Periquismo. Marcos Pereda

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Periquismo - Marcos Pereda

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se escapa subiendo el Tourmalet, leyenda añeja bajo la niebla en aquella tarde de julio. Será Peio quien corone en cabeza el coloso, quien espere a Pedro en la bajada, quien tire de él con todas sus fuerzas hasta quedar derrengado al poco de iniciar la definitiva ascensión a Luz-Ardiden. Al menos eso dice la historia oficial.

      La otra la cuenta el propio Ruiz Cabestany años después. Que él no saltó como parte de un plan preconcebido para que el segoviano triunfara en la etapa, sino buscando su propia gesta. Que el equipo lo mandó parar en la cima del Tourmalet para esperar a su compañero. Que hizo las primeras curvas de esa bajada, en mitad del silencio espeso que sólo la niebla puede regalar, llorando a moco tendido. Sabiendo que perdía una oportunidad de oro, una que a un ciclista como él no se le presenta todos los días. Pero obedeció, cuenta, y tiró de Delgado como si le fuera la vida en ello. Y cuando no pudo seguir la rueda de Pedro volvió a llorar, desconsolado. Eso cuenta Peio, esa es la otra historia de la etapa.

      Delgado avanza inconmensurable, ajeno a lo que por detrás está pasando. LeMond ha traicionado a Hinault, que queda derrengado en la carretera. Lucho Herrera, por su parte, ha partido en pos de Perico, quien lleva tras de sí nada menos que al mejor escalador del mundo. Uno que ha olido, además, sangre.

      La subida es surrealista. Gris. La niebla ha caído sobre los Pirineos de tal forma que la carrera deviene en una enorme nube de la que, a veces, salen algunas luces brillantes. Coches y motos. Y entre medias ciclistas agachados, encogidos sobre su manillar, avanzando a poca velocidad. Apenas hay sonidos, murmullos todo lo más. Las bocinas que habitualmente preceden a una llegada del Tour se las está tragando el vacío. La sensación es extraña, como si el mundo hubiera dejado de girar. Y allí, al fondo, Pedro Delgado devora metros, mirando atrás, buscando a un Herrera que se esconde por entre la bruma y al que es imposible adivinar. Pero está, cada vez más cerca. Por delante, la angustia.

      Al final, Pedro Delgado se impone en Luz-Ardiden, con casi medio minuto sobre Herrera. Es su primera victoria en el Tour. La fotografía resulta gris, algodonosa. Como un cachito de sueño que hubiera sido captado en una instantánea.

      Quinta imagen. Lágrimas

      La estampa vuelve a mutar. El maillot es otro, ahora blanco y negro, con toques de color verde y rojo. En el pecho y los costados, tres letras, un anagrama: P-D-M. Y el esbozo icónico, una vez más, de la desgracia. Lágrimas. Tragedia.

      Pedro Delgado cambiaba por segunda vez de equipo desde su paso a profesionales. El año en la estructura de Orbea había sido fructífero, con grandes victorias como la Vuelta de 1985, pero al final el ambiente se fue enrareciendo por los diversos episodios que ocurrieron tanto en la carrera española como en el Tour de Francia. Y, además, en el ánimo de Delgado pesaban otros dos factores.

      El primero era netamente económico. PDM constituía una potentísima empresa holandesa (tenía detrás nada menos que a la Phillips, una de las corporaciones señeras en los Países Bajos, con implicaciones que iban en muchos casos más allá de la propia cultura económica y entroncaban con lo social), que había visto en el ciclismo una inmejorable forma de encauzar su publicidad. Así, de cara a esa temporada 1986 se producía un desembarco en el pelotón profesional que iba a ser a lo grande, fichando a muchos buenos ciclistas a golpe de talonario y llevándose en la figura de Delgado, además, a uno de los grandes corredores de la época. Jan Gisbers, el director, tenía plena confianza en Perico (al menos sobre el papel, como veremos cuando hablemos del controvertido Tour de 1987) y no dudó en hacer al segoviano una oferta irrechazable en lo económico. En los círculos ciclistas pronto surge el chascarrillo… PDM es el acrónimo de «Pedro Delgado Millonario»…

      Pero, aunque el trato era imposible de recusar en lo monetario, otra faceta pesó también en la decisión de Perico de hacer las maletas. Una que tiene que ver con el potencial deportivo que todos le adivinaban y que todavía no había podido desarrollar del todo.

      Durante sus primeros años como profesional, Delgado alternaba resultados regulares en contrarreloj con otros realmente catastróficos. La conclusión era que llegaba a la montaña, su medio natural, con una pérdida de tiempo tal que resultaba imposible de recuperar. Podía ser animador, podía aspirar a victorias parciales o a un puesto en el pódium, pero la gloria… esa estaba vetada por sus deficiencias en las pruebas individuales. A esto sumaba la sempiterna incapacidad de los españoles para situarse bien en el pelotón, para rodar en los abanicos, para hacer frente a esfuerzos intensos en el pavés. Todo eso, pensaba Pedro, lo lastraba en demasía cuando se trataba de disputar las mejores carreras del calendario. Y él era ambicioso, se había encaprichado de la más grande. Quería ganar el Tour. Así que, dispuesto a salvar esas carencias, aceptó la oferta de los holandeses y se enroló en su conjunto.

      Lo cierto es que, en ese sentido, la jugada salió bien a Delgado. Mejoró en las cronos (aunque sus prestaciones más solventes habría de alcanzarlas, paradójicamente, en el equipo donde debutó como profesional) y aprendió a moverse de forma más eficaz dentro del grupo. Pero, sobre todo, se quitó complejos. Se dio cuenta de que, cuando se formaba un abanico, los holandeses (y los belgas y los franceses) sufrían tanto como los demás, y de que si aguantaban mejor el tirón era solamente por mentalidad y práctica. Es decir, que nadie nacía sabiendo y que ninguno era invencible en ningún terreno. Librarse de esa losa mental ayudó a dibujar aquello en lo que Pedro se acabaría convirtiendo: una poderosa máquina en las grandes vueltas.

      En lo deportivo, nuevamente, nubes y claros. La Vuelta a España, de la que era vigente ganador, es un fracaso absoluto, con un Delgado desdibujado durante toda la carrera que se ve desarbolado de forma definitiva en el mítico ascenso a Sierra Nevada. Ese en el que, de forma milagrosa y tras sobreponerse a un ataque inicial, Álvaro Pino alcanza y supera a su rival, el escocés Millar. A estas alturas, el chico del pendiente debía de estar un poco mosqueado con esas cosas tan extrañas que le pasaban siempre en España, y que le impedían coronarse como vencedor de la carrera.

      Delgado acaba aquella ronda en décima posición, muy lejos de la victoria y sin opción alguna de demostrar si había dado un salto adelante en sus prestaciones atléticas o no…

      Eso lo dejaba para el Tour de Francia, «su» prueba desde siempre, aquella con la que estaba obsesionado. La que anhelaba ganar costase lo que costase.

      Es el de 1986 un Tour especial. La primera vez que vencía en la prueba un corredor no europeo. El último Tour de Hinault. Y una competición con un desarrollo fascinante, frenético dentro y, muy especialmente, fuera de la carretera, con puñaladas, traiciones, teatro y lealtades mal entendidas por doquier. De ese Tour se han escrito libros, se han hecho documentales. Unos y otros dan su opinión. Hay quienes dicen que el comportamiento de Hinault fue poco noble, que llegó demasiado lejos en su hostigamiento a LeMond, que jamás debió romper su promesa de ayudar al rubio a ganar su primera Grande Boucle. Otros lo consideran, simplemente, el canto del cisne de una forma de hacer ciclismo, de entender la vida. El atacar cueste lo que cueste, sin desfallecer jamás. Una filosofía que busca la victoria, sí, pero sobre todo la forma de conseguirla. Porque vencer sin belleza es haber vencido un poco menos, mientras que caer entre llamas, consumido por el sol como Ícaro, es alcanzar una muesca mayor en un palmarés más importante: el de la leyenda, el que se queda grabado en la retina, en la mente, en los corazones de todos los que lo vivieron o se lo contaron. Todo aquello fue el Tour de 1986.

      Aquello, y las lágrimas de Pedro Delgado.

      Y eso que el Tour estaba marchando bien para él. De acuerdo, había naufragado en la contrarreloj como era habitual, sin mostrar progreso alguno en la disciplina, pero también se había impuesto en la primera etapa de montaña, su segundo parcial en la ronda gala.

      Fue, de nuevo, en los Pirineos, pero esta vez atravesando rutas extrañas, algunas de esas carreteras estrechas y empinadas, dignas de Escher, que aparecen aquí y allá en los Pirineos atlánticos y que el Tour insiste

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