Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez

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Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez

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      “Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí, debemos morir por nuestro señor. ¡Ayudad a mantener la cristiandad!; sabed que habrá una batalla, pues teneis a los sarracenos ante vuestros ojos. Proclamad vuestros pecados, pedid perdón a Dios. Os daré la absolución para salvar vuestras almas. Si morís, sereís santos mártires y tendréis un sitio en lo más alto del paraíso”.

      Los franceses desmontan y se ponen en tierra y el arzobispo les bendice [en nombre] de Dios; como penitencia les ordena atacar [vv. 1124-1138].

      Estamos lejos ya, aunque desde luego no en el tiempo, de las imposiciones de penitencia por haber participado en una guerra por justa y santa que fuera. Para el clérigo normando autor de la Chanson está claro que la participación en la guerra santa era en sí penitencia purificadora. Ya se había pronunciado con anterioridad el papado cuando Alejandro II en 1064 promulgó indulgencia para los participantes de la cruzada que, en España, devolvería Barbastro por poco tiempo al poder de los cristianos. Así ocurriría también cuando el papa Víctor III (1086-1087) decidiese perdonar sus pecados a cuantos italianos acudieran bajo el vexillum sancti Petri a combatir a los sarracenos en Tunicia. De modo no muy distinto a como lo hicieron el novelado arzobispo Turpín o los papas Alejandro II y Víctor III, harán expresarse a Urbano II los cronistas que a principios del siglo XII ponen en su boca el discurso de convocatoria de la primera cruzada, un discurso que, si no fue pronunciado en estos términos, bien lo podría haber sido:

      “Quien sucumbiere en esa expedición por amor de Dios y de sus hermanos, no dude en modo alguno de que hallará perdón de sus pecados, y participará de la vida eterna, gracias a la clementísima misericordia de nuestro Dios”.

      Se puede afirmar, por tanto, que, aunque desde luego no por primera vez, es con motivo de la primera cruzada cuando el pontificado asume plena y definitivamente la doctrina de la retribución, una doctrina que supone legitimación potenciadora de las guerras santas convocadas o animadas por él. Ahora bien, no pensemos que se halla claramente explicitada en todas ellas. Y aunque no sea éste el criterio que nos permite hacer una distinción entre unas y otras, conviene advertir que la guerra santa pontificia adoptó dos modelos distintos de presentación, ambos formulados consecutivamente en la segunda mitad del siglo XI. El primero fue el de la reconquista cristiana y el segundo el de la cruzada propiamente dicha; como en seguida veremos, será en esta última donde las connotaciones específicas de la guerra santa pontificia llegarán a su más explícita manifestación.

      La reconquista pontificia, como forma de guerra santa, fue una realidad concebida por el papa Alejandro II (1061-1073) y puesta en práctica fundamentalmente por él y por sus sucesores Gregorio VII (1073-1085) y, en menor medida, Víctor III (1086-1087). Sus características esenciales son básicamente tres:

      Se trata, en primer lugar, de una guerra promovida por el papa, en cuanto obispo de Roma y responsable del Patrimonium Petri, para la restauración de la soberanía pontificia sobre todos los dominios que le habían sido arrebatados en Occidente o en los que se desoía la voz de su autoridad. El origen último de esa soberanía hay que situarlo en la Donación de Constantino, en virtud de la cual el papa accedía, por presunta cesión del primer emperador cristiano, a la titularidad del imperio y al directo control de sus provincias occidentales. Éstas se hallaban parceladas en reinos cuyos titulares debían vasallaje, por este motivo, a la sede de san Pedro. Aunque la Donación de Constantino era un documento espurio elaborado en medios curiales en torno al año 800, su falsedad no fue demostrada hasta el siglo XV, por lo que en el momento que analizamos tenía plena vigencia.

      Estamos, en segundo lugar, ante una guerra dirigida contra los infieles que hayan podido ocupar estos territorios supuestamente pontificios, y también contra aquellos cristianos que no reconozcan la soberanía papal o la autoridad del obispo de Roma. En cualquier caso, se trata de operaciones parciales, no concebidas como defensa del conjunto de la cristiandad.

      Finalmente, en tercer lugar, hablamos de movilizaciones realizadas a base de convocatorias dirigidas a los milites sancti Petri, es decir, a aquellos que se encuentran formalmente ligados al papa mediante lazos de vasallaje o expresos compromisos de dependencia. La guerra así entendida tiene, por tanto, connotaciones claramente feudales.

      Son muchos los ejemplos de reconquista cristiana que nos ofrecen los aludidos pontificados de Alejandro II, Gregorio VII y Víctor III. Cabe presentarlos según tres modalidades distintas:

      La primera de estas modalidades obedece a un objetivo de reconquista pura y simple que permite restaurar la soberanía pontificia en un territorio ilegítimamente ocupado. Es el caso de la invasión normanda del sur de Italia y Sicilia consumada en el último cuarto del siglo XI. Roberto Guiscardo, reconocido como duque de Apulia y Calabria por el papa y aceptando una formal dependencia respecto a éste, expulsó a los bizantinos del sur de Italia y diseñó el plan de ocupación de la Sicilia musulmana, todo ello sirviendo al vexillum sancti Petri, bajo la soberanía pontificia y, según vimos en su momento, con la inapreciable y milagrosa ayuda de san Jorge. Las operaciones, iniciadas bajo el pontificado de Alejandro II no concluyeron hasta 1091. Pues bien, pocos años antes, en 1087 concretamente, el vexillum sancti Petri había sido confiado, en esta ocasión por Víctor III, a genoveses y pisanos, que en aquella fecha y en nombre del papa ocupaban la plaza norteafricana de Mahdia en tierras de la actual Tunicia; parte del inmenso botín obtenido entonces fue invertido en la construcción de la catedral de Pisa.

      La segunda modalidad de reconquista cristiana es la que tiene por objeto no tanto la conquista de un territorio como la mera restauración de la autoridad eclesiástica del papa en él. Cabe situar en esta perspectiva la invasión normanda de Inglaterra por Guillermo el Conquistador en 1066. Guillermo fue el medio utilizado por el papa para introducir la reforma pontificia en una Inglaterra de tibia cristianización y refractaria al centralismo papal. Pues bien, parece que el vexillum sancti Petri fue también en esta ocasión enarbolado.

      Una última modalidad, la más compleja, es la que pretende combinar la reconquista material con vistas al restablecimiento de la soberanía papal con estrategias destinadas a la normalización de la autoridad eclesiástica en la zona. Un primer ejemplo podría ser el de la fugaz toma de Barbastro de 1064. Se trata, como sabemos, de una expedición que contaba con todas las bendiciones del papa Alejandro II y que no pocos historiadores han considerado una auténtica cruzada, quizá la primera propiamente dicha de la historia. El tema es discutible, lo que no lo es, en cambio, es la participación en la ofensiva de nobles aragoneses y catalanes a los que se sumaron numerosos caballeros francos provenientes de Aquitania, Normandía, Champaña y Borgoña. El objetivo último de la expedición era consolidar el debilitado reino de Aragón y a su titular Sancho Ramírez, pero la factura del papa no tardaría en materializarse: en 1068 el monarca aragonés entregaba su reino a la Sede Apostólica recibiéndolo, a cambio, en calidad de feudo, y solo dos años después, en 1070, el nuevo vasallo pontificio autorizaba la introducción del rito romano en sus dominios.

      El ejemplo más claro de esta última modalidad es, sin embargo, el de la ambigua guerra santa decretada en 1073 por el papa Gregorio VII en territorios castellano-leoneses y nunca llevada a cabo. La documentación sobre el particular, dirigida a los nobles francos, pone de relieve cuatro hechos de sumo interés:

      – Lo que el papa denomina como regnum Hyspanie era propiedad de la Sede Apostólica y ahora se hallaba ocupado por los musulmanes.

      – La dirección de la empresa era entregada a un noble muy cercano a la curia, el conde Ebles de Roucy, yerno de Roberto Guiscardo y cuñado y primo del rey Sancho Ramírez, vasallo del papa, como acabamos de ver, desde 1068.

      – La empresa se halla vinculada a la legación de un representante papal de significado curriculum reformista, el cardenal Hugo Cándido, responsable de la introducción del rito romano en

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