Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez
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De todas formas, la guerra de los israelitas responde al mismo concepto que preside la de los pueblos de la Antigüedad que le preceden o que le son contemporáneos. Es la guerra de los dioses, que se ejecuta por su mandato, o al menos con su aprobación, pero que no corresponde ni a su defensa ni a la extensión de su credo. En este sentido, y como afirma R. de Vaux, estaríamos ante guerras santas pero no ante las guerras de religión que buscan defender, consolidar y extender sus principios. En consecuencia, estaríamos aún lejos del momento en que la guerra santa adopta la forma novedosa de una guerra por Dios.
El cambio se produce hacia el año 100 a.C. y también en ambientes hebreos, concretamente en aquellos que pugnaban por defender el credo y las costumbres religiosas del judaísmo frente al helenismo política y culturalmente imperante. Los tardíos libros bíblicos primero y segundo de Macabeos, redactados hacia aquella fecha, reflejan muy bien este cambio. El sometimiento del pueblo de Israel al control político de los seléucidas se traduce, durante el reinado de Antíoco IV Epífanes (175-164 a.C.), en una insufrible persecución religiosa. La sublevación de Matatías y sus hijos, entre ellos el primero y más conocido Judas el Martillo o Macabeo, fue la cristalización de la defensa religiosa del judaísmo amenazado por los seléucidas y sus partidarios los judíos filohelenistas.
En la llamada guerra de los Macabeos, narrada por la Biblia, se dan ya muchos de los elementos que aparecerán desarrollados posteriormente en las nuevas guerras por Dios: defensa de la fe mediante voluntarios animados por una legítima y santa ira, solidaridad con correligionarios oprimidos por sus creencias en tierras extrañas, búsqueda de la gloria y fama eternas, ritualización de la guerra mediante liturgias previas a la entrada en combate e, incluso, aparición, en momentos de máximo apuro, de aliados celestes en forma de caballeros vestidos de blanco y blandiendo armas de oro (2 Mac 10,29 y 11,8).
También en el seno del judaísmo, pero al margen de la tradición bíblica, podemos rastrear algún otro signo de este cambio de mentalidad bélico-religiosa que tiende a identificar la guerra santa con la propia causa de Dios. En torno a los comienzos mismos de nuestra era las comunidades esenias de Qumrán manejaban un manuscrito, la conocida como Regla de la guerra, en que, en términos apocalípticos, se narra el plan de campaña y distribución de las fuerzas de los hijos de la luz, que, guiados por los ángeles Miguel, Rafael y Sariel, harán realidad la victoria escatológica del bien sobre los hijos de las tinieblas liderados por Belial.
A través de estos ejemplos, por tanto, no es difícil rastrear la forja de la nueva concepción de una guerra santa al servicio de la causa de Dios. Será el cristianismo el que acabará dándole forma, aunque, como veremos en seguida, no antes del siglo IV.
IGLESIA Y VIOLENCIA
Postura del cristianismo inicial ante el ejército
Se ha dicho con frecuencia que en sus trescientos primeros años de historia los cristianos asumieron y defendieron, en ocasiones con vehemencia, los postulados propios del pacifismo que, en líneas generales, viene a caracterizar los textos del Nuevo Testamento y muy especialmente los evangelios canónicos. Desde hace algún tiempo, sin embargo, un sector representativo de especialistas tiende a matizar este reduccionista e idealizado panorama. De los datos de que disponemos nada autoriza a pensar que por parte de la Iglesia pudiera existir un rechazo generalizado, y mucho menos oficial, hacia la prestación del servicio militar. De hecho, los primitivos apologistas de la nueva religión se esforzaban en presentarla como una opción respetuosa con el orden establecido y digna, por tanto, de ser ella misma respetada, por lo que en nada hubiera ayudado a sus propósitos condenar el oficio de las armas que autoridades y el propio consenso social consideraban como una cívica y desde luego legítima exigencia por parte del Estado.
Es más, todo apunta a una activa aunque no numerosa presencia de cristianos en las filas de las legiones romanas desde por lo menos las últimas décadas del siglo II. La leyenda del milagro de la lluvia asociado a la legio XII fulminata puede resultar ilustrativo. Parece ser que dicha legión, movilizada por el emperador Marco Aurelio (161-180) para neutralizar la presión de los bárbaros en la frontera danubiana, estaba integrada en una proporción importante por cristianos. Pues bien, en un momento en que los legionarios se hallaban en situación de franca inferioridad, sin víveres y torturados por la sed, sus oraciones al Dios de los cristianos provocaron una abundante y reparadora lluvia para ellos, convertida en amenazadores rayos para sus enemigos. En realidad, no sabemos si los datos que ilustran el portento, incluida la propia presencia de la legio XII en el Danubio y el carácter cristiano y la proporción de sus componentes, son ciertos o no. Lo que nos interesa es que el relato nos ha sido transmitido, en buena parte, por autores cristianos cercanos a los hechos que no sólo no se asombran de la participación de sus correligionarios en las tropas imperiales sino que aplauden su ejemplar comportamiento militar.
Ese ejemplar comportamiento está también presente en los soldados relativamente numerosos que han pasado al santoral de los cristianos como consecuencia, sobre todo, de sus actitudes testimoniales frente a las últimas persecuciones de finales del siglo III y comienzos del IV. Sus passiones e incluso su propia identidad pueden, en algún caso, cuestionarse, pero su expreso reconocimiento de ejemplaridad en momentos todavía cercanos a su existencia real o imaginaria nos habla de conformidad eclesiástica con su dedicación militar. En casi todos los casos –pensemos, por ejemplo, en santos tan populares como Sebastián o Sergio– nos hallamos ante oficiales del ejército de modélica trayectoria profesional –como suelen subrayar las fuentes hagiográficas– que en un momento dado se negaron a prestar explícitos juramentos de fidelidad que supusieran sometimiento idolátrico al emperador, o que sencillamente rechazaron la exigencia oficial de realizar sacrificios rituales a las distintas divinidades, al igual que lo hacía el resto de los cristianos represaliados. Fue éste el gran problema que los cristianos hubieron de arrostrar en la Roma pagana y que llevó a muchos de ellos al martirio. Los soldados no fueron en ello una excepción. Pero no estamos ante una objeción de conciencia militar sino meramente religiosa y cultual.
Es verdad, sin embargo, que hubo ciertas tendencias de pacifismo cristiano que, en ocasiones, adoptaron formas de notable radicalidad, pero esas tendencias fueron fundamentalmente patrimonio de grupos sectarios, muchos de coloración gnóstica, que la Gran Iglesia, calificándolos de heterodoxos, iría marginando de su propia estructura. Por su parte, esta última, lentamente conformada a partir de movimientos cristianos muy diversos, y cincelada en la moderación del acercamiento estratégico al Estado, no adoptó hasta el siglo IV ninguna postura oficial respecto al tema del ejército y sus funciones, y se mostraba, en todo caso, comprensiva con sus fieles comprometidos con la milicia, siempre y cuando, eso sí, el servicio de armas no les reportara determinadas obligaciones cultuales que, por otra parte solo ocasionalmente, el Gobierno exigía. Así ocurrió, por ejemplo, cuando hacia 300, en vísperas de la gran persecución dioclecianea, se produjo una generalizada depuración entre la tropa: se obligaba a sus miembros a elegir entre el sacrificio a los dioses o sencillamente el abandono de la milicia. Fue en este contexto en el que se produjeron renombrados casos de martirio entre los soldados romanos, pero siempre por objeción religiosa y no militar.
El “giro constantiniano”
El primer pronunciamiento formal de la Iglesia en relación con el ejército data de 314, cuando los obispos reunidos en el concilio de Arlés condenaron abiertamente la deserción de cuantos fieles cristianos formaran parte de la milicia. La condena implicaba la pena máxima de la excomunión. Es decir, que la primera vez que la Iglesia afronta oficialmente el tema del ejército lo hace no para condenar su actividad sino para legitimarla protegiéndola.
Desde luego no estamos ante la legitimación del ejército como instrumento al servicio del concepto de guerra por Dios que siglos atrás se había forjado en la mentalidad judía.