Al-Andalus. Ángel Luis Vera Aranda
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En efecto, tanto la España cristiana, como el mundo musulmán, han valorado poco adecuadamente hasta hace muy pocas décadas la importancia histórica que tuvo al-Andalus en el mundo de su tiempo. Sí, otro ejemplo similar tenemos con Bizancio. Ni los actuales turcos se consideran herederos directos de aquella refinada civilización, ni los griegos de hoy día, que han recibido tanto su lengua como su cultura, han sabido valorar y conservar en su justa medida la importancia que tuvo aquel período histórico, hoy escasamente recordado incluso en los libros de texto.
Y este olvido resulta mucho más grave en el caso de al-Andalus, cuando se trató de una cultura que a lo largo de casi ochocientos años dejó un legado imperecedero que prácticamente resulta único en la Europa actual. Así, todavía podemos extasiarnos contemplando los suntuosos palacios en que vivían sus gobernantes, los espléndidos jardines por los que paseaban, las grandiosas mezquitas en las que rezaban, los elevados alminares desde los que llamaban a la oración, los alcázares inexpugnables en los que se defendían, los resistentes puentes que favorecían el tráfico y los intercambios comerciales, la útil red de canales y acequias que construyeron para regar las fértiles huertas…
Pero aunque todo esto no permaneciera en pie, se mantendría vivo (aunque siguiéramos desconociendo el origen de nuestra cultura) el legado cultural que transmitió a la Europa de su tiempo y, por extensión, a la mayor parte del mundo actual. Y es que, en una época en la que buena parte del mundo occidental vivía en la oscuridad y el retraso cultural, en la mayor parte de España y de Portugal existía una civilización mucho más avanzada que recogió el legado del mundo clásico y lo conservó y perfeccionó de una manera fundamental para su conservación posterior.
Pero no solo se limitó su labor a transmitir información, sino que también los sabios andalusíes aportaron originales innovaciones al conocimiento de muchos aspectos de la cultura y del saber. Así brillaron particularmente en campos tan dispares como la astronomía, la geografía, la medicina, la historia, la química, la creación artística y literaria, la farmacología, la jurisprudencia, las matemáticas o la filosofía.
Y no solo podemos admirar a aquella civilización por su cultura, sino que también debemos hacerlo porque en determinados momentos de su recorrido aportó al mundo un modelo de convivencia muy poco frecuente en aquellos tiempos en los que la intolerancia era lo habitual en los territorios poblados de Europa y Asia. Una convivencia que, pese a las inevitables dificultades por las que atravesó en numerosas ocasiones, representó durante varios siglos un ejemplo para el mundo de su tiempo, e incluso para nuestro mundo actual.
En al-Andalus convivieron una multitud de pueblos con muy distintos orígenes, que iban desde los eslavos procedentes del este de Europa, los árabes del Próximo Oriente, los bereberes del norte de África, negros procedentes del Sudán, judíos que llegaron desde Palestina y, por supuesto, el sustrato étnico principal, la población descendiente de los hispanogodos que habitaba en este territorio a la llegada del islam.
Estos pueblos profesaban hasta tres religiones distintas (islamismo, cristianismo y judaísmo), hablaban dos o más lenguas mayoritarias (árabe y mozárabe o lengua romance), pero convivían en un solo Estado al que conocemos con el nombre de al-Andalus.
Para conocer cómo se desarrolló esta avanzada civilización, es necesario comenzar haciendo una introducción a los dos pueblos que, a comienzos del siglo VIII, chocaron para mantener bajo su poder el territorio de la península Ibérica. Por una parte los visigodos, que acabaron por perder definitivamente Hispania, por otra los musulmanes, que los sustituyeron en el gobierno y que acabaron incorporando a sus dominios lo que a partir de entonces se conocería como al-Andalus.
La decadencia del reino visigodo
En el año 378 tuvo lugar una de las batallas más importantes de la historia. Un numeroso grupo de visigodos (uno de los pueblos germanos que llevaba ya varios siglos presionando sobre las fronteras del Imperio romano), que había atravesado tres años antes el limes o frontera del río Danubio, se enfrentó con las legiones romanas comandadas por su propio emperador en una zona próxima a la ciudad de Adrianópolis, en la actual Turquía europea. La victoria de los visigodos fue total, hasta el punto de que el emperador romano Valente pereció en la batalla.
Desde ese momento, los visigodos se sintieron libres para saquear a su antojo todas las ricas ciudades que pertenecían al Imperio romano. Los desesperados generales romanos, incapaces de contenerlos, llamaron su auxilio a la mayor parte de las tropas que permanecían acantonadas en la frontera superior junto al limes que constituía el río Rin en Germania.
Como consecuencia de esta decisión, debilitaron enormemente esta línea defensiva, y así, en el año 406, se produjo la segunda catástrofe. Varias decenas de miles de suevos, vándalos y alanos atravesaron el río favorecidos por el desguarnecimiento de las defensas romanas y se lanzaron hacia el interior del Imperio.
En solo tres años y después de causar grandes daños con sus saqueos y destrucciones en el territorio de la Galia (la actual Francia), avanzaron hacia el sur hasta atravesar los Pirineos y penetrar en la península Ibérica. En aquella época, esta recibía el nombre de Hispania, del cual se deriva el actual de España.
Para colmo de males, en el 410, los visigodos sometieron a un terrible saqueo a Roma, la capital del Imperio. Los emperadores que la habían abandonado un poco antes para instalarse en la ciudad mucho más segura de Rávena, no sabían ya qué hacer para acabar con aquella pesadilla.
Entonces se les ocurrió una “brillante” idea a los consejeros imperiales. Ya que no se podía derrotar a los visigodos, ¿por qué no se llegaba a un acuerdo con ellos que favoreciera a ambas partes? Estos, dado su reducido número, no tenían capacidad para controlar al enorme imperio aunque este atravesara una terrible decadencia. Su fortaleza militar les permitía dirigirse con rapidez de un sitio a otro, arrasando a su paso todos los lugares por los que marchaban, apoderándose de sus riquezas. Pero no tenían capacidad para hacer mucho más.
A los romanos se les ocurrió que podían intentar alcanzar una alianza con los visigodos. De esta forma, se aprovecharían de ellos para su mutuo beneficio. La idea era utilizar su poderío militar, para que de esta forma expulsasen de los territorios invadidos al resto de los pueblos bárbaros. Es necesario aclarar que esta palabra no tenía en aquella época el matiz peyorativo que hoy le damos. Un bárbaro para un romano era sencillamente un extranjero que desconocía la lengua y la cultura romana, no alguien que destruía a su paso todo lo que se encontraba, aunque con el paso del tiempo fue este significado el que se impuso.
A cambio de esa ayuda, los visigodos recibirían tierras en las que asentarse con el beneplácito del propio emperador romano. Alarico, el rey visigodo, aceptó esta propuesta y se dispuso a cumplir su parte del trato con eficacia y rapidez. En solo tres años habían limpiado la Galia e Hispania de buena parte de sus anteriores invasores.
Pero los visigodos no deseaban actuar solamente como meros servidores de los intereses romanos, pues aspiraban a más. De este modo, en el 418, un caudillo visigodo llamado Teodorico se proclamó rey independiente del Imperio romano, aunque nominalmente continuara rindiendo vasallaje al emperador. Estableció su capital en Tolosa (la actual Toulouse, en el sur de Francia), dominando la mayor parte del sur de la Galia y la mitad norte de Hispania, aunque no todas sus partes periféricas.
Y aunque en estas su autoridad no era absoluta, su potencia militar les permitía actuar sobre aquellos pueblos que se mostraban renuentes a aceptar sus órdenes. De esta forma, los vándalos que llevaban veinte años saqueando indiscriminadamente la Península y en especial la Bética, debieron abandonar este territorio en el