Al-Andalus. Ángel Luis Vera Aranda
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Sin embargo, el dominio visigodo siguió siendo muy laxo. En total se calcula que eran como mucho unas 200.000 personas, mientras que el resto de la población hispanorromana podía calcularse en cinco o quizás hasta seis millones de personas. Es decir, los visigodos eran una minoría ante la abrumadora mayoría de personas que ya vivían en Hispania cuando ellos llegaron.
Pero los visigodos se habían hecho con los resortes del poder, en particular con la propiedad de la tierra. Muchos de ellos se habían convertido en terratenientes cuando arrebataron a los antiguos propietarios latifundistas de origen romano las tierras que estos poseían. Dominaban la tierra, dominaban militarmente a la población y les cobraban impuestos. En ese sistema se basaba principalmente su control sobre el territorio y sus habitantes.
Pero había algo muy importante que les diferenciaba del resto de la población. Y no era su lengua, su cultura, su ejército, sus propiedades o su Derecho. Era algo que para la mentalidad de la época tenía una importancia casi tan grande o incluso superior a todo lo anterior. Era la religión.
Desde el siglo IV, el mundo romano se había ido convirtiendo paulatinamente a una nueva religión, el cristianismo, y de esa forma se habían abandonado los cultos paganos. Los visigodos también abrazaron el cristianismo aún antes de penetrar en el Imperio romano. Un evangelizador llamado Ulfilas difundió entre el conjunto de los pueblos godos la doctrina de Jesús de Nazaret. Pero lo hizo predicando una variante del mismo a la que se conoce como arrianismo. Arrio era un presbítero que aseguraba que Jesús no era Dios, sino solo un profeta, el más perfecto de todos los hombres, pero sin la cualidad divina que el catolicismo le atribuye.
La Iglesia durante el siglo IV se debatía entre un mar de herejías. Muchas comunidades hacían una interpretación particular del Evangelio, por lo que el emperador Constantino decidió unificar a todas ellas. En el Concilio de Nicea se llegó a un acuerdo de compromiso. La doctrina de Nicea se basaba en que en Dios existían tres naturalezas en una misma persona. Esa doctrina trinitaria es la que en la actualidad siguen cientos de millones de personas que profesan el cristianismo.
Mas los visigodos nunca aceptaron el catolicismo, y eso les creó una insalvable diferencia con sus súbditos que eran católicos. Algunos reyes como Eurico, ratificaron incluso esta separación dictando códigos de leyes diferentes para unos y otros.
A finales del siglo V y principios del VI, la mayor parte de los pueblos bárbaros fueron abandonando el arrianismo y se fueron convirtiendo al catolicismo. Los francos de Clodoveo en la Galia fueron los primeros en hacerlo, y eso les supuso una gran ventaja, pues el pueblo católico y su poderosa Iglesia comenzaban a sentirse identificados con quienes los gobernaban.
Los visigodos, sin embargo, seguían aferrados a su arrianismo, en especial la casta nobiliaria que era la que mandaba, y eso los separaba claramente del resto de la población.
En el año 507 tuvo lugar una importante batalla entre visigodos y francos en Vouillé. En ese lugar, las tropas de Clodoveo aniquilaron a los visigodos e incluso mataron a su rey en el enfrentamiento. Los visigodos se vieron forzados a abandonar la Galia y se refugiaron exclusivamente en la península Ibérica. Su territorio se vio considerablemente reducido, pero continuaron impertérritos practicando su credo arriano.
No solo se trataba de problemas religiosos, también los había, y de carácter muy importante, de tipo político. Los reyes visigodos nunca fueron capaces de establecer un sistema eficaz que regulase la herencia de la corona. Había ocasiones en que los reyes intentaban que sus hijos les sucedieran en el trono. Pero había otras en que, por los motivos que fueran, nobles descontentos intentaban hacerse con el poder, y de esa manera estallaba inevitablemente la guerra civil entre ellos.
En el transcurso de una de esas guerras a mediados del siglo VI, llegaron a la Península las tropas bizantinas del emperador Justiniano. Uno de los dos candidatos enfrentados al verse perdedor decidió solicitar la ayuda del personaje más poderoso de todo el mundo mediterráneo, y este se la otorgó.
Los bizantinos desembarcaron en el sur de la península Ibérica como aliados, pero una vez que observaron la situación decidieron que les resultaba mucho más rentable asentarse definitivamente en el territorio de la Bética, que no desgastarse en inútiles querellas entre los dos candidatos visigodos al trono.
De esa forma, a partir del año 554, los bizantinos permanecieron tres cuartos de siglo ocupando el sur de la Península, en particular la antigua región de la Bética, que seguía siendo con diferencia la más rica del conjunto de tierras peninsulares.
La debilidad de los visigodos era tal que los esfuerzos de sus reyes por expulsar a los bizantinos chocaban contra la obstinación de estos últimos por permanecer en estas tierras. Incluso desde la cercana Toledo, ciudad que habían elegido como capital tras su expulsión de Tolosa, eran incapaces de derrotar a las tropas bizantinas que se habían asentado en particular sobre las ciudades del litoral.
Y esto no solo puede achacarse a la ausencia de reyes fuertes, sino a causas más profundas. Así, entre los años 568 y 586 reinó el que quizás fue el más capacitado de todos los reyes visigodos, Leovigildo. En cuanto subió al trono se propuso reunificar todos los territorios de la Península bajo su poder, y a punto estuvo de conseguirlo.
Se lanzó contra los suevos, reducidos a la zona noroeste de la península en Galicia y el norte de Portugal, a los que sometió prácticamente por completo. Atacó a los vascones (de quienes descienden los vascos actuales) y a los pueblos de la zona Cantábrica, que tras las turbulencias que tuvieron lugar con la descomposición del Imperio romano habían vuelto a proclamarse prácticamente independientes. Finalmente se lanzó contra los bizantinos, y aunque no pudo someterlos totalmente, los dejó prácticamente reducidos a zonas marginales del sur de lo que hoy es el Algarve portugués y alguna ciudad portuaria más.
Pero Leovigildo, a pesar de sus impresionantes esfuerzos militares, volvió a topar en la misma piedra con la que se llevaban tropezando sus antepasados, la religión. Él era un arriano convencido en un mundo en el que el arrianismo iba cada vez más en decadencia. De hecho, ya no quedaba ningún pueblo salvo el de los visigodos que siguiera manteniendo esa creencia. La Iglesia católica se mostraba cada vez más remisa a colaborar con un soberano arriano y lo presionaba constantemente para que adoptara el credo católico.
Los obispos de la época no tuvieron demasiada suerte con la firmeza de Leovigildo, pero por el contrario sí que hallaron un éxito notable con su hijo Hermenegildo. Padre e hijo llegaron incluso a entrar en guerra uno contra el otro, y triunfó, cómo no, Leovigildo.
Pero fue un triunfo efímero. Leovigildo murió poco después, y su sucesor Recaredo no quiso continuar manteniendo una situación que cada vez era más insostenible. Y optó por lo inevitable. En el año 589 Recaredo convocó un concilio en Toledo y allí decidió aceptar públicamente la fe católica. La poderosa Iglesia conseguía su propósito, y la nobleza visigoda, aunque reacia en un principio, tuvo que acabar aceptando la realidad y se acabó convirtiendo al catolicismo.
Ahora la Iglesia se hallaba en una posición totalmente ventajosa ante los reyes. Habían conseguido por fin su conversión, y en adelante, cada vez que un monarca quisiera tomar una decisión importante tendría que contar con la aquiescencia de la Iglesia.
La jerarquía eclesiástica decidió aprovecharse de su poder para intentar poner orden en una cuestión fundamental como era la de la sucesión al trono. Hasta entonces, la herencia de la corona no había tenido una regla fija. En ocasiones los padres se la transmitían a los hijos, pero había veces en que estos no eran lo suficientemente enérgicos o simplemente no eran aceptados como candidatos por la nobleza visigoda. En ese caso, los nobles se reunían y proponían que la corona recayese sobre uno de ellos, supuestamente sobre