Cara y cruz. José Miguel Cejas

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Cara y cruz - José Miguel Cejas Caminos XL

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ignorantes de aquellas barriadas extremas»37.

      Atendía a centenares de enfermos en los hospitales y corralas madrileñas donde se hacinaban las familias en condiciones miserables. Iba a visitarles en tranvía, a pie, entre el barro y los charcos, sorteando las inmundicias, con los zapatos rotos, protegiéndose las suelas agujereadas con cartones –no había para más–, haciendo oídos sordos a los insultos –cucaracha era el más refinado–, entre el hedor y la mugre, adentrándose en lugares que muchas buenas gentes de Madrid no se atrevían a pisar.

      En este ambiente –recuerda una religiosa, Asunción Muñoz–:

      Se nos hizo imprescindible nuestro Capellán [...]. Yo era la más joven de la Fundación y tenía más resistencia para actuar de día o de noche [...].

      Nos acercábamos a las casas humildes de estos enfermos. Había, muchas veces, que legalizar su situación, casarlos, solucionar problemas sociales y morales urgentes. Ayudarles en muchos aspectos. [...] ¡Cuántas veces he dialogado con él acerca de un alma que habíamos de salvar, de un paciente que necesitábamos convencer! Yo le pedía consejo acerca de lo que habíamos de decir o hacer. Y él iba todas las tardes a ver a alguno de ellos, puesto que los enfermos para él eran un tesoro: los llevaba en el corazón38.

      VIII

      De agosto a agosto

      (1930-1931)

       24 de agosto de 1930. Isidoro. Un encuentro «casual»

      Comenzaron a secundarle algunas personas, como José Romeo Rivera, Pepe1, un joven estudiante de Arquitectura a cuya familia conocía desde sus años en Zaragoza; Norberto Rodríguez2, el sacerdote al que Escrivá le había hablado de la Obra en las Navidades de 1929 (y que se autovinculó el 14 de febrero de 1930, antes de que se lo propusiera el joven fundador)3; y su viejo amigo de Logroño, Isidoro Zorzano, que era entonces un ingeniero de veintiocho años que ejercía su profesión en Andalucía.

      El 24 de agosto de 1930, cuando Zorzano se dirigía hacia Cameros, en La Rioja, para estar con su familia, hizo una breve parada en la capital con la intención de pasar unas horas con su amigo Josemaría, que le había escrito poco antes en una postal: «cuando vengas por Madrid, no dejes de verme. Tengo que contarte muchas cosas»4.

      Al llegar, como no le había avisado previamente de su hora de llegada, no le encontró en casa. Decidió dar un paseo hasta la Puerta del Sol y luego tomar el tren en dirección a Logroño. Don Josemaría estaba en esos momentos acompañando a un chico enfermo. «De pronto –recordabasentí el impulso de tener que salir a la calle. Le dije que me marchaba y, aunque la madre insistió en que me quedara, por la compañía que hacía a su hijo, me despedí. No sabía adónde iba; ya en la calle, sin saber adónde me dirigía, me encontré de sopetón con Isidoro, que estaba haciendo tiempo para coger el tren de vuelta y casualmente pasaba también por allí»5.

      Aquel encuentro marcaría definitivamente la vida de Zorzano. «Nada más saludarme –recordaba Escrivá– me dijo a bocajarro: Quiero entregarme a Dios y no sé cómo ni dónde»6. Fueron a casa de Josemaría. Isidoro le contó sus inquietudes y, al oírle, su amigo le habló extensamente del Opus Dei. Desde aquel momento este joven ingeniero se unió a la Obra.

      Durante aquel periodo «unirse a la Obra» significaba, en lo humano, unirse a los afanes de un sacerdote joven y dos personas más.

      El 25 de agosto, al día siguiente de que se incorporara Isidoro, escribió en sus notas: «Desde hace mucho tiempo, además de llevar revistas religiosas (El Mensajero, El Iris de Paz, revistas de misiones y otras de diversas congregaciones) a los enfermos, las he repartido, tranquila y frescamente, por las calles: en los barrios bajos, hubo una temporada en que no podía pasar por algunas calles sin que me pidieran revistas»7.

      Durante aquel verano se organizó desde el Patronato una misión para obreros y empleados. Fue haciendo amistad con ellos y algunos decidieron secundarle en la tarea de «hacer la Obra de Dios»8.

      Comenzaba por no hablar de la Obra a los que venían junto a mí: les ponía a trabajar por Dios, y ya está. Es lo mismo que hizo el Señor con los Apóstoles: si abrís el Evangelio, veréis que al principio no les dijo lo que quería hacer. Los llamó, le siguieron, y mantenía con ellos conversaciones privadas; y otras, con pequeños o grandes grupos... Así me comporté yo con los primeros. Les decía: venid conmigo...9.

      Algunos le seguían, y al poco tiempo –semanas, mesesse iban, como «las anguilas en el agua»10.

      Procuraba ir conociendo a algunas mujeres que pudieran entenderle, pero –como escribiría tiempo después– «no encontraba gente que me pareciera dispuesta»11.

      * * *

      Un día, cuando se dirigía a la iglesia para celebrar Misa, se encontró con una mendiga a la que conocía, porque estaba siempre en el mismo sitio, en la calle, pidiendo limosna.

      Me acerqué a ella y le dije:

      —Hija mía, yo no puedo darte oro ni plata; yo, pobre sacerdote de Dios, te doy lo que tengo: la bendición de Dios Padre Omnipotente. Y te pido que encomiendes mucho una intención mía, que será para mucha gloria de Dios y bien de las almas. ¡Dale al Señor todo lo que puedas!

      Al poco tiempo, uno de los días que pasé a celebrar la santa Misa, no estaba, tampoco al otro... Como en esa época íbamos a visitar los hospitales, en uno de ellos me encontré con esta mendiga en una de las salas.

      —Hija mía, ¿qué haces tú aquí, qué te pasa?

      Me miró y me sonrió. Estaba gravemente enferma. Le indiqué:

      —Mañana celebraré la Misa pidiéndole al Señor que te ponga buena.

      La mendiga me contestó:

      —Padre, ¿cómo se entiende? Usted me dijo que encomendase una cosa que era para mucha gloria de Dios y que le diera todo lo que pudiera al Señor: le he ofrecido lo que tengo, mi vida.

      Solo le dije:

      —Haz lo que quieras, pero le pediré al Señor por ti, y si te vas, cumple muy bien este encargo.

      «Yo os digo –comentaba Josemaría Escrivá– que, desde que aquella pobre mendiga se fue al Cielo, es cuando la Obra comenzó a caminar deprisa».

      A partir de entonces consideró a aquella mendiga, desde un punto de vista simbólico y espiritual, como la primera mujer del Opus Dei.

      «Este suceso –apunta Toranzo– pone de manifiesto uno de los rasgos más característicos de la personalidad del fundador del Opus Dei: su confianza en la oración. El inicio del apostolado en orden a la expansión del mensaje del Opus Dei entre mujeres se presentaba además especialmente difícil»12.

      Iba conociendo sacerdotes jóvenes, como Sebastián Cirac, con el que estuvo hablando en el Patronato de enfermos a finales de aquel año. Cirac vivía en Cuenca, de donde era canónigo, y cuando venía a Madrid se alojaba en la Casa sacerdotal de las Damas Apostólicas. Pronto trabaron

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