Periquismo. Marcos Pereda
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Un último apunte, que quizá ayude a comprender el clima al que se tuvo que enfrentar Millar en la Vuelta a España. Años después, cuando el rumor sobre el cambio de sexo de Millar se había hecho general en el mundillo ciclista, Álvaro Pino dejó para la historia unas desafortunadas declaraciones que, seguramente, le retrataban a él más que a ningún otro, pero que también pueden hablarnos de un momento, de una idea, de un tono. Decía el gallego: «A Robert Millar no le quedó otra opción que cortarse los huevos después de perder una Vuelta con Perico y otra conmigo»…
Verdad o no lo de la operación, Millar era ya un personaje difícil dentro del tradicional y machista mundo del ciclismo, donde las cosas se hacen a las bravas, por cojones, y la educación superior brillaba en aquel momento (y aún lo hace en ocasiones) por su ausencia. Alguien tímido y huidizo. Alguien que no es, claro, uno de los nuestros y que, además, va a ganar a uno de los nuestros. Y eso sí que no puede ser…
Porque realmente Millar va a vencer en la Vuelta de 1985. Y lo va a hacer a lo grande. Mantiene el amarillo en la decisiva contrarreloj del penúltimo día, donde Peio impone su potencia, pero no puede hacer frente a la desventaja que llevaba con el líder y, sobre todo, al infortunio en forma de dos cambios de bicicleta. Tampoco asalta el cielo el colombiano del Zor Pacho Rodríguez, que se queda únicamente a diez segundos de tocar el liderato. Un año después de ver cómo Alberto Fernández perdía una Vuelta por seis segundos, otro pupilo de Javier Mínguez, esta vez colombiano, va a tener que soportar un trago similar.
O no. Porque queda la penúltima etapa, la de la sierra madrileña, esa que nunca había decidido nada, a juicio de los periodistas. Terreno quebrado, duro, atravesando Morcuera, Cotos y Guadarrama. La última esperanza de acorralar al escocés. Pacho Rodríguez a diez segundos, apenas un suspiro, un pinchazo, un momento de flaqueza. Peio Ruiz Cabestany, espléndido durante toda la carrera, a un minuto y quince segundos. «Me da lo mismo ser el tercero que el vigesimotercero», decía el ciclista del Orbea, valiente, prometiendo guerra. Y detrás Gorospe, Dietzen, Delgado.
¿Delgado?
Sí, porque el antiguo líder de la carrera, el hombre del contrato más alto del ciclismo español, el que estaba predestinado a vencer en esa Vuelta, se movía ahora en una anodina sexta posición, a seis minutos y trece segundos del líder. ¿Pacho? Puede ser. ¿Peio? Más difícil, pero, por qué no… ¿Perico? Imposible. La de 1985 no iba a ser su primera victoria en la Vuelta Ciclista a España. Tendría que esperar.
Pero algo ocurrió. Como siempre pasa con Delgado. Cuando tiene todo de cara, la situación se vuelve en su contra. Cuando ha perdido cualquier atisbo de esperanza, aparece una luz al final del túnel. Es su magia, eso que le hace distinto y que le convertirá en fenómeno de masas. Es, fue, en este 1985, una de las etapas más memorables, recordadas y polémicas de toda la historia del ciclismo.
Los hechos, fríos, desapasionados. La jornada amanece umbría, húmeda, con aguanieve en la cima de los altos y niebla, mucha niebla, en los descensos. Bajas temperaturas y lluvia, vaho que se escapa de las bocas de los ciclistas. Condiciones ideales para llamar, en voz bajita, a la épica.
Lejos, muy lejos de meta, empiezan a pasar cosas. Subiendo la Morcuera Peio Ruiz Cabestany tiene problemas y se descuelga de sus dos grandes rivales. Su rostro se congestiona, su pedalada, hasta ese momento dulce, amenaza con romperse. Será Perico Delgado quien de manera voluntaria se deje caer y ayude a reincorporarse a su compañero. El rol del segoviano ese día parece claro… auxiliar a Peio en lo que necesite y, si puede, aprovechar la falta de vigilancia que le regalan sus seis minutos de desventaja para triunfar en su tierra.
Porque la etapa termina en las destilerías de la marca DYC, allí donde todo huele a whisky, donde el aire está untoso de alcohol. Qué mejor lugar para que un escocés, Millar, se convierta en el primer corredor británico que gana una Gran Vuelta.
El siguiente puerto es el de Cotos, que se sube por la vertiente norte antes de descender en dirección a la Comunidad de Madrid. Y allí empiezan a pasar cosas, algunas más extrañas que otras. Por de pronto, la carrera se rompe, los corredores empiezan a repartirse en mil y un grupitos, quedando delante solamente los más fuertes. Además, a unos kilómetros de la cima, Millar pincha. El líder se detiene, cambia de bicicleta, parte a la captura de quienes le preceden. Es una posición complicada, dado que si no logra conectar antes de la cima podría verse en problemas. Así que Millar se exprime, quizá demasiado, y logra cazar unos metros antes de entrar en el llano que separa Cotos de Navacerrada. Él no lo sabe, pero en ese momento el hombre que le va a arrebatar la victoria ya rueda por delante.
Estará, además, el escocés solo, el único Peugeot en el pequeño pelotón de los ases. La mala suerte se ha cebado con el equipo francés, y Simon, su mejor équipier, también pincha subiendo Cotos. Pero él tiene menos fuerza que su jefe de filas, y no volverá a ver al grupo principal. El mundo parece desmoronarse para los pupilos de un desbordado Roland Berland. Todo se tuerce, aunque de forma sutil, con susurros, como una avalancha que se anuncia con pequeños puñados de polvo apareciendo aquí y allá…
Porque los acontecimientos se precipitan. Recio, un potente rodador que corre para el Kelme, ataca justo cuando pincha Millar, aprovechando el desconcierto de todos. Y casi arriba de Cotos hace lo propio Pedro Delgado. De forma sorpresiva, evadiéndose, seguramente, de las necesarias labores de apoyo a su líder Cabestany. Quizá tuvo libertad, pero, con todo, es un movimiento anómalo. Que acabará en leyenda, claro.
Y Perico pronto abre hueco, amparándose en su conocimiento del terreno, que no es otro que las carreteras donde entrena habitualmente. Logra descender Navacerrada fugaz en mitad de un camino ciego, empenachado con nieblas grises que de tan densas parecen poder tocarse. Captura a Recio y a partir de entonces ambos empiezan a entenderse.
Años después Pedro dirá que no fue así, que Recio se hizo el remolón temiendo que Delgado, mejor escalador, lo dejase en el ascenso definitivo a El León. Que sólo después de mucho hablar llegarían al pacto de jugarse la etapa en los últimos metros. Que, que, que…
Lo cierto es que cuando Pedro Delgado contacta con Recio, aún en terreno relativamente llano, este empieza a tirar de él con todas sus fuerzas. Con el coche del equipo Kelme, además, dando ánimos a los dos, claro. Como si fueran del mismo equipo. Porque quizá lo eran, vamos. Y la tragedia de Millar empieza a fraguarse.
Cuando esto termine, y lo haga con éxito, Perico declarará que ha sido una victoria «de todos los españoles». El periodista Javier de Dalmases dejará escrito que quien ha corrido ese día es una selección española que podría rivalizar con cualquiera en el Tour de Francia. No hubo colores, o maillots diferentes, o marcas comerciales. Y eso fue la perdición del escocés… Una de ellas.
El ciclismo estaba recuperándose en España después de una década en la cual había superado una crisis tremenda, con apenas ningún ciclista de importancia y una falta de interés por las bicicletas que incluso había afectado al sector de su fabricación. La ampliación brutal del parque móvil motorizado a finales de los setenta y principios de los ochenta, unida al éxodo poblacional del campo a la ciudad, hizo descender mucho el número de bicicletas vendidas en el país. Si a eso sumamos el desinterés por el ciclismo profesional, podemos entender que este deporte, este campo, era un auténtico erial desde un punto de vista comercial, periodístico y mediático a principios de los ochenta.
Todo había cambiado, como vimos, especialmente a raíz de la participación del Reynolds, y del propio Delgado, en el Tour de 1983. Cada vez más y más personas se interesaban