Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez страница 12
Cruzada
La cruzada, como hemos indicado, es una forma evolucionada de guerra santa pontificia, distinta de la modalidad de reconquista cristiana. Debemos fundamentalmente a Jean Flori la perfecta delimitación conceptual entre ambas y una acabada caracterización de la segunda. Dicha caracterización pasa por la existencia de tres elementos novedosos respecto a la reconquista cristiana.
La cruzada, en primer lugar, es una guerra promovida por el papa, no en cuanto obispo de Roma y responsable del Patrimonium Petri, sino como cabeza de la cristiandad. El objetivo de la cruzada no es defender sus propios intereses o los de la Iglesia de Roma en cuanto tal, sino que se orienta a la defensa de la cristiandad en su conjunto, y es a toda ella a la que, en nombre de Dios, se destina su convocatoria y no solo a los vasallos de san Pedro.
La cruzada, en segundo lugar, se dirige a la liberación de Jerusalén y de cuantos símbolos de la Tierra Santa cristiana han sido mancillados por el infiel. La recuperación de los Lugares Santos, objetivo prioritario y concreto de la cruzada, es condición necesaria para la rehabilitación del honor de Dios, y también para el perdón de los hombres cuyos pecados no son ajenos a la desastrosa amenaza que sufre la cristiandad. Por ello, la cruzada debe entenderse como una forma de peregrinaje redentor, un peregrinaje armado que, en el esfuerzo penitencial, encuentra la salvación de quienes lo asumen.
La cruzada, en tercer lugar y quizá sobre todo, posee una dimensión esencialmente escatológica. De un modo u otro se vincula a la venganza definitiva de Dios, que erradicará la increencia, derrocará al Anticristo y establecerá el definitivo reinado de Dios sobre la tierra. Pero todo ello ha de ocurrir al final de los tiempos, cuando el poder de Dios haga coincidir la Jerusalén terrestre con la Jerusalén bajada del cielo, en la que, según el Apocalipsis, “no entrará nada manchado” (Ap 21,27). Por eso el acceso a ella debe ir precedido por la purificadora experiencia del peregrinaje liberador. Esta dimensión escatológica, como veremos muy pronto, está sin duda presente entre los seguidores de la cruzada popular de Pedro el Ermitaño, pero con toda probabilidad lo estuvo también de modo específico en la convocatoria papal de Urbano II.
RECONVERSIÓN DEL CONCEPTO PONTIFICIO DE CRUZADA
Es precisamente el incumplimiento de esta importante dimensión escatológica la que obligó a redefinir de una forma inmediata el sentido y la naturaleza originarias de la cruzada. Ésta siguió respondiendo al llamamiento universal del papa en tanto responsable del conjunto de la cristiandad y siguió haciendo de la recuperación definitiva de la Tierra Santa su principal preocupación, pero obviamente su carácter absoluto en cuanto campaña única y definitiva que daba cumplimiento a la historia se relativizó: la cruzada se reinstaló en la historia, se aplicó a realidades espaciales desvinculadas de Jerusalén, se acomodó al realismo juridicista de los cánones y, sobre todo, redefinió sus planteamientos.
Universalización del fenómeno cruzado
En efecto, como tendremos ocasión de ver con más calma, a partir del mismo momento de la toma de Jerusalén en 1099 el movimiento cruzado tendió a universalizar sus objetivos. La conquista de la Ciudad Santa hizo despertar de sus ensoñaciones a los cristianos descubriendo a sus ojos que no se hallaban ante el receptáculo mismo del Reino de Dios sino ante las fauces de un peligroso enemigo, el islam, cuyos tentáculos rodeaban una buena parte de las costas mediterráneas y amenazaban en sus propias bases la seguridad misma de la cristiandad. La virulencia con que al otro lado del Mediterráneo, en la Península Ibérica, se mostraba entonces el movimiento integrista de los almorávides norteafricanos lo ponía crudamente de manifiesto.
Por ello no es extraño que desde muy pronto se empezaran a realizar las primeras equiparaciones entre la cruzada palestina y la guerra reconquistadora que se desarrollaba en la Península Ibérica. A decir verdad, y de modo absolutamente excepcional, esas equiparaciones, tal y como tendremos ocasión de ver más adelante, se encuentran ya en la documentación de Urbano II posterior a la convocatoria de Clermont, y las reitera Pascual II en 1100 y 1101, pero sería un poco más adelante, en 1123, cuando el I Concilio Lateranense indentificará plena y canónicamente la cruzada jerosolimitana con la hispánica; incluso el componente de iter o peregrinaje redentor sería considerado común a los objetivos de las dos realidades geográficas. De hecho, el PseudoTurpín, una antigua crónica atribuida al legendario arzobispo de la Chanson de Roland, al que ya conocemos, no duda en presentar la intervención de Carlomagno en España como la respuesta del emperador a una invitación del apóstol Santiago a que verificase un peregrinaje militar que liberaría su tumba de los invasores sarracenos y que le garantizaría la corona de los santos.
Plena canonización de la cruzada
La desaparición del señuelo escatológico obligó también a las autoridades eclesiásticas a practicar un notable ejercicio de realismo jurídico haciendo fondear el movimiento cruzado sobre las seguras aguas del derecho canónico. No se trataba de algo nuevo. De hecho, después de todo lo que venimos apuntando en páginas anteriores, no cabe duda de que las cruzadas son una manifestación más, la más espectacular, del rearme que para el pontificado supuso la llamada reforma gregoriana. La larga carrera de la Sede Apostólica por afirmar su autoridad en Occidente y proyectarse como referente soberano sobre el conjunto de la cristiandad va acompañada de todo un armazón jurídico que favorece la centralización romana y del que ésta se vale para imponer sus criterios. Ese armazón, al sostener la acción de los papas y sus objetivos, constituye igualmente la base del movimiento cruzado.
La cuestión tiene hondas raíces. No es casual que cuando a mediados del siglo IX el pontificado empiece a dar muestras de una vocación claramente centralizadora y, en consonancia, se atreva a hacer llamamientos para la defensa de esa patria de la cristiandad que era Roma, nos encontremos ya con el respaldo jurídico de las llamadas Falsas Decretales o Decretales Pseudoisidorianas, un primer compendio de derecho canónico atribuido a san Isidoro de Sevilla pero realmente compuesto en medios curiales en torno a 850, y del que se valió el enérgico Nicolás I (858-867) para hacer valer en el conjunto de la Iglesia una autoridad, la suya propia, que él consideraba inapelable.
Siglos después otro papa enérgico y centralista, Gregorio VII (1073-1085), epicentro del reformismo que lleva su nombre, forjador de la guerra santa cristiana y precursor de las cruzadas, encargaba al canonista Anselmo de Lucca la confección de una nueva compilación jurídica, la Collectio Canonum o Apologeticum, compuesta en 1083 y que constituye todo un monumento en defensa del primado de la Iglesia de Roma, en el que, no en vano, se recogen específicamente cuantas citas patrísticas, y en especial de san Agustín, pudieran justificar el uso de la guerra desde una óptica cristiana.
Pero la vinculación del movimiento cruzado con el juridicismo centralizador de Roma no solo no acaba aquí, sino que se potencia de manera extraordinaria tras la primera cruzada, y ahí está para demostrarlo el Decretum, la mayor compilación canónica hasta la fecha, obra realizada por un monje camaldulense llamado Graciano que probablemente la confeccionó hacia 1140 en el monasterio de San Félix de Bolonia. Un buen especialista, como James A. Brundage, ha estudiado de manera particular las desviaciones justificadoras que para el encauzamiento de la violencia cristiana tuvo la labor de Graciano y los llamados decretistas. Para empezar, a ellos debemos una elaborada clasificación terminológico-conceptual que perfila con claridad algunas de las categorías que hemos tenido ocasión de ir analizando en páginas anteriores. Distinguían, en primer lugar, entre violencia privada y pública. Esta última, a su vez, podía ser profana o sagrada. La violencia pública sagrada se correspondía con la guerra justa, que podía practicarse tanto en defensa del reino, de la familia y de la legítima propiedad, como en defensa de la Iglesia y de la religión cristiana. En este último caso, nos encontramos con la guerra santa, de la que la cruzada no es más que una manifestación.
En efecto, eran posibles diversas