El sexo entre hombres. Norberto Chaves

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El sexo entre hombres - Norberto Chaves

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las cadenas que la amarran al imaginario social instituido como real, habrá que comenzar, entonces, analizando los nombres de esas imágenes, o sea, las palabras.

      Por ingenua que fuera nuestra observación del lenguaje, lo que primero notamos es su carácter de universo paralelo y diferenciado respecto de los mundos a los cuales alude. La relación que las palabras mantienen con la realidad no consiste tanto en reflejarla, narrarla o describirla, como en proponer un esquema interpretativo de la misma, ordenar sus datos, en si mismos carentes de sentido, volviéndolos significativos. La función del lenguaje, por lo tanto, no es sólo hablar de la realidad sino crear una realidad, ilusoria, hecha de palabras, pero tan consistente y decisiva como la realidad misma. Y este esfuerzo por distinguir entre lenguaje y realidad no sería necesario si no fuera que una de las finalidades de ese universo verbal autónomo es, precisamente, el confundirse con los hechos del mundo. La «ilusión de realidad» es, en última instancia, la función básica del lenguaje.

      Aquel carácter de «realidad paralela» no es exclusivo de los discursos concretos ni tampoco de las ideologías, o sea, de los sistemas de ideas estables redactados socialmente, sino que ya se manifiesta en el propio lenguaje en tanto sistema de signos, en el idioma. La sintaxis y el léxico no son neutros, pues constituyen una peculiar manera de organizar los significados y las relaciones que éstos mantienen entre sí; permitiendo unos e inhibiendo otros. Y los criterios con que el lenguaje realiza esta tarea no son extraídos de la «realidad exterior» sino de los principios que rigen la estructuración de la cultura, de cada cultura. Roland Barthes, en su artículo «Responsabilidades de la gramática» [1] nos alerta sobre este carácter condicionado y condicionante, ya no de la ideología sino de la propia lengua:

      que la gramática clásica haya adquirido, en su área social limitada, cierto grado de perfección, no debe ocultar los sacrificios enormes que el uso exclusivo de tal instrumento cuesta a la expresión de una totalidad humana, y tal vez incluso a la formación de ideas nuevas.

      Hay ideas que sólo pueden pensarse y expresarse en un determinado idioma. Por lo tanto, hay pueblos enteros que jamás pensaron ni podrán decir ciertas cosas; sólo podrán pensar y decir otras, quizá con exclusividad. Pensemos en las dificultades, a veces insorteables, con que tropieza la traducción, incluso entre idiomas pertenecientes a una misma familia, y veremos evidenciada esta característica estructural del lenguaje. ¿Cómo se expresa en castellano «saudade»? ¿acaso «nostalgia»? Sí; pero no. No es que el castellano-pensante no pueda experimentar aquel bello sentimiento de los portugueses, sino que no ha llegado a distinguirlo. Le ha bastado con la nostalgia. Y los sentimientos humanos son más que los nombres de que disponemos para nombrarlos. Sólo hablamos de aquello que queremos o nos conviene hablar y, sólo para ello, inventamos las palabras.

      Y lo que vale para un idioma, vale para todos los dialectos y jergas que de él derivan. Las variaciones dentro de una lengua permiten liberarse de unas ataduras pero al precio de renunciar a ciertas posibilidades. Ninguna jerga, por mucho que transgreda a la lengua madre, se libera de las limitaciones inherentes a todo lenguaje, herederas, como son, de las matrices estructuradoras del todo social como cultura.

      A esta determinación cultural del idioma se suman, en un plano más concreto, las condicionantes de las ideologías y sistemas de valores particulares de los distintos sectores sociales y de las distintas épocas. Para decirlo con una metáfora: la lengua construye y delimita la arquitectura de un mundo de ideas, y las ideologías y sistemas de valores éticos, estéticos, etc. completan ese espacio verbal determinando sus relieves, acabados, cromatismos y disposición de los elementos. Retomemos a Barthes, en el mismo artículo:

      La Gramática de Port-Royal justifica las reglas, ya no por el uso, sino por el acuerdo lógico entre la regla y las exigencias del entendimiento. Todos los comentadores de esa época, inclusive los modernos, hacen mucho caso de las reformas del siglo XVII a favor de una lengua tan clara que pueda ser comprendida por todo el mundo; pero ese todo el mundo nunca fue más que una porción ínfima de la nación; es más, precisamente en nombre de una exigencia de universalidad, se excluyeron del lenguaje las palabras y la sintaxis inteligibles para el pueblo, las del trabajo y la acción (…). De ese lenguaje están forzosamente excluidas una infinidad de acciones y la acción misma, que en él solamente subsiste como modo profundo y visceral de sentir; de ahí, entre otras, la primacía de los tiempos, la desaparición de los modos y, en general, todas las reformas técnicas que pueden ayudar a eliminar del lenguaje de los directores, como se dice ahora, esa subjetividad tan especial del hombre popular, esa subjetividad que siempre se determina a través de una acción y no a través de una reflexión.

      En síntesis, la Gramática tiene algo de cárcel. Y ha sido concebida desde la ideología.

      Hay personas que cuando hablan del cáncer bajan la voz o eluden el término diciendo, por ejemplo, «algo malo» o «una cosa fea». Hay quienes prefieren decir «la cantante de color» a decir «la cantante negra». Así queda condicionada la actitud del hablante ante cada tema. Eufemismos, omisiones, sustituciones, relaciones causales, privilegios de unas ideas sobre otras, etc. vienen ya incluidos en las matrices ideológicas - que son sociales - condicionando las opciones verbales del individuo.

      Pero estaríamos empobreciendo nuestra comprensión del tema si construyéramos con lo anterior una representación estática del lenguaje. Así como los modelos de relación social y los sistemas de valores van modificándose con los cambios históricos, el lenguaje va adaptándose espontáneamente para absorber esos cambios. No tanto para salvar la distancia entre lenguaje y realidad como para preservar la solidaridad entre lenguaje y cultura.

      En el marco de las apreciaciones anteriores podemos ahora acercarnos a la relación entre el lenguaje y una dimensión concreta de la realidad humana: la sexualidad. La relación entre sexualidad y lenguaje es un caso ejemplar de la referida autonomía entre realidad práctica y realidad verbal. La prueba más tajante de ello es la ausencia de un léxico completo, preciso y plenamente legitimado para hablar de las prácticas sexuales con transparencia y univocidad. Para hablar del sexo en un plano coloquial se ha de apelar siempre a términos «fuera de contexto»: los cultismos («practicar el coito»); los eufemismos («hacer el amor»); los vulgarismos («follar», «coger», «chingar»). Ninguna fórmula es plenamente satisfactoria: o demasiado técnica, o demasiado cursi, o demasiado burda.

      Siempre hay que utilizar términos entre comillas. Como los que se traen de otro contexto. Como los que son utilizados por otras personas.

      En su «Introducción al psicoanálisis», [2] Freud inicia su reflexión sobre «La vida sexual humana» con la siguiente afirmación: A primera vista parece que todo el mundo se halla de acuerdo sobre el sentido de «lo sexual» asimilándolo a lo indecente; esto es, a aquello de lo que no debe hablarse entre personas correctas. Brillante manera de entrar en el tema: situándolo en el lugar preciso de su problematicidad, que no es el de las pulsiones individuales sino en el de los valores éticos, o sea, en el lugar de la ideología. Tal como lo hace Marx con la economía, Freud ingresa al análisis de la sexualidad haciendo referencia a una creencia, a un prejuicio. El psicoanálisis, entre sus mayores aportaciones, contiene su implícito cuestionamiento de las representaciones ideológicas; tarea que deja inmediatamente atrás para internarse en los abismos de la «psicología profunda». Hay que subrayar aquí el núcleo de esa problemática, condensada en una simple frase coloquial: «aquello de lo que no debe hablarse entre personas correctas»: lo sexual está reprimido esencialmente en la palabra.

      Desde aquel texto de Freud ha pasado casi un siglo y, a pesar de la notable distensión experimentada por la ética sexual – especialmente a partir de los años 60 –, el sexo sigue enlodado por el prejuicio (es cosa de degenerados, viciosos o libertinos); y, en los casos de mayor permisividad, se instala en el paradigma de las «picardías»: no es cosa de gente seria, pues esta gente del sexo ni

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