Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez

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Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez

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desarrollo del movimiento cruzado, las que en su momento modernizaron perspectivas e integraron racionalmente la mayor parte de la información disponible, fueron trazadas en viejos estudios como los de Grousset, Villey, Erdmann o, sobre todo, Runciman. Es un gran mérito adquirir la consideración de «clásicos», y ellos lo son. No conviene perder de vista que una apretada síntesis suele ser más deudora de “clásicos” que de actuales profundizadores en la, por otra parte, más que necesaria reflexión crítica.

      Por eso, a lo largo de estas páginas lo que encontrará el lector es un enfoque convencional y de corte diacrónico. Se parte, eso sí, de un primer capítulo de carácter introductorio en el que, con cierto detalle, se ha procurado abordar el siempre complejo problema de la progresiva sacralización de la violencia en el seno de la Iglesia, y se intenta aportar algo de claridad al tema conceptual de la guerra santa y de la cruzada, de su inevitable proximidad y de sus matizaciones diferenciadoras.

      El segundo capítulo, a través del análisis del mundo mediterráneo en vísperas de las cruzadas, nos ayuda a entender el contexto en el que se genera la primera de ellas. Los califatos fatimí de El Cairo y abbasí de Bagdad son los representantes en ese momento del mundo islámico. A ellos les estallará en las manos el conflictivo nacimiento de la cruzada. Pero también al imperio cristiano de Bizancio, cuyas autoridades miraron con permanente recelo la llegada de los “bárbaros” de Occidente. A este último y a las formas de contacto que hasta ese momento había mantenido con Oriente –peregrinaje y actividad mercantil– dedicamos un último apartado.

      En el tercer capítulo estudiamos la primera cruzada, el arquetipo idealizado de todas las demás, y estudiamos tanto su previa y patética versión popular como la oficial de los caballeros. Una y otra tienen su origen en el discurso papal de Clermont, en el que resulta inevitable detenerse un poco. La toma de Jerusalén es la consumación de la cruzada, el momento en que las perspectivas escatológicas son violentamente desplazadas por la crudeza de la realidad. A partir de entonces, es preciso crear los establecimientos políticos permanentes que garanticen el triunfo de la cristiandad latina en Tierra Santa. A ellos, a sus debilidades y contradicciones dedicamos el capítulo cuarto, en el que, sobre todo, se ha querido resaltar el inevitable deslizamiento desde el inicial proyecto teocrático muy probablemente concebido por el papa, hacia las fórmulas secularizantes de que acaba haciendo gala la monarquía jerosolimitana.

      Pero la secularización no es un fenómeno que únicamente afectó a la monarquía jerosolimitana y al resto de los “estados” francos, lo hizo también, y en primer lugar, al propio fenómeno cruzado. A ello dedicamos el capítulo quinto. La segunda cruzada, predicada a raíz de la caída de Edesa y en la que tanto protagonismo tuvo san Bernardo, no es ya la expedición del papa sino de los reyes. A ellos corresponde ser testigos de los primeros fracasos de la cruzada, y entre todos ellos el mayor fue sin duda la propia caída de Jerusalén en los Cuernos de Hattin. Saladino fue el gran artífice de la derrota cristiana, pero son las propias circunstancias por las que atravesaba el reino jerosolimitano las que, en último término, la explican.

      La caída de Jerusalén fue tan traumática para la conciencia de la cristiandad latina que, a raíz de ella, se puede afirmar la existencia de una nueva, o quizá mejor nuevas formas de cruzada. Las sucesivas expediciones armadas a Oriente, de la tercera a la sexta cruzada –incluyendo el escándalo de la cuarta, dirigida contra los cristianos de Constantinopla– son, por unos motivos u otros, expresión “desnaturalizada” del fenómeno originario. Politización, mercantilización y supeditación a estrategias de poder estrictamente secular, son algunas de las manifestaciones de esa quiebra del modelo originario. De todo ello nos ocupamos en el capítulo sexto.

      De la lectura de este último capítulo se desprenderá casi necesariamente el contenido del séptimo, el del fin de la presencia cristiana en Tierra Santa. A la descomposición política de la Siria franca hay que añadir la torpeza y estrechez de miras del Occidente cristiano. A uno y otro factor se debe el fin de la presencia cruzada en Palestina. En medio de todo ello, surge la personalidad hasta cierto punto ingenua de san Luis, el último gran cruzado, que nada pudo hacer para evitar el desastre. Quizá lo hubieran podido hacer los mongoles, repunte de viejas y legendarias esperanzas para los cristianos, pero al historiador no le está permitido caer en el juego tentador de los futuribles. En cualquier caso, a ellos es preciso dedicar, y así lo hacemos, una especial atención.

      El último capítulo, el octavo, se refiere a los otros ámbitos geográficos y culturales donde se desarrolló el fenómeno cruzado. Sobre todo, la Península Ibérica en la que, a partir del 1100, la reconquista se reviste de cruzadismo para solidificar justificaciones y reforzar estrategias. Las invasiones del “fundamentalismo” islámico norteafricano –en especial almorávides y almohades– constituirían un importante estímulo en el proceso de progresiva ideologización de la secular confrontación peninsular. Algo muy distinto es lo que se produce en el tercero de los escenarios cruzados, el del Báltico. En él no hay reconquista, pero sí colonización y cristianización, que encuentran en la cruzada un buen argumento fortalecedor: la orden teutónica será su principal beneficiaria.

      No hemos querido finalizar estas páginas sin aludir en un breve epílogo a otras cuestiones que, por razones de espacio, no hemos podido desarrollar en capítulos individualizados. Una de ellas es la crítica al fenómeno cruzado, algo presente desde muy temprano y que adoptó formas de expresión muy diversas, pero que en ningún caso supuso un freno real, o por lo menos decisivo, para la continuidad del movimiento. Otra cuestión es la de la ampliación del espíritu cruzado y su actuación frente a cualquier forma de rebeldía contra la autoridad de la Iglesia. Herejes, cismáticos o simples enemigos políticos del papa se convierten en objetivo de unas cruzadas que, por esta vía, estuvieron llamadas a larga vida. Pero esa vida tampoco fue corta para las convencionales cruzadas frente al infiel: los siglos XIV y XV presentan numerosos ejemplos.

      Insistimos en que el presente libro no tiene otra aspiración que la de la síntesis divulgativa. Para hacer más ágil la lectura hemos renunciado a las notas a pie de página, pero, como ya se ha indicado, el lector encontrará al final de cada capítulo la información bibliográfica que ha servido de soporte al mismo, especificándose, en su caso, el origen de las referencias directas a autores que pueda haber en el texto.

      Quisiéramos, finalmente, expresar nuestro agradecimiento a las dos personas que nos han permitido llevar a cabo el enriquecedor ejercicio de reciclaje historiográfico que es siempre un libro de estas características. Me refiero, en primer lugar, a nuestra colega y amiga Dolores María Pérez Castañera, quien nos hizo el encargo, y a Ramiro Domínguez, el editor que lo ha materializado.

      Cruzados en el momento de embarcarse hacia Tierra Santa. Miniatura del siglo XIV

      La guerra, a lo largo de la historia, se ha visto siempre asistida por elementos sacralizadores tendentes a justificarla. Todos los pueblos de la Antigüedad combatían en nombre de sus dioses, a ellos consultaban el inicio de las campañas y a ellos les dedicaban sus frutos. Las guerras eran las de los dioses que presidían la vida religiosa de los pueblos que las protagonizaban. A los más poderosos de entre éstos correspondían divinidades igualmente poderosas que, así, se sobreimponían a otras más débiles, y cuando se producía una conquista, el panteón de las divinidades conquistadoras veía cómo se enriquecían los graneros de sus templos con los bienes y tributos de los vencidos.

      Israel, por tantos motivos arsenal de justificaciones político-ideológicas para el Occidente medieval, no introdujo grandes modificaciones en su esquema de hacer y justificar la guerra. Todo lo más fue adaptando al Dios celoso de su progresivo monoteísmo una vieja institución religiosomilitar que, probablemente desde antes del

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