Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez

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Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez

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de los llamados penitenciales. Como es sabido, entre los siglos VII y XI, todos los pecados posibles se hallaban relacionados en libros que incluían la correspondiente penitencia que debían satisfacer. Existían muchos y muy diversos “manuales de confesión” de este tipo, y en ellos las penas previstas podían variar, pero no era infrecuente que el homicidio en contexto de guerra legítima comportara una penitencia mínima de cuarenta días de ayuno.

      Mientras la lógica que presidía estos penitenciales estuvo vigente, y lo estuvo hasta bien avanzado el siglo XI, no era fácil que se impusiera un auténtico espíritu de cruzada. En esta superación de las antiguas “rémoras pacifistas”, el siglo X y la primera mitad del XI jugaron un papel decisivo; en el transcurso de esos ciento cincuenta años se acabó imponiendo la aceptación de la guerra, no solo como el mal inevitable y por consiguiente legítimo, sino como una posible vía de salvación.

      La “inversión de valores” que supone el tránsito de la guerra santa por ser necesaria y ajustada a los designios de Dios e intereses de los cristianos, a la guerra santa como vía de salvación y expresión loable de una nueva espiritualidad, es un fenómeno complejo, plagado de contradicciones, no siempre lineal en su desarrollo y al que, desde luego, contribuyeron factores de lo más diverso cuyo despliegue cronológico, como ya hemos apuntado, se sitúa en un amplio período que cubre buena parte de los siglos X y XI. Naturalmente ese proceso transicional se consumará definitivamente a raíz de la predicación y el desarrollo de la primera cruzada a partir de 1095. Fijémonos en este apartado en algunos de esos elementos previos que nos ayudarán a entenderlo.

      En primer lugar era necesario, en la medida de lo posible, liberar el uso de las armas del tabú de impureza que recaía sobre ellas, en otras palabras, era preciso santificar el oficio de la guerra haciendo extensiva la militia Dei no solo a los que se consagraban a Dios mediante la oración, sino también a quienes defendían su causa mediante el uso de las armas, es decir, a los caballeros.

      Pero naturalmente no todo uso de las armas resultaba moralmente aceptable y mucho menos digno de ejemplaridad edificante. La violencia contraria a los valores defendidos por la Iglesia debía ser literalmente extirpada de la sociedad. A ello va destinado el complejo movimiento de la paz y tregua de Dios, y a ello también va dirigido el esfuerzo eclesiástico por arrogarse, en último término, el monopolio de la violencia legítima y su capacidad de administrarlo en beneficio de la defensa de la expansión de la cristiandad y de cuantos príncipes fieles a ella contribuyeran al mantenimiento de la fe.

      Una manera efectiva de sacralizar el uso de las armas fue, sin duda, el de atribuirlo a esos modelos de vida cristiana que eran los santos. El desarrollo y la difusión del culto a viejos y nuevos santos guerreros era un buen mecanismo legitimador; lo sería aún mayor la santificación de ciertos personajes como consecuencia precisamente de su actividad militar.

      La tipología de los santos guerreros es de lo más variado. Algunos eran antiguos soldados romanos que, en época de persecución, sufrieron martirio por negarse a sacrificar a los dioses y, sobre todo, a levantar sus armas contra los cristianos. Uno de los más conocidos por la extraordinaria difusión de su culto tanto en Oriente como en Occidente es san Jorge. Desde el siglo VIII era el protector del Imperio bizantino y algún tiempo después santo patrono de su ejército. Para entonces era ya conocido en Occidente, concretamente en el sur de Italia, antiguo territorio bizantino, donde, según la tradición, en 1063, en Cerami, ayudaba a los normandos en su ocupación de Sicilia frente a los musulmanes, y lo hacía en persona, vestido de blanco sobre un caballo del mismo color, que también era el del estandarte que enarbolaba.

      Otros santos constituyen estrictas creaciones legendarias de cuño bíblico. Es el caso de san Miguel, el arcángel que acaudilla las legiones celestiales y cuya imagen ya decoraba el estandarte de los reyes germánicos en sus campañas contra los magiares de la primera mitad del siglo X: a su ayuda atribuye la tradición la espectacular y decisiva victoria frente a ellos que Otón I obtuvo en Lechfeld en 955. Años más tarde, a mediados del siglo XI, un cronista benedictino, Andrés de Fleury, contaba una curiosa historia de intervenciones celestiales con motivo de una incursión contra musulmanes llevada a cabo por cuatro condes catalanes. Según el monje, uno de esos condes, Bernardo de Besalù, prometió a sus compañeros de campaña que sus exiguas fuerzas –500 guerreros– obtendrían la victoria frente a los 20.000 hombres con los que habrían de enfrentarse gracias a la intervención de san Miguel, ya que él solo se encargaría de derribar a 5.000 enemigos, pero es que, además, en aquella ocasión no actuaría en solitario: la Virgen María en persona se encargaría de eliminar otros 5.000, e igual número sería neutralizado por el apóstol san Pedro. Ante tal coalición, la victoria cristiana estaba garantizada y, de hecho, así le fue comunicado a un clérigo del santuario siciliano de San Miguel, en Monte Gargano, por la propia Virgen María.

      Miniatura con un enfrentamiento entre caballeros cristianos y el ejército musulman. Destacan las imponentes armaduras de los cristianos frente a la pobreza del armamento musulmán

      Santiago, el apóstol de España, es otra figura celestial de fundamento bíblico que podría encuadrarse en la categoría de santos guerreros a la que pertenece san Miguel. Su “actividad militar” es, sin embargo, algo posterior a la de este último, escapando en parte a la cronología que estamos ahora estimando. Es cierto que desde muy antiguo –pensemos en el himno de Mauregato de finales del siglo VIII– se le invocaba como santo protector de la monarquía asturiana, pero esas invocaciones no se transforman hasta comienzos del siglo XII en milagrosas apariciones sobre blanco corcel para apoyar la acción de los monarcas. Así ocurre, por vez primera, en la Crónica Silense, que al narrar la toma de Coimbra por Fernando I en 1064, informa de los ruegos del monarca al apóstol –al que el texto define ya como miles Christi– y de su aparición sobre caballo blanco anunciando la caída de la ciudad en manos cristianas. Con todo, todavía entonces Santiago no hacía patentes sus cualidades guerreras. Habrá que esperar a la conocida falsificación del Privilegio de los Votos, no anterior a mediados del siglo XII, para que aparezca la clásica y combativa evocación de Santiago junto a las fuerzas del rey Ramiro I en la legendaria batalla de Clavijo. A partir de entonces comenzaría su representación iconográfica, como la pionera del relieve de la catedral compostelana, en ningún caso fechable con anterioridad a la segunda mitad del siglo XII.

      Un tercer grupo de santos guerreros lo constituyen esforzados y belicosos príncipes que no tardarían en ser canonizados tras su desaparición. Es cierto que algunos de ellos no murieron con las armas en la mano, pero en vida fueron indiscutibles campeones armados de la fe. Como tal, la hagiografía de finales del siglo X nos presenta al joven y valeroso rey anglosajón Edmundo, que en 870 murió martirizado a manos de los daneses paganos por no renegar de su fe. Otros monarcas, en cambio, no solo habrían hecho de su vida militar un testimonio de fe cristiana, sino que alcanzaron la muerte precisamente guerreando contra el infiel, constituyendo este acto en sí mismo la prueba martirial que confirma su subida a los altares. Es un paso más en el proceso de sacralización del uso de las armas, que con anterioridad a 1050 cuenta ya con algún interesante ejemplo. Paradigmático es el caso de Olav II de Noruega; miembro de la familia real, se hizo con el trono de su reino tras recibir el bautismo hacia 1015 y contribuyó de manera decisiva a la cristianización de su país, lo cual unido a la fuerte centralización política que llevó a cabo, favoreció un amplio movimiento opositor liderado por la aristocracia pagana y animado por el rey danés Knut el Grande, que acabó destronándolo en 1028. Fue precisamente al intentar recuperar su trono cuando Olav pereció en la batalla de Stiklarstajir en 1030: la iglesia noruega lo proclamó santo, en medio de una creciente fama milagrera, apenas transcurrido un año.

      En efecto, a mediados del siglo XI el uso de las armas, lejos de ser un serio obstáculo para alcanzar la perfección cristiana, podía en determinados

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