Cara y cruz. José Miguel Cejas
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Escrivá utilizó siempre el verbo ver para describir aquella moción interior. ¿Qué vio? ¿Rostros concretos, facciones singulares? No. ¿Una estructura jurídico-canónica determinada? Tampoco. De la lectura de sus notas solo se deduce que vio que Dios llamaba a los hombres5 para que se santificaran en su trabajo cotidiano; y que le pedía –a él– que abriera un camino de santidad en el seno de la Iglesia para difundir ese mensaje.
Sí; él –que tan consciente era de sus limitaciones– debía promover ese fuerte impulso de renovación cristiana en los cinco continentes6.
«Madrid fue mi Damasco», decía desde entonces, porque en esa ciudad, al igual que a Pablo de Tarso, se le cayeron las escamas de los ojos que le impedían ver lo que Dios esperaba de él7.
* * *
Desde una perspectiva sin fe, estos hechos resultan inexplicables. Anteriormente, al hablar del efecto que tuvieron en Escrivá las huellas en la nieve, me referí a André Frossard, un francés de veinte años, no bautizado, ateo, hijo del Secretario General del Partido Comunista que se convirtió de repente al entrar en una iglesia parisina. Su conversión, justamente famosa, muestra cómo se desarrollan este tipo de sucesos.
Frossard entró a las cinco y diez de la tarde en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo. Salió a las cinco y cuarto completamente transformado.
Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar [...] volví a salir, algunos minutos más tarde, «católico, apostólico, romano», llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable8.
Lo que había visto –explicó Escrivá años después– no fue una ocurrencia personal; ni un ya lo encontré; ni la conclusión de un proceso intelectual propio. Desde luego, aquello no era un fruto de su tiempo, porque los movimientos teológicos y espirituales marchaban en otra dirección. Y nunca había sospechado que Dios quisiera que fundase algo9.
Eso explica que en un primer momento pensara que el hecho de que hubiera visto aquello no significaba, forzosamente, que él debiera fundarlo. Quizá existiera ya en el seno de la Iglesia, y lo único que debía hacer, por su parte, era incorporarse a ese camino. «Me dio la aparente humildad de pensar –contaba Escrivá– que podría haber en el mundo cosas que no se diferenciaran de lo que Él me pedía. Era una cobardía poco razonable; era la cobardía de la comodidad, y la prueba de que a mí no me interesaba ser fundador de nada...»10.
Comenzó a indagar y a preguntar si aquello existía ya. Habían surgido diversas realidades eclesiales en Italia, Alemania, Suiza, Francia, Hungría y Polonia, donde el Padre Honorato había creado varias instituciones11. Quizá...
Solicitó información, por ejemplo, a la Compañía de San Pablo, que había sido fundada en Milán por un sacerdote, Giovanni Rossi, con la aprobación del cardenal Ferrari. Pero al enterarse, entre otras cuestiones, de que admitían a mujeres, la descartó12.
Cuando, tras muchas cartas y gestiones, comprobó que no existía nada parecido, se resignó a la idea de abrir un camino nuevo. Sí; aquello era por lo que venía rezando desde los quince años. «Yo quería y no quería», afirmaba13.
Comentaba tiempo después: «Sabéis qué aversión he tenido siempre a ese empeño de algunos –cuando no está basado en razones muy sobrenaturales, que la Iglesia juzga– por hacer nuevas fundaciones. Me parecía –y me sigue pareciendo– que sobraban fundaciones y fundadores: veía el peligro de una especie de psicosis de fundación, que llevaba a crear cosas innecesarias por motivos que consideraba ridículos. Pensaba, quizá con falta de caridad, que en alguna ocasión el motivo era lo de menos: lo esencial era crear algo nuevo y llamarse fundador»14.
No eligió su misión: Dios se la hizo ver –decía–; y en medio de circunstancias poco favorables, podemos añadir, porque no estaba incardinado en Madrid15; no contaba con un encargo pastoral que le permitiera mantener de forma estable a los suyos, y no disponía de recursos económicos ni materiales. Por no tener, aquello no tenía nombre siquiera. «Solo tenía yo veintiséis años, gracia de Dios y buen humor. La Obra nació pequeña: no era más que el afán de un joven sacerdote, que se esforzaba en hacer lo que Dios le pedía»16.
«Veintiséis años, gracia de Dios y buen humor». Vale la pena reflexionar sobre este autorretrato que nos deja Escrivá centrándonos en aquellos últimos meses de 1928 en los que la historia todavía no estaba escrita, porque nunca lo está: depende siempre de la libertad humana.
Para situar al joven Escrivá dentro de aquel contexto conviene despojarse mentalmente de lo que sabemos que ocurrió después; no solo porque los hechos podían haber sucedido de otro modo, sino porque –quizá– podían no haber ocurrido.
Escrivá, como todo hombre, no tenía «un sino inexorable»: recibió una propuesta y respondió positiva y libremente a un querer de Dios. Ese querer fue haciéndose realidad y encarnándose –también como fruto de respuestas libres a la gracia– en millares de vidas concretas... lo mismo que podía no haberse hecho realidad por falta de fidelidad, ya sea por parte de Escrivá o de esas personas.
Josemaría conocía bien lo que se cuenta que Cristo dijo a Teresa de Ávila: «Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido»17.
Un mensaje novedoso
El 2 de octubre de 1928 terminó el periodo de los presentimientos y las intuiciones –«barruntos», en palabras de Escrivá– y comenzó el tiempo fundacional. A partir de entonces sintió sobre sus hombros la responsabilidad de una misión que debía llevar a cabo sin que le apeteciera –nunca quiso ser fundador–; y con solo veintiséis años, cuando humanamente era un donnadie, tanto en el contexto de la Iglesia como en el de la sociedad civil.
Se abrían en su vida dos posibilidades, dos caminos: un «camino de la Cruz, cumpliendo la Voluntad de Dios en la fundación de la Obra que me llevará a la santidad» y otro camino, «ancho –¡y corto!–, de perdición, cumpliendo mi voluntad»18.
Experimentó por primera vez el temor de que aquella misión no se hiciera realidad por falta de generosidad por su parte. Era consciente de sus virtudes y defectos; de sus cualidades y limitaciones; y sabía que aquella tarea, a todas luces, le sobrepasaba. «No es la natural modestia –explicaba–. Es el constante convencimiento, la claridad meridiana de mi propia indignidad. Jamás me había pasado por la cabeza [...] que debería llevar adelante una misión entre los hombres»19.
Al fenómeno interior del 2 de octubre se unió otro, desconcertante: no volvió a tener nuevas «iluminaciones» interiores durante más de un año. Por fin, en noviembre de 1929 anotó: «Empieza otra vez, la ayuda especial, muy concreta, del Señor»20.
Había recibido un mensaje revolucionario y no le resultaría fácil a aquel sacerdote joven e inexperto empezar a romper la malla de prejuicios y estructuras mentales que constituían el bagaje intelectual de muchos católicos desde hacía siglos –«el que quiera ser santo, que se meta a monje», solía decirse–, a pesar de que sus palabras entroncaban directamente con las enseñanzas de Jesucristo