Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez

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Zaragoza, septiembre de 1999, (en prensa).

      La cuestión del armazón jurídico-canónico sobre el que reposa el concepto de guerra santa pontificia y en concreto de cruzada es un tema complejo para el que resultan de interés A. Stickler, “Il potere coattivo materiale della Chiesa nella Riforma Gregoriana secondo Anselmo di Lucca”, en Studi Gregoriani, 2 (1947), pp. 235-285; J. Riley-Smith, “Crusading as an Act of Love”, en History, 65 (1980), pp. 185-189, y del mismo autor, The First Crusade and the Idea of Crusading, Londres, 1993, especialmente las páginas introductorias. El tema de Graciano, los decretistas y su tipolgía de las guerras santas, en J. A. Brundage, “The Hierarchy of Violence in Twelfth –and Thirteenth– Century Canonist”, en The Inernational History Review, XVII (1995), en especial pp. 680-681. Para otros aspectos de carácter ideológico, vid. R. Barber, “The Church, Wefare and Crusades”, en The Knight and Chivalry, Woodbridge, 1995, pp. 249-265; G. Cipollone, “La parole, les paroles de Dieu: la guerre sainte (1187-1216)”, en Ph. Contamine y O. Guyotjeannin, La guerre, la violence et les gens au Moyen Âge. 1. Guerre et Violence, París, 1996, pp. 25-34; o el clásico de W. Ullmann, “The Bible and Principles of Government in the Middle Age”, en Settimana di Studio Spoleto, Spoleto, 1963, pp. 181-228.

      Una recientísima monografía de Francisco García Fitz recoge una síntesis magistral y muy sistemática de cuantos aspecos de carácter ideológico atañen al desarrollo premedieval y medieval de la concepción de guerra: F. García Fitz, Edad Media: Guerra e Ideología. Justificaciones religiosas y jurídicas, Madrid, 2003.

      Obviamente la cruzada que Urbano II predicó en Clermont en 1095 no puede entenderse si antes no nos ocupamos, aunque sea con brevedad, de los tres factores que de forma directa o indirecta intervienen en su gestación. En primer lugar el islam, cuyos seguidores, presuntamente fanatizados, habrían puesto en marcha los resortes de la reacción cristiana. En segundo lugar, la cristiandad oriental, cuyo referente político, el imperio bizantino, era responsable no solo de la seguridad de sus amenazadas fronteras sino también protector de las comunidades cristianas que, teóricamente, sufrían la directa y desconsiderada opresión de los infieles. Y finalmente la propia cristiandad occidental, a la que con especial insistencia nos hemos referido en el capítulo precedente, y cuyos intereses espirituales y comerciales podían verse notablemente restringidos por efecto de esa pretendida fanatización de los musulmanes. En seguida veremos que la realidad fue mucho más complicada que todo ello, y por eso mismo es por lo que esa triple ojeada previa se hace imprescindible.

      El islam, en efecto, constituye la razón de ser del movimiento cruzado, la justificación de todo su entramado ideológico y su primer y más patente objetivo de combate. Pero el islam en los años que anteceden a la predicación pontificia de Clermont distaba de ser un fenómeno unitario y de coherente proyección. Estaban muy lejos los días en que la religión predicada por el profeta Muhammad servía de plataforma unificadora para un único califato que se extendía desde el Indo al Atlántico. Tras los primeros califas, los râsidûn, los “bien guiados”, que conocemos como “perfectos” u “ortodoxos”, se sucedieron dos nuevas dinastías califales, la de los omeyas, que gobernarían aún el imperio unido desde Damasco entre mediados del siglo VII y mediados del VIII, y la de los abbasíes, que lo harían a partir de entonces desde Bagdad. Todos ellos se autoproclamaban defensores de la pureza interpretativa del islam, que unía a la palabra de Dios revelada en el Corán el inapreciable valor de la tradición o sunna.

      A partir del siglo X el panorama comenzó a cambiar de manera acelerada. Los abbasíes asistieron impotentes a la aparición de alternativas políticas y doctrinales que acabarían formalizando la escisión de la comunidad de los creyentes, la umma, y con ella la del propio imperio árabo-musulmán, unido hasta entonces. A mediados del siglo XI esa división se concreta en la existencia de tres grandes formaciones político-religiosas. La más occidental de todas ellas era el vasto imperio almorávide, cuyos emires, defensores de una ortodoxia rigorista, supieron extenderse desde su lugar de origen a orillas del río Senegal hasta más allá del estrecho de Gibraltar, incorporando buena parte del territorio hispano-musulmán. Más hacia el este, con base en El Cairo, el califato fatimí de Egipto constituye, por su parte, una gran potencia islámica que controlaba las ciudades santas de Arabia e imponía su autoridad en las estratégicas tierras sirio-palestinas del Próximo Oriente; su adscripción ideológica al siísmo la convertía en una amenaza especialmente agresiva frente al califato abbasí. Es éste, o mejor lo que de él quedaba, el tercero de los grandes ámbitos de poder en que se hallaba dividido el islam, aunque, eso sí, un ámbito políticamente desarticulado y controlado, de hecho, por los turcos.

      De las tres formaciones aludidas solo nos ocuparemos en el presente capítulo de las dos últimas. Los almorávides, sobre los que habremos de volver más adelante, fueron sin duda motivo de preocupación para el pontificado, pero su alejada posición respecto a Tierra Santa no los convertía en objetivo prioritario de la cruzada.

      Los fatimíes egipcios sí podían ser considerados como objetivo de cruzada. En torno a 1095, en círculos pontificios, se había elaborado una bula atribuida al papa Sergio IV (1009-1012) concediendo indulgencia plenaria a quien contribuyera a la recuperación del Santo Sepulcro; de este modo, el Papa habría respondido a la sacrílega destrucción de su más preciado santuario ordenada en 1009 por el califa fatimí al-Hâkim (996-1021). Es evidente que en vísperas de Clermont no se había olvidado el ultraje que los cristianos habían recibido más de ochenta años antes por parte de los fatimíes. Pero ¿quiénes eran los fatimíes?

      Los fatimíes eran los miembros de una secta del siísmo ismailí o septimano. En efecto, el radicalismo legitimista y socialmente revolucionario del siísmo quedó a mediados del siglo VIII dividido en dos grandes bloques. Uno de ellos, el minoritario, es el del ismailismo. Sus miembros creían que Ismâ’îl, séptimo imam descendiente en línea directa de Alí, se había ocultado a los ojos de los hombres para reaparecer al final de los tiempos en forma de mahdi, una especie de mesías escatológico encargado de reconciliar a la humanidad con Dios a través de la restauración final y definitiva de los valores de justicia e igualdad propios del islam. Los ismailíes –los gulat o exagerados, como gustaban calificarlos sus enemigos–, tendieron a una progresiva sectarización de sus adeptos. Una de las sectas en que pronto se dividieron fue la de los fatimíes, especiales reivindicadores de la legitimidad profética a través de la figura de Fátima, única hija superviviente del Profeta y mujer de Alí.

      El radicalismo fatimí acentuaba el carácter apocalíptico del movimiento sií, y al tiempo que reivindicaba una mejora social para el conjunto de los musulmanes, mostraba sus contradicciones a la hora de valorar el papel de la mujer en la sociedad: el respeto hacia ella debía manifestarse en la eliminación de todo trato discriminatorio por razón de herencia y también en la evitación de la poligamia, pero como ocurría entre el resto de los musulmanes, y quizá en mayor medida, en ningún caso la mujer podía ejercer el más mínimo protagonismo social fuera del hogar familiar.

      Los fatimíes construyeron a principios del siglo X un primer ensayo político de envergadura en las regiones centrales del norte de África, pero muy pronto, antes de finalizar la centuria, se instalaron en Egipto, creando un renovado califato con capital en El Cairo, la ciudad de “la Victoria” –al-Qahira–, levantada entonces junto al viejo emporio de Fustat. Desde un principio el califato fatimí egipcio hizo descansar su compleja arquitectura sobre dos ejes fundamentales: el particular perfil religioso de su califa, y la extraordinaria vocación expansiva del régimen.

      Los califas preferían usar el título de imam o líder religioso, y tenían plena autoridad para definir doctrina; a fin de cuentas, eran partícipes de la emanación creadora de Dios. Su poder, por consiguiente,

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