Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez
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La “guerra misionera” en Occidente
Con todo, la guerra santa cristiana, guerra por Dios en defensa de sus fieles, tardaría aún en asumir las connotaciones propias de la cruzada. Hasta que lo hiciera, al menos en Occidente, la guerra santa más bien obedeció a un supuesto legitimador ajeno al pensamiento agustiniano, el de la extensión misionera del cristianismo entre los paganos. La campaña llevada a cabo por Carlomagno contra los sajones constituye un buen ejemplo al respecto. Según los Anales reales, la campaña tenía por objeto la victoria y el sometimiento de los sajones a la religión cristiana o sencillamente su destrucción. La crueldad de tan sagrado objetivo se manifestó con especial crudeza en 782, cuando un alzamiento del líder sajón Widukin acabó con el exterminio de 4.500 personas degolladas en Verden, según un procedimiento que recuerda modelos veterotestamentarios de venganza, modelos que sirvieron siempre de referencia a un monarca que hizo de su identificación con el bíblico David la clave de su propia legitimación. Que estamos ante una manifestación de la “guerra santa misionera” lo subrayan dos circunstancias. Por un lado, las condiciones impuestas a los vencidos y que, según el cronista Eginhardo, se reducen fundamentalmente a dos: el abandono del culto a los demonios y otras ceremonias paganas, y la adopción de los sacramentos de la fe y la religión cristiana. Por otro lado, también lo demuestra el cruel contenido de la Capitulare de Partibus Saxonie, impuesta a los vencidos, que aplicaba el mismo castigo –pena de muerte– para quien no aceptara el bautismo y para quien no observara el ayuno cuaresmal.
Defensa de Roma y perdón de los pecados
De todas formas, sería en Occidente y bajo la cobertura ideológica de la guerra justa tal y como la concebía san Agustín donde poco a poco iría abriéndose paso la idea de cruzada. Desde el siglo IX tenemos ya ejemplos de lo que algunos especialistas consideran como antecedentes serios de las cruzadas venideras. No es un tema que suscite plena unanimidad, pero es evidente que a mediados de aquella centuria un obispo de Roma, el papa León IV (847-855), aquel que fortificó la basílica de San Pedro creando la llamada “ciudad leonina”, se aplicó a la defensa de la Ciudad Eterna, peligrosamente amenazada por los ataques piráticos de los musulmanes, y lo hizo garantizando que quien muriera en tal empresa lo haría por la verdadera fe, la salvación de la “patria” y la defensa de los cristianos que en ella habitaban. Independientemente que podamos empezar ya a considerar la identificación de Roma con la patria de la cristiandad, lo cierto es que por vez primera un papa asumía decididamente el tema de la sacralización de la guerra como un medio de salvación. Estos dos aspectos se encuentran mucho más claramente desarrollados en el interesante pontificado de uno de sus inmediatos sucesores, concretamente en el de Juan VIII (872-882). En efecto, cuando en 877 se dirigía al emperador de los francos, Carlos el Calvo, para defender Roma del asalto de los sarracenos, ésta aparece a sus ojos como la simbólica patria de todos los cristianos que el carolingio tiene el deber de defender; pero es más, un año después, en otra carta dirigida en este caso a contestar dudas planteadas por los obispos francos, el papa asegura que quienes cayeran en el campo de batalla luchando con valor contra paganos e infieles serían acreedores del perdón de sus pecados y, en consecuencia, merecedores de la vida eterna.
Es posible que sea exagerado afirmar que nos encontramos aquí con la primera concesión de indulgencia o remisión de los efectos del pecado al estilo de las futuras bulas de cruzada. Como en seguida veremos, hasta mediados del siglo XI el ejercicio de las armas, incluso en el contexto de una guerra justa y santa, comportaba penas espirituales, y por tanto, en línea con la interpretación de Jean Flori, es más que probable que el papa Juan VIII únicamente estuviera suspendiendo la aplicación de tales penas, y no, como se hará más adelante, ofreciendo la participación en la guerra santa como una vía de salvación en sí misma. Pero, en cualquier caso, no cabe duda de que estamos ante un paso más, y un paso decisivo, en la carrera sacralizadora de la guerra justa por Dios: el hecho de morir en ella se equiparaba al martirio y, por consiguiente, a la acción purificadora y salvífica de la penitencia.
Rescoldos del pacifismo cristiano
Faltaba, por tanto, dar un paso más, el de la santificación de la violencia en sí misma como medio lícito de alcanzar la salvación. Aún se tardaría un poco en llegar a ello. ¿Qué es lo que estaba ralentizando de manera tan patente el proceso que, en último término, permitiría alumbrar las primeras auténticas cruzadas? Un poco más arriba aludíamos a una cierta vena pacifista que la Iglesia tardaría mucho en acallar. Es cierto que el pacifismo de esa vena corría con más fluidez entre cristianos tachados de heterodoxos que en el interior de la Gran Iglesia, pero tampoco ésta fue del todo inmune a ella. El indicador más significativo al respecto no es tanto la condena del hecho militar, que en realidad nunca llegó a producirse, como la prevención canónica a la participación en él de los cristianos.
En relación con los consagrados, la postura oficial es clara y se mantendría inalterada durante siglos. Ya el concilio de Roma de 386 prohibía la ordenación sacerdotal de quienes hubieran ejercido la profesión militar, y el canon ocho del primer concilio de Toledo se mostraba taxativo en el año 400: “si alguno después del bautismo se alistase en el ejército y vistiese la clámide y cinto militar, aunque no haya cometido pecados graves, si fuere admitido al clero, no recibirá la dignidad del diaconado”. Pronunciamientos conciliares y papales se sucederán en esta misma línea hasta mucho tiempo después. Una capitular carolingia de 769, que recogía prescripciones conciliares anteriores, reiteraba la prohibición que tenían los clérigos de pertenecer a la militia e ir a la guerra, salvo en el caso de que, en calidad de capellanes, hubieran de ir a ella para celebrar misa y portar las reliquias correspondientes. Un siglo después el papa Nicolás I (858-867) hacía una clara y clásica distinción entre los milites Christi, es decir los clérigos, y los milites saeculi o laicos: los primeros en ningún caso debían portar armas ni acudir a la guerra, aunque ésta fuera defensiva y contra infieles. En realidad, la posición de la Iglesia en este punto no llegaría a cambiar nunca: la pureza ritual del clérigo no podía verse en ningún supuesto teñida de sangre; cuestión distinta es la de las numerosas excepciones que ya entonces y desde mucho tiempo atrás venían produciéndose.
Pero lo que realmente nos interesa es saber qué efectos tenía en el cristiano laico el uso legítimo de las armas, que desde luego la Iglesia no condenaba. A mediados del siglo IV, todo un padre de la Iglesia de la talla humana de Basilio de Cesarea recomendaba a quienes hubieran participado en una guerra, por justa y asumible que fuera, que se vieran privados de la comunión durante un período de tres años, y el papa Inocencio I (401-417), mucho más radical, no dudaba en negar el bautismo a quienes lo solicitaran ejerciendo la carrera militar, y en imponerles nada menos que trece años de penitencia si, después de abandonar el ejército y recibir el bautismo, se reincorporaban a la vida castrense. Para el papa era claro que empuñar las armas era un ejercicio indispensable y desde luego legítimo, pero resultaba incompatible con la limpieza espiritual