La leyenda negra en los personajes de la historia de España. Javier Leralta

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La leyenda negra en los personajes de la historia de España - Javier Leralta

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Poema de Mío Cid es posiblemente la obra más antigua de la literatura castellana, lengua que empezaba a desplazar al latín de los ambientes cortesanos y aristócratas y que era entendida, además, por el pueblo. De ahí la gran difusión y buena acogida que tuvo. Un trabajo memorable, único e irrepetible por su desarrollo narrativo y planteamiento argumental, dividido en tres actos. Un texto de ficción, comprobado por diferentes estudiosos del tema, que intentó promocionar el orgullo castellano y los valores caballerescos de la época como la lealtad, la justicia, la fidelidad y la nobleza. El Cid aparece como un personaje de leyenda, asumiendo con resignación la desgracia de abandonar su tierra por una decisión injusta. Pero el autor de la obra supo combinar muy bien la verdad histórica con la ficción y el resultado fue un poema épico de gran calidad y mucha trascendencia literaria e histórica. Ante el acoso almohade, Castilla vivía un periodo convulso necesitado de personajes heroicos que dieran valor al espíritu castellano de siempre, de guerreros vencedores y combativos con el enemigo almorávide. Hacía falta una renovación del sentimiento de vasallaje hacia el rey y, al mismo tiempo, había que contentar a la nobleza con proezas bélicas y episodios atractivos que afirmaran el espíritu caballeresco del momento, y el Cid representaba todas esas virtudes. Así pues, el Poema de Mío Cid se convirtió en la mejor campaña de propaganda de la España de Alfonso VIII y tal vez ayudó a subir la adrenalina y la autoestima de los soldados cristianos que derrotaron a los musulmanes en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212.

      “No por ambición ni codicia, sino por necesidad del pueblo y la tranquilidad de la Iglesia y llevado por el mejor deseo”.

      (Palabras de Ramiro II al ser coronado rey de Aragón)

      Ramiro II (Jaca, 1084-Huesca, 1157), rey de Aragón (1134-1137), tercer hijo de Felicia de Roucy y Sancho Ramírez I, rey de Aragón y Navarra. Heredó la corona del reino de su hermano Alfonso I y en 1137 cedió el trono a su yerno Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, aunque siguió ostentando el título de rey hasta su muerte. Está enterrado en la iglesia de San Pedro el Viejo de Huesca.

      La muerte de Alfonso I el Batallador, sin descendencia directa, dejó el trono de Aragón lleno de incertidumbres y tensiones porque nadie, o muy pocos, dieron crédito al testamento real de donar la gestión de la Corona de Aragón a las Órdenes Militares y, mucho menos, de hacerlo efectivo. Una cosa era la decisión personal del rey y otra muy distinta la realidad social y política del reino, su historia, sus costumbres y sus maneras de vida. La Iglesia exigía el cumplimiento de la última decisión de Alfonso I y la nobleza aragonesa buscaba una salida más sensata y ajustada a derecho. Al final, los aragoneses buscaron una solución momentánea para salir del apuro como fue la propuesta de ofrecer el trono de Aragón al monje Ramiro, hermano menor de Alfonso I.

      Ramiro, al igual que su hermano, había recibido de su madre Felicia de Roucy una esmerada educación fundamentada en profundos principios religiosos que le animaron a entrar en la abadía benedictina francesa de Saint-Pons-de-Thomières [San Ponce de Tomeras] con nueve años; después su hermano Alfonso le encargó que se hiciese cargo de la abadía leonesa de Sahagún (1110); luego fue elegido obispo de Burgos (1114) y un año después de Pamplona, más tarde abad del maravilloso templo románico de San Pedro el Viejo de Huesca (1130) y finalmente alcanzó el grado de obispo de Roda de Isábena y Barbastro (Huesca) en 1134. Y así pasaba su vida, entre claustros, hábitos y oraciones, alejado del mundanal ruido de las batallas y de los despachos reales. Esta vida fue la que le valió el sobrenombre con el que ha pasado a la historia, Ramiro II el Monje o el Rey Cogulla, como aparece en los escritos.

      Pero la muerte de su hermano le obligó a salir de las dependencias monacales para ceñirse la corona de Aragón. Necesitó de una dispensa pontificia de Benedicto IX (1134) para que abandonara su matrimonio con Dios y se hiciera cargo de otros menesteres más tangibles e incómodos como era el gobierno de un reino envuelto en guerras y disturbios. Lo cierto es que Ramiro no lo hizo con buena gana y que fueron razones de Estado las que le empujaron a cambiar la cogulla de obispo por la capa y el cetro de rey… “no por ambición ni codicia, sino por necesidad del pueblo y la tranquilidad de la Iglesia y llevado por el mejor deseo”. Los cuatro años que estuvo reinando en Aragón fueron tan intensos y frenéticos que no es de extrañar que al final echara en falta su vida contemplativa de monje e hiciera todo lo posible para desprenderse de la corona como así hizo más adelante.

      Antes de entrar en los detalles de la leyenda negra de Ramiro II conviene explicar algunas circunstancias previas a los acontecimientos que tuvieron lugar en Huesca, entre ellas su elección de rey, hecho que no fue del agrado de mucha gente. El nuevo monarca fue coronado en su localidad natal de Jaca en 1134, pero la ciudad de Pamplona no le aceptó y una parte de la nobleza proclamó rey de Navarra a García Ramírez V. En aquellas fechas Aragón y Navarra estaban unidas desde 1076 a raíz de la muerte del rey de Pamplona Sancho Garcés IV, asesinado en el transcurso de una cacería por orden de sus hermanos, Ramón y Ermesinda, que pretendían alcanzar el poder. El rey navarro fue arrojado al fondo de un profundo precipicio pero las cosas no salieron como esperaban. Enterados algunos nobles de la intriga, no aceptaron como soberano a ningún miembro de la familia, ni siquiera al pequeño heredero del monarca asesinado debido a su corta edad, y decidieron elegir a su primo, al rey aragonés Sancho Ramírez I. Desde entonces habían permanecido unidas las coronas de ambos reinos hasta que Ramiro II tuvo que colgar el hábito.

      Por si faltaba algo, el monarca castellano Alfonso VII, que se hallaba en todos los acontecimientos, decidió entrar en escena aprovechando la debilidad y la confusión del momento, ocupando Soria, Nájera (La Rioja) y Zaragoza. Para poner las cosas en orden, el nuevo rey pidió una tregua a los musulmanes y firmó algunos pactos con sus vecinos navarros para aclarar las fronteras de ambos reinos que en aquellos tiempos estaban muy difusas por varias circunstancias como eran la inestabilidad política –hecho que provocaba que entre los reinos vecinos se ocuparan y se entregaran plazas en función de acuerdos y casamientos– y las razias o incursiones musulmanas, que penetraban en territorios ajenos y luego los tomaban en propiedad. El caso es que Ramiro II tenía tanta faena en casa que no sabía muy bien qué hacer. Además, estaba la presión de Inocencio II que de vez en cuando le enviaba algún aviso recordándole el testamento de su hermano, la cesión de la Corona de Aragón a los caballeros templarios, hospitalarios y del Santo Sepulcro.

      Tantos problemas internos y externos animaron a una parte de la nobleza a levantarse por la mala gestión política del nuevo regidor que, entre otras medidas, había devaluado la moneda jaquesa y vaciado los cepillos de las iglesias para superar la crisis económica. A partir de esta situación social se creó, siglos después, la leyenda de la Campana de Huesca con múltiples facetas y diversas interpretaciones históricas de dudosa verosimilitud. He intentado analizar de nuevo todas las versiones históricas para trasladar al lector la verdad de uno de los episodios más tristes de la Alta Edad Media, y lo cierto es que no he podido llegar a una conclusión categórica. Así pues, a medio camino entre la leyenda y la verdad historiográfica, estos fueron los sucesos ocurridos hacia el año de 1135 y que dieron lugar a la leyenda negra de Ramiro II.

      Según la tradición, el rey aragonés, cansado de tanta rebelión y crispación civil, convocó a los nobles en su palacio de Huesca con la excusa de presentarles el proyecto de construir una campana que se oyera en todo el reino. A la cita fueron llegando los principales nobles a los que invitó a pasar uno a uno a una sala del palacio donde les esperaba una trágica sorpresa: todos fueron decapitados por los hombres del rey y sus cabezas quedaron colocadas en círculo menos la última, la del prohombre más levantisco, el obispo Ordás, titular de la diócesis de Huesca, cuya cabeza fue colgada de una campana pendiendo como un badajo. Algunas fuentes hablan de hasta doce nobles decapitados y otras de siete. Allí, en el suelo del palacio

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