La leyenda negra en los personajes de la historia de España. Javier Leralta

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La leyenda negra en los personajes de la historia de España - Javier Leralta

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VI descansan en el monasterio de benedictinas de Sahagún de Campos, en León, al pie del Camino de Santiago, cuya seguridad impulsó.

      Rodrigo Díaz (Vivar del Cid?, Burgos, hacia 1045?-Valencia, 1099), hijo de Diego Laínez y de María? Rodríguez; se casó con Jimena Díaz con la que tuvo tres hijos: Diego, María y Cristina. Noble castellano apodado Campeador (posiblemente del vocablo latino campi doctor [luchador]) y el Cid (del árabe sidi [señor]). Descendiente por vía paterna de Laín Calvo, uno de los primeros jueces de Castilla, entró al servicio de Fernando I de León como doncel del infante Sancho, donde aprendió las artes de las armas y las letras. Luego fue caballero de confianza de Alfonso VI que le encargó el cobro de las parias de los reinos de taifas. Desterrado dos veces por desavenencias con el monarca, también estuvo al servicio del emir de Zaragoza.

      Su apodo de Campeador se hizo patente al conquistar Valencia, en junio de 1094, en cuya ciudad murió y recibió sepultura. Posteriormente su cuerpo fue trasladado al monasterio de San Pedro de Cardeña de donde salió en 1921 para ser enterrado en la catedral de Burgos junto a su mujer.

      De la relación entre Alfonso VI y el Cid sabemos lo que la leyenda ha querido que supiéramos. Durante años la idea de un castigo de destierro por obligar a su señor a jurar que no había participado en la muerte de su hermano Sancho fue un hecho asumido por la historia popular, sin más consideraciones historiográficas. El mito del héroe castellano estaba por encina del rigor histórico. Las alabanzas y elogios recogidos en los textos medievales y épicos como el Carmen Campidoctoris, la Crónica Najerense, la Historia Roderici o el Poema de Mío Cid fueron suficientes argumentos para dar crédito a todos los episodios. Pero llega un momento en que la ficción histórica se desvanece con el discurrir de las investigaciones y los hechos probados. Ahora, después de muchas reflexiones y de un conocimiento más profundo de la figura de Rodrigo Díaz, podemos afirmar que la leyenda del destierro y otras tantas vinculadas al Campeador son solo eso, leyendas que han servido para magnificarle como uno de los personajes más relevantes de nuestra historia, un héroe útil e imprescindible para una España necesitada de personajes épicos más allá de reyes y papas.

      Y lo mismo se puede decir de su amo y señor, del rey Alfonso VI. Seguramente nada tuvo que ver con la muerte de su hermano Sancho II (1038?-1072), hecho real y cierto; igual que la famosa Jura de Santa Gadea de Burgos en la que pretendidamente el Cid hizo jurar al rey de Castilla y León de que no participó en aquel vil asesinato ni que aquel acto tan osado y prepotente le supuso al Campeador su primer destierro. Estas leyendas, recogidas en el Poema de Mío Cid, una de las obras épicas más trascendentales de nuestra literatura, circularon de boca en boca por plazas y caminos de Castilla hasta constituirse en una verdad legendaria que animaban a las gentes a reunirse en las plazas mayores alrededor del juglar. No quiero decir que algunos de aquellos lances no ocurrieran, pero tal vez no sucedieron como realmente se contaron. Ahora hay más información para ofrecer un poco de luz sobre unos acontecimientos fechados a finales del siglo XI y que forman parte de la leyenda negra de dos personajes que impulsaron el carácter y la grandeza de Castilla: Alfonso VI y Rodrigo Díaz, Cid y Campeador a la vez.

      A veces las herencias son un regalo envenenado, un maná caído del cielo que si son mal recibidas y mal administradas resultan un serio problema. Sancho Garcés III (988?-1035), uno de los principales reyes navarros, abuelo de Sancho II y Alfonso VI, repartió sus bienes al morir entre sus cuatro hijos: García Sánchez recibió Navarra más las tierras de Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y La Rioja; a Fernando le correspondió Castilla; Gonzalo se encargó de los condados pirenaicos de Sobrarbe y Ribagorza, germen del reino de Aragón, y el bastardo Ramiro fue agraciado con el condado de Aragón. El reparto no gustó por razones de envidias y cuestiones fronterizas y enseguida empezaron las tensiones entre los hermanos que acabaron con la muerte de Gonzalo entre otros escándalos. Aquel error, que debía haber servido de ejemplo, lo repitió Fernando I (1016?-1065), el primer rey de León y Castilla, quien cometió la equivocación de segregar sus tierras entre sus hijos. A Sancho, el mayor, le tocó en suerte Castilla; a Alfonso le correspondió el reino de León, y García, el tercero, se hizo cargo de Galicia. La herencia también incluía la recaudación de los tributos (parias) de los reinos musulmanes de Zaragoza, Toledo, Albarracín, Badajoz y Sevilla que rendían vasallaje a los reinos cristianos con el fin de evitar sus ataques.

      Pero este reparto no se ajustaba al derecho castellano porque los bienes territoriales repartidos por Fernando I –sobre todo los correspondientes a Castilla– formaban parte indisoluble de su patrimonio y según el derecho en vigor, esas tierras le correspondían a su primer hijo Sancho. Además la cuestión jurídica era muy complicada en este caso porque Fernando I hizo muy bien al entregar el reino de Castilla a Sancho porque era patrimonio propio y así debía ser según la ley; y tal vez pensó que los otros territorios, los de León y Galicia, que los había recibido de su matrimonio con Sancha –aunque él fuera el rey efectivo de todos ellos– los debía entregar a sus otros hijos, seguramente por razones defensivas y militares. Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247) cronista y arzobispo de Toledo, autor de la Historia de los hechos de España, explicó muy bien este conflicto en sus escritos:

      “ningún poder admite ser compartido y como los reyes de España deben a la feroz sangre de los godos el que los poderosos no soporten a nadie igual ni los débiles a nadie superior, con bastante frecuencia las exequias de los reyes se empaparon con la sangre de la herencia entre los godos”.

      Por eso, la distribución territorial realizada por Fernando I no fue del agrado de sus hijos que aguantaron la furia mientras vivió la reina madre, Sancha, fallecida en 1067. Fue entonces cuando se desataron las hostilidades; Sancho –que con razón se consideraba el único rey de Castilla y León– atacó a Alfonso en Llantada (1068), cerca de la raya fronteriza formada por el río Pisuerga, con un resultado dudoso que no alteró los límites de ambos reinos. Más tarde, el pusilánime García sería despojado de su territorio por sus hermanos quienes se repartieron el reino de Galicia, seguramente con un mal acuerdo porque al poco tiempo ambos se enfrentaron de nuevo, esta vez cerca de la localidad palentina de Carrión de Campos por donde ya empezaban a pasar los primeros peregrinos de camino a Santiago. Y digo lo de un mal acuerdo porque resultaba muy complicado ejercer el control de Galicia desde Castilla estando por medio el territorio del reino de León. Aquella batalla, conocida con el nombre de Golpejera (1072), se saldó con la derrota de Alfonso, detenido y posteriormente desterrado al reino musulmán de Toledo en donde entabló una gran amistad con el prestigioso y hospitalario rey Ismail al-Mamún. Se desconoce la causa por la que Sancho dejó en libertad a su hermano cuando lo normal en esos casos era matar o dejar inválido (ciego) al oponente para que no pudiera gobernar, aunque fuera un familiar. Tal vez la petición de clemencia hecha por su hermana Urraca y por el influyente abad de Cluny, san Hugo, hicieron cambiar de parecer a Sancho II. El caso es que los territorios de León y Castilla volvieron a unirse bajo el cetro de Sancho II, pero un hecho aparentemente ocasional cambió el rumbo de la historia que se estaba escribiendo en ese momento.

      Al parecer los deseos expansionistas de Sancho fueron más allá y ahora pretendía la conquista de la ciudad de Zamora, señorío de su hermana Urraca y bien defendida por sus robustas murallas, orilladas por el Duero. No se sabe muy bien cómo ocurrió, el caso es que un caballero zamorano, de nombre Vellido Dolfos (Vellido Adolfo según la Primera Crónica General de Alfonso X) consiguió abandonar la villa y llegar hasta el campamento de Sancho II a quien le pidió su protección. Una vez ganada su confianza, el resto de la operación resultó sencilla. El falso desertor aprovechó un momento de soledad del monarca para atravesarle el pecho con una lanza, provocándole la muerte. Otras opiniones indican que el traidor, aprovechándose de la amistad de Sancho, le explicó la manera de entrar en la ciudad a través de un portillo. El confiado rey se acercó a la muralla y en un descuido fue apuñalado en el costado (7 de octubre de 1072) por el caballero zamorano. El traidor pudo escapar del acoso de la guardia real a través de una pequeña puerta del recinto que durante mucho tiempo se llamó Portillo

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