Periquismo. Marcos Pereda

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algo fallaba: los resultados. La gran ronda española, la de casa, la que tenían que ganar siempre los ciclistas patrios, estaba huérfana de sus éxitos desde hacía años. Sí, en el 82 se había impuesto Lejarreta, pero con un escándalo de doping y descalificaciones de por medio que poco ayudaban, más bien al contrario, a aumentar la popularidad del producto. Al año siguiente, nadie pudo con Hinault. Y en el 84 fue aún peor, con victoria de un desconocido Eric Caritoux por delante de Alberto Fernández. Apenas un puñado de segundos, pero todo un mundo de prestigio para la prueba.

      Por eso «convenía» que en el 85 venciese un español. Todos (bueno, menos los extranjeros, claro) iban a salir beneficiados. Y si ese vencedor era Pedro Delgado, mejor que mejor. Porque Perico era joven, era guapo, tenía carisma y un magnífico futuro por delante. Era el yerno que todas las suegras deseaban, el novio que todas las hijas querían para sí. Tenía sonrisa, simpatía y desparpajo. Y era, además, el mejor pagado. Nada baladí, vemos, en el contexto que estamos planteando.

      Y entonces, como por arte de magia, todo se alineó para que Pedro Delgado pudiera vencer en esa Vuelta. Casualmente. O no.

      Uno de los aspectos fundamentales que afrontó Fernando VI en su reinado, que se extiende desde 1746 hasta 1759, fue la modernización de la red viaria en la Monarquía española. Fundamentada, además, en un eje que debía comunicar la península de norte a sur, desde el puerto de Santander hasta Sevilla y Cádiz (única entrada de las mercancías americanas antes de la liberalización de tal comercio pocas décadas después) pasando por la capital, Madrid. A tal efecto, y con espíritu ilustrado, el rey encargó la construcción de un Camino Real que pudiera mirar de frente a los más modernos existentes en ese momento en Europa, uno que remontase la meseta vía Reinosa y Campoo, continuase hasta Valladolid y desde allí llegara a la Corte. Y para atravesar el sistema Central hubo de crearse una infraestructura propia, espectacular, la segunda más complicada (la palma se la llevan las espectaculares Hoces de Bárcena, en Cantabria) de toda esa enorme espina dorsal que iba a partir sus dominios. El puerto que miraba directamente a Madrid se llamó Alto de Guadarrama, aunque pronto fue conocido como puerto de El León debido a la escultura que, simbolizando el imperio español, se erigió en su cima. Siglos más tarde, la propaganda franquista lo rebautizó como Alto de Los Leones o de Los Leones de Castilla, en recuerdo a los combates librados allí durante la Guerra Civil. Sitio histórico y trágico, pues.

      Aquel Alto de El León fue el primer puerto ascendido en la Vuelta a España, durante la etapa inaugural de la primera edición, medio siglo antes de la cabalgada de Delgado y Recio. Y esa fría tarde de 1985 volvía a reclamar su puesto como punto señero del ciclismo español.

      Los dos escapados se entienden perfectamente, con relevos sostenidos, siempre animados desde el coche del Kelme por Rafa Carrasco, director de ese equipo. Delgado no lleva a nadie con él, porque Perurena está unos minutos más atrás, junto a Peio Ruiz Cabestany, que asciende con solvencia, rodeado de sus dos grandes rivales.

      Y entonces empieza a suceder.

      Porque por detrás el grupo ralentiza su marcha. Los tres primeros están tan cerca en la general que cualquier movimiento puede ser el definitivo. Así que durante toda la subida no dejan de atacarse. Arrancadas secas, violentas pero de poco recorrido. Si Peio se alza sobre los pedales rápidamente, tiene a Pacho Rodríguez y Millar a su rueda. Si es el colombiano el que lo prueba, ocurre lo mismo con los otros dos. Y tras cada intento, un pequeño parón en el que todos ruedan despacio, ocupando a lo ancho la calzada, y por detrás entran más ciclistas. La ventaja de los dos escapados se dispara. Y siguen pasando cosas extrañas.

      La primera es que Berland, el director de Peugeot, el de Millar, no se acerca a darle instrucciones a su pupilo, no le canta la diferencia con Delgado, no se da cuenta, no se dará cuenta hasta que sea demasiado tarde, de lo que está pasando. ¿Deliberado? Lo cierto es que tras esta etapa fue despedido fulminantemente del equipo y jamás volvió a dirigir un conjunto. Eso sí, Millar nunca lo culpó del desastre de aquel día. Sus sospechas fueron por otro lado.

      El primero en percibir lo que ocurría fue el siempre inteligente Cabestany. Echó cuentas: su velocidad, la que llevarían por delante, el retraso en la general. Echó cuentas y lo asimiló todo, porque el ciclismo no es sólo dar pedales, sino también pensar, y en eso Peio fue de los mejores. Lo comprendió y empezó a actuar. Por de pronto, no volvió a lanzar ataques, intentó ralentizar lo más posible la marcha del grupo de favoritos. Y se mostró esquivo. Si Millar le preguntaba algo sobre la escapada, él fingía no entenderle. Si era Pacho quien le decía que qué estaba pasando en cabeza, le decía que no lo sabía. O, ante su insistencia, le mandaba directamente a la mierda. Y por dentro sonreía. Qué cabrón, pero qué grandísimo cabrón, pudo pensar. Se va a llevar la Vuelta.

      Al coronar el puerto de El León, el último de aquel día histórico, se produce una de esas imágenes que devienen en icónicas a la luz de lo que terminó ocurriendo. Allí, el líder, Robert Millar, se acercó a sus rivales y les dio la mano, primero a uno y luego a otro, mientras en un titubeante español decía, voz bajita y educada, «ha sido un placer competir con vosotros. Este año no habéis podido ganar, pero seguro que tendréis muchas otras oportunidades en el futuro». Y Peio, claro, reía por dentro.

      Hasta la meta hay cincuenta kilómetros de terreno en principio descendente y luego llano, con toboganes, típicamente castellano. Cómodo, con todo, incapaz de decidir nada en un día normal. Pero aquel no era un día normal.

      Por delante, nada nuevo. Relevos perfectos, altísima velocidad, entendimiento absoluto. Y un hueco que se dispara. Tanto que empieza a ser imposible pasarlo por alto. Ni siquiera queriendo.

      Las motos de enlace, encargadas de dar las diferencias entre los distintos grupos de la carrera, se muestran aquella tarde especialmente remolonas. Tardando en dar información, picando, cuentan las malas lenguas, por lo bajo. Eso dirá después Millar, eso declarará Berland. El caso es que sólo será a unos veinte kilómetros de meta cuando el estropicio sea conocido por los extranjeros (porque, más que de equipos, hablamos ya de españoles y extranjeros, no sé si ha quedado claro). Por encima de los cinco minutos de desventaja. Y las alarmas que se encienden. Y vuelven a ocurrir cosas raras. Aún más.

      Porque Millar se asusta, empieza a mostrarse nervioso. Lo ha comprendido todo, pero lo ha comprendido tarde. Tira del grupo durante unos metros, con fuerza, y rápidamente siente en su nuca el aliento de Pacho Rodríguez. Y recuerda que sólo diez segundos los separan en la general. Y que de nada sirve que no gane Delgado si al final se le escapa el colombiano. Así que deja de tirar, o lo hace con menos fuerza, sin convicción. Mira a su alrededor, busca aliados. Peio está descartado; a Pacho su director, Javier Mínguez, le ha dicho que no ayude. Dietzen, Dietzen, sí, él está interesado en ello, en defender su quinta plaza, en arrebatarle la cuarta a Gorospe. Y Millar va a hablar con él. Negativas. No puedo, me han dicho desde los coches que no te ayude, que me mantenga a tu rueda. Linares, del Teka, ha dictado sentencia. No se persigue a un español, no se da caza, hoy no, a Pedro Delgado. «Una victoria de España», dirá Perico. Y tanto. Millar acabará llorando lágrimas de rabia.

      Con todo, no hay nada perdido aún. Berland se retrasa a un grupo que va pocos segundos por detrás del de Millar. En él rueda Simon, aquel que pinchó en el peor momento, el que no ha podido aguantar con su jefe de filas seguramente por ese problema. De hecho, Pascal Simon va muy arriba en la general (terminará la carrera el 14.º) y ha mostrado fuerza suficiente como para ser un équipier de garantías. Además, junto a él está Pensec, otro domestique de Millar que podría ayudarlos en su lucha. Cuando llega el coche de equipo, se extraña, no debería estar allí, qué hace allí. Y Berland se lo cuenta. Ha pasado algo raro. Podemos perderlo todo. Aprieta, intenta contactar con Robert. Simon agacha la cabeza, empieza a tirar como un loco. Se está jugando el futuro de la Vuelta. Al fondo, a sólo unos metros, puede ver los automóviles que siguen al grupo de los tres primeros de la General. Cada pedalada un poco más cerca. Va

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