre sus espaldas. El mozo en cuestión, que corría para el Reynolds huérfano de Delgado, se apellidaba Indurain. El nombre aparecía en muchos sitios como Mikel.

      La relación de Indurain con la Vuelta a España siempre fue tortuosa. Porque comenzó bien, con ese hito que le transformó en el líder más joven de toda la historia de la ronda. Un puesto en la general que mantuvo cuatro jornadas, y que sería, a la postre, su mejor recuerdo de esta carrera. No había cumplido los veintiún años y era una promesa que nadie veía, eso no, como futuro vencedor de grandes rondas. Quizá sí clasicómano, buen corredor, puede que campeón. Pero el Tour… no, aquello era para otros. No había cumplido veintiún años y jamás volvería a ser primero en la Vuelta a España, y nunca ganaría una etapa, y no estaría en disposición de vencer en la ronda, y allí se caería en 1989, y decepcionaría en el 90, y se retiraría del ciclismo en el 96, camino de los Lagos. Amor juvenil, y odio para siempre. Eso fue la Vuelta para Indurain.

      Y de entre todos los lugares malditos que tuvo para él la geografía española, el peor fue Covadonga. Los Lagos. Allí perdería siempre sus opciones, allí, sin llegar siquiera a la primera rampa, se bajó de la bici en un triste septiembre de once años después. Y allí, de forma totalmente predecible, abandonó su puesto en la general en 1985, dejando el maillot amarillo a…

      ¿Querían simbolismo?

      Sí, Pedro Delgado.

      Porque si lo de Indurain con Covadonga es un amor no correspondido, lo de Delgado tiene más de vodevil de provincias, con episodios épicos y otros cómicos, con momentos de bochorno y sufrimientos que surgen cuando uno menos se lo espera. «Jamás supe qué me iban a deparar los Lagos hasta haber empezado la ascensión», dijo un día Pedro. Pues bien, en 1985 tocó gloria.

      Junto al lago de la Ercina, Indurain pierde una minutada, Delgado se impone, accede al liderato y además tiene a su compañero Cabestany como segundo en la general. Jornada ideal para su equipo, que funciona a la perfección. Los dos jóvenes se abrazan en meta, dan entrevistas juntos, todo son sonrisas, buenas palabras. Pese a ello, la Vuelta está lejos de quedar sentenciada, porque los Lagos han sido menos decisivos que nunca hasta entonces y siete ciclistas entraron en menos de medio minuto. Las espadas quedan en alto, pero Delgado, el ciclista que copa portadas en los periódicos, está mejor situado que ningún otro.

      Y, al día siguiente, su némesis. El momento fatídico. El final inesperado.

      Una etapa durísima, con recorrido quebrado y engañoso por Cantabria. En mitad de la trilogía que componen las llamadas tres colladas (La Hoz, Ozalba y Carmona), a Perico se le cruza un cable y salta tras una escapada intrascendente protagonizada por el francés Simon. Nadie entiende el movimiento del líder, que se muestra más nervioso que nunca. Y la tragedia llega subiendo el interminable puerto de Palombera, una preciosa carretera que serpentea juguetona por las fuentes del Saja en mitad de un bosque de robles y hayas, hasta desembocar en brañas peladas de nieblas eternas. Allí, donde Ocaña regaló su última gran actuación en la Vuelta con un ataque de rabia y dolor en 1976, Pedro Delgado entrega todas sus opciones de victoria. Empieza a ir cada vez más y más despacio, pierde de vista al pelotón de los buenos, consigue rehacerse en la parte alta, donde las nubes son algodones acariciando el rostro de los ciclistas. Pero en el descenso hasta la base de Alto Campoo, última subida del día, el segoviano empieza a vomitar. Algo le ha sentado mal. Los nervios, los esfuerzos, la responsabilidad, quizá. Su estómago se vacía, igual que sus piernas, y pronto pierde comba en las sostenidas rampas que llevan hasta la estación de esquí de Brañavieja. En meta se deja casi cuatro minutos con los primeros. Quien el día anterior triunfó en Covadonga entra hoy, en Alto Campoo, en 34.ª posición de la etapa.

      El hundimiento. Pero no la debacle, porque su compañero Peio Ruiz Cabestany aguanta las acometidas de los colombianos, del peleón Millar, y logra heredar la prenda que deja el segoviano. A partir de ahora el puesto de Perico será, deberá ser, el de gregario de lujo. La sonrisa es, en ese momento, de Peio, que atiende a los medios exultante. La nueva esperanza, tan simpático, tan ingenioso. Perico, en silencio, rumia su debilidad. Y avisa. «Si tengo que ayudar a Peio lo haré, pero yo todavía aspiro a ganar la Vuelta.» Días de vino y rosas en el Orbea, mientras se va fraguando, poco a poco, el descontrol.

      Porque Delgado no está dispuesto a trabajar, o, al menos, no a cualquier precio, no si eso supone eliminar sus (pocas) opciones de victoria. Y lo demuestra en la primera ocasión que tiene, en el ascenso a Panticosa, allí donde Hinault sufría como un perro un par de años antes. En esa subida, sólo dos días después de su hundimiento de Alto Campoo, Delgado ataca. Un latigazo fuerte, seco, que le sirve para dejar atrás al grupo de favoritos. El problema es que ese movimiento aísla a su compañero Cabestany, el maillot amarillo, que se siente traicionado. En meta, apenas segundos de ventaja para Pedro, cruce de declaraciones ante los periodistas y la sensación de que aún queda mucha Vuelta… dentro y fuera de la carretera.

      Las etapas se suceden, con cambio de líder incluido, ya que el escocés Robert Millar se hace con el maillot amarillo en Tremp, después de un golpe de mano auspiciado por varios equipos que coge por sorpresa, y en un mal momento, a los ciclistas del Orbea.

      Millar es un ciclista sólido, el mismo que venció en Luchon aquel día en que a Pedro se le ocurrió ser un loco por los Pirineos. Un tipo introvertido, tan extremadamente educado como deliciosamente distante. Pero, digámoslo ya, una rara avis en aquella España de 1985 que todavía no había entrado en Europa y veía la modernidad como algo ajeno, lejano y, sí, antinatural.

      Millar era pequeñito, vestía a la última moda, tenía rasgos afilados, mirada inteligente y llevaba siempre perfecta su melena, a veces lisa y a veces rizada. Con ese toque de aparente abandono que en realidad esconde una absoluta coquetería. Muy brit, claro. Además, se había hecho vegetariano, dicen que leía en las carreras (un ciclista leyendo…) y, suprema ignominia, llevaba pendiente. Hoy, cuando los deportistas esconden las orejas con aros de todos los colores y se pintan el cuerpo con cientos de tatuajes que no dudan en exhibir cuando tienen la más mínima ocasión (o sin tenerla), nos puede parecer normal, pero en aquel tiempo era toda una revolución. Que no fue, claro, bien vista por el resto de compañeros, y mucho menos por la afición de la Vuelta. «Españoles, valientes, que no gane el del pendiente.» Si a eso sumamos que Millar era el extranjero que se oponía a la tan ansiada victoria «de los nuestros»… el caldo de cultivo para una etapa llena de conspiranoia estaba dispuesto…

      Y llegaría.

      Años después, Robert Millar se convirtió en una leyenda. Desaparecido para casi todos, colaboraba regularmente con diversas publicaciones de ciclismo, pero nadie parecía saber dónde vivía. Esquivaba a los reporteros y mantenía una vida que podríamos llamar de perfil bajo. Hasta que un investigador menos educado que los demás, llamado Charles Lavery, lanzó el rumor de que se había cambiado de sexo, se hacía llamar Philippa York y vivía con su novia totalmente aislado del resto del mundo. Acompañaba esta información, que apareció en el diario británico Daily Mail, con unas fotografías donde Millar se mostraba con un aspecto femenino. Nadie confirmó los datos, y el mismo Millar se volvió todavía más esquivo. En su magnífica biografía sobre el personaje, Richard Moore cuenta las dificultades que tuvo para contactar con el escocés, y cómo este último episodio seguramente no ayudó a que su carácter retraído mejorase. Lo cierto es que Millar sí que hizo algunas apariciones, desmintiendo, al parecer, la información de Lavery. Lo mismo daba, hombre o mujer (qué importa), la intromisión en su vida

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