Cara y cruz. José Miguel Cejas
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Cara y cruz - José Miguel Cejas страница 23
Esos empeños apostólicos irían variando con el paso del tiempo, respondiendo a necesidades sociales y humanas que entonces ni siquiera se planteaban. Nacerían universidades, hospitales, ambulatorios, centros geriátricos, comedores sociales para personas en situación de crisis, iniciativas de enseñanza, proyectos asistenciales para los «últimos», ONG para la consecución de la paz o la lucha contra el paro, escuelas para la formación de empresarios, de obreros, de personas del medio rural; y un largo etcétera12.
Esa era la vivificación cristiana que debían llevar a cabo los bautizados en una sociedad en la que Cristo debía estar en la cumbre de las actividades humanas; es decir, en la cumbre del mundo de la cultura, del arte en sus expresiones más variadas, de la moda, del entretenimiento, del espectáculo, de la vida política, de las relaciones económicas, del deporte, de las comunicaciones, etc.
En su mente las actividades para la promoción de la justicia y la lucha contra la pobreza debía ser expresión del afán por identificarse con Cristo de cada persona que viviera ese espíritu13. Esa lucha, ese esfuerzo, no exigía que los cristianos «salieran de su sitio»: allí, en su hogar, en su trabajo, en su ambiente social, debían actuar con sentido de justicia y solidaridad, construyendo junto con las demás personas de buena voluntad –creyentes o no– una sociedad más humana.
Aquello, aún sin nombre, debía ser un camino para el encuentro personal con el Señor sin intimismos reductores y sin esa indiferencia ante la suerte material y espiritual de los demás que no es propia de un corazón unido a Jesucristo. Había que «darle la vuelta al mundo como un calcetín», decía, con frase gráfica.
A los que les mostraba este panorama –cuya formulación concreta fue precisando con el paso del tiempo– les sorprendía la seguridad –sin ser un visionario– con la que hablaba. Cuenta un amigo suyo, Castán Lacoma: «En alguna de aquellas ocasiones, entre los años 1929 y 1932, dimos varios paseos, a solas, conversando largamente [...]. Me habló de la fundación que el Señor le pedía [...]. Aunque decía que estaba trabajando para realizarla, me hablaba de todo como si fuese una cosa ya hecha: tal era la claridad con la que –ayudado por la gracia de Dios– la veía proyectada en el futuro»14.
¿Cómo va la tesis?
A partir del 2 de octubre de 1928, sus trabajos para conseguir el doctorado, motivo por el que se había trasladado a Madrid, fueron quedando en un segundo plano. En marzo de 1930 comenzó a trabajar en la Biblioteca Nacional en una tesis sobre «La ordenación de mestizos y cuarterones en la América española durante la época colonial»15.
Pou de Foxá le seguía preguntando por la marcha de la tesis y le urgía para que se doctorase cuanto antes, aceptando mientras tanto cualquier trabajo, en un bufete, por ejemplo. Su pariente, el obispo de Cuenca, y Francisco Morán, el Vicario General, le aconsejaban lo mismo: «tienes que concentrarte en el doctorado».
Pero Escrivá no estaba dispuesto a ejercer un trabajo que le apartara de su misión o que retrasara el querer de Dios que había visto aquel 2 de octubre. Ese querer y esa misión se habían convertido en lo primero y fundamental de su vida.
Razonaba así: «No tengo dinero. Esto lleva consigo una doble consecuencia: a) que, como he de trabajar –a veces excesivamente– para sostener mi casa, no me queda ni tiempo ni humor para los trabajos inmediatos de estos doctorados; y b) que aunque tuviera tiempo, no teniendo dinero, es imposible pasar a esos ejercicios académicos»16.
La situación se volvía cada vez más difícil. En junio de 1930 expiraba el plazo que le había dado su Arzobispo para residir fuera de la diócesis de Zaragoza, y el obispo de Madrid estaba adoptando medidas para que los sacerdotes extradiocesanos regresaran a sus diócesis de origen.
Eso explica que cada vez que visitaba al Vicario para renovar las licencias ministeriales, acudiera con el alma en vilo. Entraba primero en la cercana iglesia de Las Carboneras17 y le pedía al Señor que se las renovaran a pesar de su condición de extradiocesano. Al terminar, regresaba a la iglesia para dar gracias.
Pero no podía permanecer indefinidamente así. Su situación se volvió tan inestable que contempló la posibilidad de aceptar la canonjía que le había ofrecido su pariente, el obispo de Cuenca. Pero después de hacer varias gestiones, acabó descartando la idea. Lo prioritario –concluyó– era sacar adelante la Obra; y ese empeño tenía, en aquellos comienzos, un ámbito específico de crecimiento: Madrid.
Debo proporcionarme una colocación eclesiástica modesta que me dé estabilidad canónica en Madrid hasta que la Obra se desarrolle lo suficiente: escondido tras el carguito de sacerdote secular, ¡cuánto puedo hacer, con la ayuda de Dios, para su Obra!18.
Otro problema que le acuciaba y no sabía resolver era el de su familia. Pensaba que no había llegado el tiempo para explicarle aquello a su madre y a sus hermanos (además, ¿qué les podía explicar?: era solo una moción interior dentro de su alma). Lógicamente, su madre y sus hermanos no comprendían su modo de actuar: ¿Por qué se quedaban en Madrid, pasando apuros, cuando podían vivir en Cuenca con cierto desahogo?
Josemaría sufría al verles padecer por su causa. «Estoy con una tribulación y desamparo grandes. ¿Motivos? Realmente, los de siempre. Pero, es algo personalísimo que, sin quitarme la confianza en mi Dios, me hace sufrir, porque no veo salida humana posible a mi situación»19.
Si esa contradicción le afectara únicamente a él –pensaba– le resultaría más soportable, pero de hecho acababa recayendo sobre los hombros de su madre y su hermana, que le recordaban a Simón de Cirene, al que los soldados romanos ordenaron que ayudase a Cristo a llevar la Cruz. Eso hizo que durante aquel tiempo le pidiera a Dios «una cruz sin cirineos».
Seguía conociendo a personas de diversos ambientes sociales: el 13 y 14 de junio, por ejemplo, predicó en la Capilla del Obispo –un hermoso templo situado en la Plaza de la Paja– ante un numeroso auditorio compuesto por obreros y trabajadores. Les habló con su estilo directo, sencillo y asequible –algo poco habitual en aquella época, propensa a las retóricas ampulosas– y se conmovió al ver la sed de Dios de aquellas gentes. Para vencer su emoción se aferró con fuerza al pasamanos de hierro de la barandilla20.
Para entender las causas de esa emoción conviene tener presente, entre otros factores, las penosas condiciones de vida de la llamada entonces «masa obrera», que empeorarían aún más a causa de la Gran Depresión de 1929.
Aunque durante ese periodo se mantenía lo que se denominaba entonces la «paz social», seguían sin resolverse los graves problemas económicos y políticos que afectaban particularmente a los obreros y a los trabajadores que le escuchaban, hombres que malvivían con sus familias en aquellos suburbios miserables que Escrivá conocía bien.
Se entiende que, olvidadas de todos, y manipuladas por diversas ideologías, esas masas sociales fueran radicalizándose, y que aquellas barriadas se convirtieran en un polvorín.
* * *
Mientras tanto, Escrivá sufría un proceso íntimo de purificación:
Quiere el Señor humillarme de una buena temporada a esta parte –anotaba en sus apuntes–, para