El sexo entre hombres. Norberto Chaves
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Así, cuando ella dice que «limpia, pule y da esplendor» a la lengua no incurre en un acto de soberbia sino más bien de ingenuidad. Ese tono coloquial sólo indica la artesana humildad con que define una misión mucho más trascendental, consistente en soldar, reparar las resquebrajaduras que la historia va creando en los lazos que aferran la lengua real a una matriz cultural. Esta situación que corrientemente se atribuye a una mera cuestión de moralismo, hipocresía o pudor tiene raíces mucho más profundas. En toda verbalización de lo sexual se manifiesta el modelo de relación entre sexualidad y cultura propio de cada sociedad. Y en nuestra sociedad el sexo es un tabú estructural, sólo reintegrado culturalmente mediante la legitimación del conflicto.
Preguntarse por la sexualidad es preguntarse, antes que nada, por el origen de aquella sanción social. Detrás de toda traumatología sexual es imposible disimular la dinámica de aquella «indecencia» socialmente imperante y operante en la constitución de la subjetividad.
La primera pregunta por la sexualidad no habita, por lo tanto, lo puramente psicológico: la sexualidad es esencialmente un asunto del imaginario social. Ya desde la primera infancia, entre todas las palabras que construyen en el individuo su ser social, se aloja en lo inconsciente la palabra «indecencia». Ingresamos a la vida por el sendero del pecado original y no hay bautismo que lo lave: el estigma nos acompañará toda la vida. La sexualidad humana es una experiencia trágica. Como la vida misma.
Por encima de los hablantes existe un discurso tácito acerca de la sexualidad, impreso en las matrices del lenguaje, o sea, del pensamiento.
Cualquiera sea la ideología sexual del hablante, el lenguaje mismo (el idioma) ya estará hablando por su boca. Al hablar decimos cosas que no pensábamos decir y mutilamos pensamientos latentes que quisieran manifestarse; dejamos hablar a un imaginario colectivo, originario y vigente, impreso en la propia lengua.
Pero el lenguaje dispone de los mecanismos de rebelión contra si mismo: la poesía y la teoría; espacios en que se autocritica poniendo en cuestión sus propios límites. Como toda otra dimensión de la condición humana, el lenguaje posee este carácter de conflicto abierto, irresuelto, entre sometimiento y liberación. El lenguaje es uno de los campos en que se libra la batalla sin fin entre la vida y la cultura.
Una de esas batallas, la librada por el pensamiento teórico, tiene en el psicoanálisis su arquetipo y, volviendo a Freud, podemos atestiguar ese esfuerzo por librarse de la prisión de los preconceptos al intentar definir lo sexual con objetividad:
Resulta muy difícil delimitar con exactitud el contenido del concepto de «lo sexual». Lo más acertado sería decir que entraña todo aquello relacionado con las diferencias que separan los sexos; mas esta definición resultará tan imprecisa como excesivamente comprensiva. Tomando como punto central el acto sexual en sí mismo, podría calificarse de sexual todo lo referente a la intención de procurarse un goce por medio del cuerpo y, en particular, de los órganos genitales del sexo opuesto, o sea, todo aquello que tienda a conseguir la unión de los genitales y la realización del acto sexual. Sin embargo, esta definición tiene también el defecto de aproximarnos a aquellos que identifican lo sexual con lo indecente y hacernos convenir con ellos en que el parto no tiene nada de sexual. En cambio considerando la procreación como el nódulo de la sexualidad se corre el peligro de excluir del concepto definido una gran cantidad de actos, tales como la masturbación o el mismo beso, que, presentando un indudable carácter sexual, no tienen la procreación como fin. Estas dificultades con que tropezamos para establecer el concepto de lo sexual surgen en todo intento de definición y, por lo tanto, no deben sorprendernos con exceso. Lo que sí sospechamos es que en el desarrollo de la noción de «lo sexual» se ha producido algo cuya consecuencia podemos calificar, utilizando un excelente neologismo de H. Silberer, de «error por encubrimiento» (Überdeckungsfehler). [2]
La palabra clave aquí es «encubrimiento»: la razón, incluso la científica, ha sido víctima del prejuicio, cuya función es ocultar las verdades como quien oculta, con idéntico rubor, las partes pudendas. En estos párrafos en que Freud se esfuerza por definir lo sexual, ya están indicados los obstáculos ideológicos principales: el tabú del placer sexual (la «indecencia» del puro goce) y la insuficiencia del argumento de la procreación.
De todos modos, a pesar de las limitaciones de la inteligencia y de las trampas que a ésta le tiende la ideología, la batalla verbal obtiene sus conquistas. De no ser ello cierto, de ser el lenguaje un universo cerrado, condicionante férreo de todo significado, tendríamos que concluir aquí nuestro discurso. Por el contrario, si nos hemos animado a este esfuerzo, es por el convencimiento de la importancia y, en el caso de la homosexualidad, de la urgencia de una reflexión - teórica, poética o ambas a la vez - que detecte las fronteras entre la necesaria obediencia y la irrenunciable transgresión de los lazos entre el lenguaje y el deseo.
Siendo en la palabra
La identidad no es un hecho independiente del discurso. No sólo forma parte del universo de lo real sino también del universo del lenguaje: es muy difícil reconocerle «ser» a algo que el discurso no pueda denominar. La identidad - lo que es y lo que no es - está férreamente condicionada por la cultura y circunscrita por el lenguaje. Es, por lo tanto, relativa, artificial, no natural. ¿Qué es una montaña? ¿Dónde comienza? ¿Cuándo ha de tener nombre propio? No todas las montañas de una cordillera tienen un nombre; es decir hay montañas que son más montañas que otras y merecen, por lo tanto, un apelativo que las diferencie. Pero tal merecimiento no es intrínseco al accidente geográfico sino a los especiales intereses de la mirada que lo bautiza. O sea, a la cultura. Lo que para unos pueblos es una mera transición entre colores para otros puede ser el color puro por excelencia. Varias tribus a la vez contemplan el mismo arco iris, pero cada una ve una bandera distinta. La identidad de las cosas del mundo - lo que es y lo que no es - es una función de la cultura.
En el individuo, todo rasgo particular se suma al complejo cuadro de la identidad personal para cualificarla; pero ninguno, per se, alcanza para fundarla. La identidad personal surge de un complejo entrecruzamiento de universos de sentido – múltiples y heterogéneos – en los cuales el sujeto se autoreconoce y es reconocido. La identidad es una gestalt en la cual sus ingredientes se articulan siempre de un modo distinto en función del particular, ocasional e irrepetible vínculo comunicacional con el otro y consigo mismo. La identidad personal no es una foto sino el vitral de un calidoscopio que gira permanentemente: nunca se suman ni se pierden cristales pero nunca se repite la imagen anterior.
Dicha complejidad está presente y activa en los vínculos reales, que se entablan predominantemente en lo inconsciente – «de inconsciente a inconsciente» – pero no se refleja punto por punto en el espejo del imaginario social, que es producto de la acción represora (en el sentido psicológico) de la ideología. O, más radicalmente aún, de la gramática. (Recordemos aquellos «compromisos de la gramática» referidos por Barthes).
Cuando la identidad personal real – oscura, indiscernible – sale a la calle, se integra en el espacio social como un circulante más y es resignificada conforme a las matrices que rigen el imaginario colectivo. Lo individual real es pensado conforme los paradigmas o clases imaginarias. El sujeto se transforma en una determinada combinación de «tipos oficiales» donde unos priman sobre otros. En el imaginario social, lo que pasaba con las cosas pasa, entonces, con las personas. Las personas estamos clasificadas conforme una matriz cultural expresada en el lenguaje: lo que socialmente somos