Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez
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Otra manifestación de esa misma doctrina es la fuerte centralización administrativa alcanzada, llegando en el terreno económico a un cierto dirigismo, cuyo teórico fin social, en consonancia con los principios ismailitas, era alcanzar cotas de cierta nivelación entre la población. Shaban, por ejemplo, opina que en materia de comercio interior, la sistemática aplicación de tasas y aranceles sobre productos y operaciones mercantiles, tenía este objetivo, ya que al gravarse el gasto y el consumo de quienes estaban en condiciones de llevarlo a cabo, según tarifas meticulosamente establecidas, se obtenían rentas trasvasables a otros sectores menos afortunados.
Hay que decir, por otra parte, que esta teocracia –salvo excepciones que corresponden al divinizado califa al-Hâkim– no se tradujo en políticas excluyentes respecto a súbditos no ismailíes. Conscientes de que gobernaban sobre una población mayoritariamente sunní, los fatimíes ejercieron para con ellos una política de respeto y tolerancia. Ello explica que el mensaje ismailí, reducido a un círculo minoritario de iniciados en sus esotéricas proposiciones, no haya dejado huella duradera en Egipto pese a sus dos siglos de dominación. Tampoco cristianos y judíos fueron por lo general marginados, siendo ampliamente utilizados en la administración, especialmente en la tributaria, lo que acabó generando cierto sentimiento de rechazo popular hacia esas minorías.
También la vocación expansiva fue característica del nuevo régimen. Se encargaba de prepararla un curioso sistema de propaganda misional establecida desde el gobierno, y la posibilitaba la organización de un poderoso ejército, aunque no siempre bien trabado. Pero junto a los factores religioso y militar, la expansión egipcia cuenta con una dimensión comercial de extraordinaria importancia y quizá uno de los elementos más característicos del régimen.
El sistema de propaganda exterior –ya hemos aludido a que en el interior el califato renunció a tareas proselitistas– corría a cargo de una poderosa red de misioneros que, según la tradición ismailí, recibían el nombre de duat [singular: dai]. Su labor propagandista tenía por objeto preparar la conquista egipcia a través de la extensión previa del mensaje ismailí. Los duat, dependientes directamente del Gobierno, recibían su adoctrinamiento en la mezquita cairota de al-Azhar, y desde sus lugares de destino, mantenían una constante comunicación con la capital del califato. Por su parte, el ejército egipcio estaba compuesto por un heterogéneo conjunto de grupos étnicos –bereberes, sudaneses, árabes, cristianos armenios, turcos...– que, pese a conformar un impresionante contingente, acabaría siendo factor de inestabilidad interna. Hasta entonces, la autoridad fatimí –aunque ciertamente de manera no muy sólida– estuvo presente en la franja costera sirio-palestina, y lo haría prácticamente hasta el inicio de las cruzadas.
El Egipto fatimí, además, desarrolla una extraordinaria actividad comercial exterior que se veía facilitada por el control de las rutas transaharianas y la obtención, a través de ellas, de ingentes cantidades de oro sudanés. Fueron ejes de atención fatimí tanto el Mediterráneo como el Mar Rojo. En relación al Mediterráneo, hay que destacar la presencia de mercaderes italianos de Amalfi, Génova y Venecia en El Cairo (cerca de 300 amalfitanos se hallaban ya en la capital poco después de la conquista), en Alejandría y Damietta. Buscaban, entre otros productos, lino, papel, azúcar y el preciado alumbre del sur de Egipto. Llegaban también a los puertos sirios de acceso a Palestina. De sobra conocida es la historia de los comerciantes amalfitanos que hacia 1070 levantaron en Jerusalén un monasterio, el de Santa María La Latina, y un hospial adjunto, que sería núcleo originario de la orden militar de los hospitalarios y que se erigía ahora frente al recién reconstruido templo del Santo Sepulcro, todo ello bajo la protección de las autoridades fatimíes. En cuanto al Mar Rojo, hay que decir que el régimen egipcio se encontró con una coyuntura favorable: el comercio a gran escala abandonaba el Golfo Pérsico y se trasladaba al Mar Rojo, donde a partir de este momento recalará la ruta de conexión con la India. Este trasvase cuenta con dos factores explicativos: por un lado, la decadencia económica de Bagdad y del imperio abbasí, y, por otro lado, la circunstancia fortuita de que un terremoto provocara la ruina irreversible del puerto iraní de Siraf. Gran parte de esta actividad comercial del siglo XI nos es bien conocida gracias al hallazgo en una geniza judía de El Cairo (dependencia de almacenaje aneja a las sinagogas) de una ingente cantidad de documentos comerciales, que los judíos guardaban por llevar impresas en sus encabezamientos las correspondientes invocaciones divinas.
La heterodoxia fatimí: drusos y “asesinos”
Desde un punto de vista estrictamente político, la evolución del régimen egipcio contempla desde fechas tempranas inequívocos síntomas de fragilidad estructural. Dada la extraordinaria carga ideológica del sistema, esos síntomas se expresan en forma de cismas religiosos, pero tras ellos, sin duda, se adivinan complejas y contradictorias realidades de orden político.
El primero de esos cismas es el que dio lugar a un movimiento que todavía existe en la actualidad, el de los drusos, un movimiento desvinculado desde muy pronto de las esencias del islam. El cisma tiene su origen en el califato, que ya conocemos, del polémico al-Hâkim (996-1021). Las fragmentarias fuentes que nos permiten reconstruir la etapa de su gobierno nos lo presentan como un auténtico desequilibrado. Probablemente sería preciso matizar esta aseveración, pero el intermitente fanatismo mostrado por el califa –persecuciones o depuraciones contra cristianos, judíos y sunníes, seguidas de períodos de incomprensible tolerancia–, no ayudan a perfilar su figura; como ya sabemos, él fue el responsable, en 1009, de la demolición del Santo Sepulcro de Jerusalén. Tampoco ayuda a entender el significado de su errática política su escandalosa autorrenuncia a ser considerado imam en 1012.
En estas circunstancias, y parece que al margen del propio califa, se fue extendiendo la idea de que, en realidad, al-Hâkim no era sino la encarnación de Dios en la tierra. Algunos duat extremistas abrazaron la idea apasionadamente, y al frente de ellos se colocó un misionero de origen persa, al-Darâzî, que, ante los excesos, fue posiblemente ejecutado por el propio califa. Cuando en 1021 al-Hâkim desapareció misteriosamente, casi con toda seguridad asesinado, los seguidores de al-Darâzî, los drusos, afirmaron que no había muerto, ya que no podía morir quien era encarnación hipostática de la divinidad. Hubieron de abandonar Egipto y se dispersaron por Siria. La doctrina de los drusos no es fácil de conocer dado su radical esoterismo. Desde mediados del siglo XI renunciaron al proselitismo y prohibieron nuevas conversiones fuera de los círculos y familias ya existentes. Parece que su idea fundamental estriba en la creencia de que el universo se identifica con Dios y en la posibilidad de que el hombre pueda acercarse a esa radical unicidad a través del conocimiento. De hecho, los drusos no solo rompieron con el ismailismo sino con el propio islam, derivando hacia un sincretismo filosófico-religioso al que solo tienen acceso los iniciados. Su libro canónico es el llamado Libro de la Sabiduría, que contiene cartas y comentarios de los fundadores y propagadores del movimiento. No poseen lugares de culto y el Corán no es para ellos un libro especialmente sagrado. Actualmente tienen comunidades de cierta importancia en Siria y Líbano.
El segundo de los cismas que preanuncian la desestructuración del califato fatimí se produce en vísperas de la primera cruzada; es el de los nizaríes cuyos miembros acabarían identificándose con la llamativa secta de los “asesinos”. El nuevo cisma presenta una mayor complejidad en su desarrollo. Nizâr era el primogénito y presunto heredero del califa fatimí al-Mustansir (1036-1094), y fue utilizado como bandera de un movimiento cismático que nunca llegó a apoyar. Éste se articuló en torno a otro dai de origen persa, Hasan al-Sabbâh. Su creciente descontento hacia el gobierno califal se concentró en el hombre fuerte del régimen, Badr al-Yamâlî, un militar