Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez страница 10

Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez

Скачать книгу

al corpus jurídico de los Usatges de Barcelona muestra a las claras que recibieron la consideración de auténticas “leyes de la tierra”.

      ¿Qué perseguía realmente la Iglesia con todo ello? Evidentemente hay un deseo sincero de garantizar el orden social y la paz pública: todos sufrían los efectos de su ruptura, aunque de modo especial los más desfavorecidos y, por supuesto también, los propios establecimientos religiosos. Hay asimismo una firme voluntad de hacer del discernimiento de los distintos tipos de violencia un monopolio eclesiástico, de inestimable valor a la hora de imponer un controlado programa de sacralización en el uso de las armas. Y hay también, y quizá de manera especial, toda una pedagogía de la conversión que, privando al caballero de su mundanizado oficio, lo llegara a transformar en válido instrumento de la Iglesia. En efecto, no se insistirá bastante en que el “movimieto de la paz y tregua de Dios” constituye una suerte de redentora purificación penitencial: privándoles del uso de la violencia, los caballeros se veían impedidos de practicar algo que no solo les proporcionaba placer sino que, en cierto modo, era su cauce de subsistencia; la abstención de hacer la guerra se sitúa en el plano de la penitencia colectiva que alejando el pecado permite atisbar la imposición de un orden justo, pero es también el procedimiento que, mediante el ahorro de energía bélica, posibilitaría su ulterior canalización hacia los propios objetivos de la Iglesia. Estamos en la antesala –una más– de la cruzada. No conviene olvidar que la asamblea de Clermont de 1095 en que Urbano II predicaría la primera de ellas no fue más que un concilio reformador cuyo primer capítulo fue consagrado a la ratificación formal de la tregua de Dios.

      Como hemos visto, la guerra santa no fue ajena al ideario del cristianismo en su primer milenio de existencia, incluso, y sobre todo a partir del siglo X, arbitrará las justificaciones necesarias para hacer de ella un adecuado medio de salvación personal. Sin embargo, con anterioridad al siglo XI, no son muy abundantes las ocasiones en que encontramos al frente de concretas manifestaciones de guerra santa a la jerarquía eclesiástica, y menos todavía al papa de Roma. Sin duda había obispos que colaboraban en ellas, y lo hicieron muy activamente, pero con frecuencia sosteniendo acciones cuyo liderazgo último correspondía a los poderes seculares. También es verdad que algunos papas de la segunda mitad del siglo IX, en torno al impulso centralizador del gran pontificado de Nicolás I (858-867), hicieron llamamientos en defensa de una Roma que se adivinaba ya como concreción sintetizadora de la cristiandad; estamos, ciertamente, ante una excepción, y, pese a todo, esos llamamientos meramente defensivos se dirigían sobre todo a las autoridades carolingias responsables últimas de la defensa del Patrimonium Petri.

      Y es que eran los poderes seculares, y no los eclesiásticos, los que por regla general venían asumiendo el liderazgo de la guerra santa y sus diversas manifestaciones, todas ellas, hasta por lo menos el siglo XI, cinceladas en modelos de guerra religiosa no totalmente clericalizados. Es decir, no es la Iglesia la que impone las pautas para su convocatoria y desarrollo, sino que son los poderes civiles los que se encargan de hacerlo. Éstos se hallan envueltos en un aura sacral que los legitima para el ejercicio del poder y para desarrollar su labor protectora sobre la Iglesia. Ésta se encuentra sometida a ellos, asumiendo un papel subsidiario que la convierte en mera entidad sancionadora de las iniciativas regias y que, ante todo, pone de manifiesto su extraordinaria debilidad.

      La situación cambia de manera radical a partir del siglo XI. Es el momento de la reforma gregoriana, cuando la Iglesia consigue emanciparse del poder secular creando un modelo propio de sociedad a cuyo frente se sitúa el pontificado romano. Es un modelo lógicamente clericalizado en el que la fuente última de autoridad corresponde al papa. “Sólo él puede usar las insignias imperiales”, según reza el Dictatus Papae de 1075, y por consiguiente solo él puede convocar y dirigir la guerra santa. Ésta, expresión de su poder y materialización de su renovado programa expansivo, es arrebatada a reyes y emperadores y esencialmente eclesializada. Por eso, cuando en 1074 el papa Gregorio VII decide intervenir a favor del Imperio Bizantino, seriamente amenazado por los turcos, y lo quiere hacer poniéndose personalmente al frente de un ejército de 50.000 hombres, se dirige al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique IV, para que, en su ausencia, se encargue de la defensa de la Iglesia occidental. Se han invertido totalmente los términos.

      Esta eclesialización de la guerra santa la aparta de la espontaneidad con que se había manifestado hasta entonces y la comienza a perfeccionar mediante su formalización canónica. A ella aludiremos un poco más adelante. Baste recordar ahora que comienzan a recogerse elementos hasta entonces solo parcial o esporádicamente presentes en las anteriores guerras santas, entre ellos, el más importante el de su carácter retributivo y salvífico: a quien participe en ella, respondiendo de este modo al llamamiento papal, y tenga la suerte de sobrevivir, se le concede la indulgencia, es decir la remisión de todos sus pecados –o mejor dicho, de las penas temporales por la comisión de sus pecados–, pero si muere, se le garantiza la inmediata entrada en la vida eterna, reservada a mártires y santos.

      En realidad la compleja doctrina sobre las indulgencias no empezará a tomar forma jurídica hasta fechas tardías –no antes de mediados del siglo XII–, pero el carácter retributivo de la guerra santa no es ciertamente una novedad. Lo hallamos, aunque de manera incompleta y solo embrionariamente apuntado, en tardíos textos bíblicos de influjo helenístico como el Segundo Libro de los Macabeos (2 Mac 12,45), y de forma mucho más explícita y acabada en el libro sagrado de los musulmanes: “Borraré las malas acciones de quienes emigraron y fueron expulsados de sus hogares, de quienes padecieron por causa mía, de quienes combatieron y fueron muertos, y, a título de recompensa de Dios, les introduciré en jardines por donde corren arroyos” (Corán 3,195). El Imperio Bizantino tampoco desconocía la doctrina de la retribución martirial como consecuencia de la guerra, aunque su iglesia fue reacia a consagrarla cuando así lo solicitó el emperador Nicéforo Focas (963-969), empeñado como estaba en la reconquista de los Santos Lugares que ocupaban los musulmanes. Por lo demás, poco antes, y si hemos de creer al obispo Thietmar de Merseburgo, cuya crónica data de los primeros años del siglo XI, el rey alemán Otón I habría prometido recompensas celestiales a los caballeros que murieran en la batalla de Lechfeld de 955.

      El problema es saber cuándo la Iglesia romana asumió en plenitud la doctrina de la retribución porque, en buena medida, la guerra santa pontificia habrá de descansar sobre ella. Y no es fácil determinarlo. El antecedente del papa Juan VIII que ya conocemos es digno de consideración, pero conviene también tener presentes las matizaciones a las que en su momento aludíamos. No parece digno de crédito, en cambio, el llamamiento que en 1010 habría hecho el papa Sergio IV (1009-1012) para vengar el ultraje cometido poco antes por el califa fatimí al-Hakam contra el Santo Sepulcro, un llamamiento que habría incluido la concesión de indulgencia para quienes murieran en la loable empresa de su recuperación. La mayor parte de los especialistas atribuye la presunta iniciativa papal a una tardía elaboración contemporánea a la convocatoria de la primera cruzada, es decir, no anterior a 1095.

      Sin embargo, sí son anteriores a esa fecha otros episodios que no pueden ser vinculados con la figura del obispo de Roma. Pensemos en el que nos narra Raúl Glaber a propósito de unos monjes guerreros muertos como mártires en España, y al que ya hemos aludido; también es previo el que, antes de 1020, recoge el cronista Bernado de Angers en relación con un prior de Conques que consideraba aun más digna de recompensa martirial la muerte en defensa de su monasterio frente a los depredadores que la que pudiera producirse en combate con los infieles. Más interés tiene para nosotros un conocido y temprano texto literario que recoge con mayor fidelidad que muchos otros la doctrina de la retribución. Nos referimos a la Chanson de Roland. Su autor muy posiblemente es un clérigo de origen normando, Turoldo de Fécamp, un hombre vinculado a Guillermo el Conquistador, que combatió junto a él en la batalla de Hastings de 1066 y se estableció definitivamente en Inglaterra tras la conquista; allí probablemente escribió la Chanson siendo ya titular de la abadía-fortaleza de Peterborough después de 1070. Pues bien, en dicha obra Turoldo pone en boca del belicoso arzobispo

Скачать книгу