Periquismo. Marcos Pereda

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Periquismo - Marcos Pereda

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entonces lo anómalo vuelve a cruzarse en el desarrollo de esa etapa. La historia suprema.

      Porque, cuando el grupo de Simon se acerca de forma parece que inexorable al de Millar, unas barreras ferroviarias se cierran. Incidente de carrera, uno de los más típicos en el mundo del ciclismo. Si este deporte recorre carreteras abiertas, si plantea toda su identidad en tal hecho, tiene que soportar, de vez en cuando, estos problemas. Ha pasado siempre, y seguirá pasando, es imposible calcular hasta el último minuto a qué hora se rodará por un determinado punto kilométrico. No queda más que detenerse, esperar a que esas barreras se abran y lamentar la mala suerte.

      O no.

      Porque cuando se vuelven a alzar ningún tren ha pasado.

      La historia es suficientemente estrambótica como para creerla inventada, pero lo cierto es que es el propio Richard Moore quien la recoge, de boca del mismo Ronan Pensec, en su libro sobre Robert Millar. Que la barrera se bajó y ellos hubieron de detenerse. Que estuvieron allí durante unos minutos, no sabe cuántos. Muchos, claro. Que jamás pasó ningún ferrocarril. Que las luces se apagaron, el sonido se apagó y los obstáculos volvieron a levantarse. Pero sin que por allí pasara tren alguno. Nunca. Que ya es casualidad, decía el francés. Sonriendo, supongo. El esperpento supremo, ¿no? Demasiado rocambolesco para creerlo. Demasiado incluso para Perico Delgado. Pero ahí queda, expresado, lo que dijeron los protagonistas.

      De allí al final nada más, nada que no sea el drama, mascado poco a poco, pospuesto en kilómetros, de un apesadumbrado Millar. Por delante, Recio vence la etapa, claro, y Perico se queda junto a la meta, viendo pasar los minutos. A su favor. Sabiendo, quizá, lo que podía ocurrir, lo que estaba pasando. Y el grupo del líder que llega, con el escocés llorando lágrimas de rabia, prietos los dientes, el rostro demudado. Pasa por la meta y va directamente a encerrarse al coche del Peugeot. A sollozar tranquilo. A dejar salir una frustración tan enorme que uno pensaría imposible que entrase en su delicado cuerpo. Siente que le han robado, que le han arrebatado lo que era suyo. Golpea los cristales, gruñe, grita en silencio, que es la forma más dolorosa de gritar. No tendrá una mala palabra, no acusará a nadie, no la emprenderá con la organización, con los otros equipos españoles, con el mismo Delgado. Nada, educación absoluta. Distancia, altivez. Si ellos me vencen con trampas, yo responderé con dignidad. Pero el sentimiento es diferente. Me lo han hurtado. Era mía y ya no lo es. Por su culpa. De ellos, de todos ellos. Malditos.

      Al principio del día, Millar aventajaba a Delgado en seis minutos y trece segundos. Tras esa etapa, Pedro era el nuevo líder con treinta y seis segundos sobre el escocés. Le había sacado seis minutos y cuarenta y nueve segundos.

      La tercera imagen de Perico Delgado es esa. Invierno, nubes, lluvia. Lágrimas, victoria, abrazos.

      Polémica.

      La tercera imagen de Pedro Delgado será un resumen de su vida.

      Cuarta imagen. La niebla

      La cuarta imagen de Pedro Delgado es una no-imagen. El personaje, disoluto y genial, transgresor y paradójico, bien lo merece. Es una no-realidad, una ausencia, una mentira que dura dos décadas. Es un espacio donde lo ontológico se impone, donde la cuestión última es, realmente, qué está ocurriendo, qué es, sí, la realidad. Es un no ser, un no estar. Con victoria, además.

      La leyenda nos habla de una estrategia perfectamente ejecutada por parte del equipo MG-Orbea. De una de esas planificaciones que se van creando en el autobús y nunca salen como se espera… hasta que salen. De una genialidad de Perurena, de una confianza infinita en las posibilidades de Pedro Delgado que acabó bien. Y no. O quizá no tanto. Veamos.

      La carrera llegaba bastante decidida a aquella etapa que finalizaba, por primera vez en la historia del Tour, en la estación de Luz-Ardiden. Plenos Pirineos franceses, curvas de herradura por doquier, pendiente media muy sostenida. Antes, Aspin y Tourmalet, nada menos. Etapa reina de esa cadena montañosa, sin duda. Propicia, claro, para el drama.

      Hinault había querido dejar bien claro desde el principio de aquella edición que iba a igualar los cinco de Merckx y Anquetil. Así, en la primera etapa de montaña, camino de Avoriaz, pega un hachazo seco, contundente, a un mundo de meta, y sólo el colombiano Lucho Herrera puede marcharse con él. Jugada perfecta, para ti la etapa y para mí la general. Minutada en meta, Hinault de amarillo y el ciclista más fuerte en los puertos de aquel año domesticado. Los colombianos a partir de aquel momento serían del equipo de Hinault a cambio de victorias parciales y el reinado de la montaña.

      No lo necesitaba, en realidad, porque su conjunto, La Vie Claire, era un conglomerado de los mejores ciclistas del mundo bajo su mando pagados por el inefable Bernard Tapie, aquel fantoche que llegó altísimo en la cultura del pelotazo francés y al cual le cortaron las alas cuando parecía que se iba a convertir en un Berlusconi galo. Su equipo, apenas un capricho de nuevo rico, era sofisticado y rompedor, con un maillot inspirado en los diseños de Mondrian y los más modernos adelantos técnicos. Una máquina invencible.

      Quizá demasiado. Su compañero Greg LeMond, estadounidense pionero en esto del ciclismo, está tan fuerte o más que el bretón. Dice que el movimiento de Avoriaz lo ha tomado por sorpresa, que se quedó detrás para proteger los intereses del equipo, que el que más fácil va en todo el pelotón aquel mes de julio es él. Y empieza a revolotear en su cabeza la idea. ¿Y si…? Hinault es hueso duro, correoso, un competidor de altísima categoría que no se va a dejar amedrentar. Ambicioso hasta el extremo. Y eso está a punto de ser su perdición.

      A Saint-Étienne se llega unos días después, tras una larga jornada de media montaña que se acaba haciendo durísima por el fuerte ritmo y el calor. Allí vuelve a vencer Lucho Herrera, con el rostro ensangrentado después de haber besado el suelo en la bajada del col de l’Oeillon. Era un presagio de lo que estaba a punto de ocurrir.

      Por detrás, los favoritos se juegan una intrascendente segunda plaza. Pero Hinault quiere demostrar que está de vuelta, que su liderato no es consentido, que puede derrotar a LeMond, a su compañero LeMond, en cualquier terreno. Lanza la llegada y su bicicleta se engancha con la de Bauer. El rostro del bretón besa el asfalto. Cuando entre en meta lo hará con la cara tiznada de polvo, cubierta de sangre oscura y reseca. Al día siguiente, se presenta en la salida de Saint-Étienne con un vendaje y los ojos completamente negros. Su nariz está rota, su Tour se ve comprometido.

      A partir de entonces, la carrera cobra otra dimensión, con un Hinault disminuido y un LeMond que se sabe el más fuerte del grupo y amaga varias veces con romper las órdenes del equipo y atacar a su líder, al gran héroe del ciclismo francés. Una situación paradójica, una absoluta guerra de nervios que irá presentando la tensión infinita que iba a ser el Tour del año siguiente. Pero aún había mucho que pedalear hasta París aquel 1985.

      Entre otras cosas, el paso por los Pirineos, y esta etapa de Luz-Ardiden. La de la estrategia perfecta. La de la traición que se confiesa años después.

      En el Aspin se escapa Peio Ruiz Cabestany, quien tan importante había sido en la Vuelta a España que Perico ganó tan sólo unos meses atrás. Quien, también, había tenido sus primeros roces con el segoviano en aquella carrera. Pronto hace camino, hombre perdido en la general cuya cabalgada no importaba a unos favoritos más pendientes del sufrimiento de Hinault. A LeMond se le aparece el diablo en plena subida para tentarlo. Todo esto será tuyo, tan sólo tienes que atacar. La situación es caótica en La Vie Claire. LeMond, por ahora, se aguanta. Más tarde, en Luz-Ardiden, olvidará todas sus promesas y se lanzará en pos de su primer Tour de Francia. Agua. No sólo no consigue el premio, no sólo no logra arrebatar a Hinault lo que Hinault considera suyo, sino que el bretón se guarda esa afrenta. En su tierra no se olvida, se sigue matando por unos palmos de terreno generaciones después.

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