Periquismo. Marcos Pereda

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Periquismo - Marcos Pereda

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de julio, en mitad de una trampa imposible que a todos pilla por sorpresa, donde Hinault decide romper su promesa. O no.

      Le Blaireau se ha pasado todo el invierno insistiendo en que cinco victorias son suficientes. Que ayudará a LeMond a conseguir su primer Tour. Que todo va bien en La Vie Claire, ese transatlántico que estuvo a punto de naufragar unos meses antes. Que él es hombre de palabra. Tendrá mi rueda siempre que quiera, dice. Eso sí, añade, con rostro reconcentrado, casi sombrío, tiene que ganársela.

      Tiene que ganársela.

      Lo que está diciendo el bretón es que él no es un gregario, sino un campeón de raza y que la lucha será encarnizada hasta el final. Lo que dice, de lo que está advirtiéndonos a todos, es que si LeMond quiere su respeto debe conquistarlo en la carretera. Que una primera muestra es ser tratado de igual a igual por el gran Bernard Hinault. Y, en ese caso, su bicicleta será una más, su dorsal, el de un enemigo. Si consigue estar a su altura, Hinault le reconocerá. Pero no dará facilidades. El Atlántico va a soplar con más agresividad que nunca.

      Y empezará en esos Pirineos salvajes, selváticos, que nos enseña el Tour en aquel 15 de julio de 1986.

      Falta un mundo para meta y el bretón se mueve. Los mejores aún no están subiendo el Marie Blanque, una pared rectilínea de cuatro kilómetros de longitud, un auténtico infierno en el que los corredores se van a retorcer para intentar mover sus desarrollos, mucho más duros que los actuales. Es en el llano antes del puerto, en ese respiro entre valles, cuando Hinault toma la cabeza del grupo, se alza sobre los pedales y acelera. Un arranque duro, violento, moviendo muy lentamente sus bielas, las pantorrillas a punto de explotar. Una bomba dirigida directamente a LeMond, que no sabe muy bien qué hacer, que queda a la espera de acontecimientos. Asustado, seguramente.

      Pedro ve rápidamente que ese movimiento es el bueno, y salta a por Hinault. Los dos se unen (con Bernard y Chozas, que aguantarán sólo un tiempo con ellos) y pronto empiezan a entenderse. De nuevo se produce un pacto, igual que el año anterior con Herrera. Para Delgado será la etapa, para el bretón el maillot amarillo y la general casi sentenciada. LeMond realiza una aceleración postrera que le hará recortar unos segundos al final. Pero en Pau, en la ciudad que ama a Vicente Trueba, Delgado logra su segunda victoria en el Tour y Bernard Hinault, luchador indomable, se viste de amarillo con casi cinco minutos y medio de margen sobre el segundo, un abatido, cariacontecido y bastante enfadado LeMond.

      Delgado se coloca cuarto en la general, desciende al quinto puesto con el paso de las etapas, en mitad de una batalla apocalíptica que enfrenta a LeMond e Hinault sobre las rutas francesas y, de forma aún más cruenta, en los micrófonos de los periodistas al acabar las etapas. Incluso los hoteles son testigos de algunas escenas bochornosas, ciclistas durmiendo con la bicicleta junto a la cama por temor a un posible sabotaje. Toda una novela de misterio en el Tour.

      Pero decíamos que tras la monstruosa etapa del Granon, aquella que gana Eduardo Chozas, aquella en la que LeMond le arrebatará de forma definitiva a Bernard Hinault el maillot amarillo, Pedro Delgado está situado en una magnífica quinta posición. El cuarto, el inevitable Robert Millar, aparece a una distancia perfectamente asumible, por lo que no es descabellado pensar en escalar aún más puestos en la general. Se siente fuerte, ha corrido con inteligencia, sin derrochar energías, y además goza de la confianza y el respeto de un agradecido Bernard Hinault. La vida es de color de rosa para Pedro Delgado aquel 20 de julio de 1986.

      Hasta que suena el teléfono.

      Delgado está en su hotel, descansando. La llamada es de Segovia. Su madre acaba de fallecer. Pedro se sume en lágrimas, se encierra en la habitación, el equipo le da todas las facilidades. Si quieres abandonar, abandona. Llora en silencio su pérdida. Al final se decide. Saldrá en honor a su madre. Al día siguiente le dedicará la etapa.

      Pero… no hay nada que hacer. Cuando tendría que empezar a sufrir, Pedro Delgado se da cuenta de que no le queda más sufrimiento dentro. En mitad de una de las guerras más alucinantes del ciclismo moderno, en aquella etapa donde LeMond e Hinault entraron abrazados, sublime pantomima, en la meta de Alpe d’Huez, Perico Delgado se baja de la bicicleta, humedecidos los ojos. Abandona el Tour.

      Su quinta imagen son las lágrimas.

      Después, el futuro.

      En busca del tiempo perdido

      De espaldas, mirando a un punto

      pero alejándonos de él,

      en línea recta hacia lo desconocido.

      Roberto Bolaño

      Es algo triste, pero la memoria

       se va difuminando.

      Laurent Fignon

      El país que existe cuando Pedro Delgado pasa al profesionalismo muy poco tiene que ver con el de la actualidad. Era una España casi aislada, que salía lentamente de cuarenta años de dictadura, que apenas se ha incorporado a los mecanismos internacionales y a las economías modernas. Era algo distinto, diferente. Más primitivo, más atrasado.

      Por de pronto, en aquel 1983 en el cual Perico empieza a destacar en el Tour de Francia España acaba de concluir lo que algunos autores han dado en llamar la tercera ola de democratización europea, que afecta, sobre todo, a tres países meridionales (Portugal, Grecia y España) que han tenido dictaduras totalitaristas relativamente extensas en el tiempo (cada una con sus propias particularidades) y que cuentan con una incorporación en el proceso democrático amparado de alguna forma por la comunidad internacional (con la integración europea en el horizonte) y con transiciones auspiciadas de forma general por elementos afines a los anteriores regímenes.

      El caso paradigmático es especialmente simbólico en este sentido, con un guía desde el poder (Suárez) que provenía del Movimiento y un partido político, Unión de Centro Democrático (UCD), que acabaría siendo mayoritario en el país, que había sido fundado (y estaba compuesto en gran parte) por jerarcas del régimen antidemocrático anterior.

      La fecha es también importante por otras muchas razones. Por de pronto, en octubre de 1982 se habían celebrado en el país las elecciones anticipadas (que hubieran debido llevarse a cabo en abril de 1983) que darían el poder al Partido Socialista Obrero Español, y la presidencia del Gobierno del país a Felipe González. Se abría así un período de gobiernos socialistas que duraría trece años, y se cerraba, de la misma forma, el proceso de la Transición. Esa es, al menos, la opinión de autores como el historiador Juan Pablo Fusi, que no duda en plantear la victoria del PSOE como el punto final de esta Transición, al desalojar del Ejecutivo a un partido, apenas agregación orgánica de diferentes intereses, que estaba comandado por quienes habían sido protagonistas en el mismo proceso de cambio. En pocas palabras, algunos consideraban la UCD como heredera del tardofranquismo o, al menos, como heredera de quienes ayudaron a desmontarlo en el aspecto institucional, siendo la llegada del PSOE, para estas voces, el inicio de la auténtica política de partidos que debía regir en una democracia como la prevista por la Constitución de 1978.

      Ascenso al poder que, por cierto, llegó con retraso, ya que el PSOE pensaba alcanzarlo ya en las elecciones de 1979, donde las encuestas eran, en principio, favorables. Pero los sondeos fallaron (curiosamente, se achacaba el error a la «juventud» de las empresas demoscópicas… y décadas después se sigue errando) y la Transición, a juicio de estos autores, duró tres años más, golpe de Estado incluido.

      En el ámbito internacional, España comenzaba a salir del aislamiento que había supuesto el régimen de Franco. Un aislamiento que, por cierto, se había visto bastante atenuado

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