Cara y cruz. José Miguel Cejas
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Cara y cruz - José Miguel Cejas страница 26
Tras muchos afanes, pocos días antes de que se proclamase la II República, Escrivá contaba solo con tres personas en el Opus Dei: «5 de abril de 1931: ayer, domingo de Resurrección, D. Norberto, Isidoro, Pepe y yo rezamos las preces de la Obra de Dios»13.
Eran tres perfiles distintos: un joven estudiante de diecinueve años; un ingeniero de veintiocho y un sacerdote maduro y enfermo, de cincuenta y uno14. Solo dos vivían en Madrid. Zorzano viajaba a la capital de vez en cuando desde Málaga para hablar con Escrivá, con el que se carteaba con frecuencia.
Su respuesta ante las dificultades fue la confianza en Dios y la oración. Escribía en sus Apuntes:
Que, desde ahora, sea otro: que no sea yo, sino aquel que Tú deseas. Que no te niegue nada de lo que me pidas. Que sepa orar. Que sepa sufrir. Que nada me preocupe, fuera de Tu gloria. Que sienta tu presencia de continuo. Que ame al Padre. Que Te desee a Ti, mi Jesús, en una continuada Comunión. Que el Espíritu Santo me encienda15.
14 de abril de 1931. La II República
El 14 de abril se proclamó la República en España. La celebración tuvo un tono anticlerical: gritos, insultos, puyas a los sacerdotes... Entre la muchedumbre que se congregó en la Puerta del Sol había un grupo que llevaba en andas a un hombre que ridiculizaba al Cristo de Medinaceli. Pero no hubo agresiones físicas.
El único intento se dio por la noche, en la colonia de los Pinos de Chamartín, cuando varios desconocidos intentaron entrar en el convento de las Hermanas de la Cruz. El capellán llamó a la Guardia Civil y los asaltantes se disolvieron16.
Escrivá se mantuvo, como tantos españoles católicos, a la expectativa; y experimentó un disgusto similar al de ellos cuando empezaron a promulgarse decretos-leyes de carácter anticristiano.
Al día siguiente de la proclamación, se promulgó por decreto un estatuto jurídico que fijaba los principios directivos mediante los cuales se iba a regir España hasta que las Cortes aprobasen una nueva Constitución.
El tercer principio establecía la separación Iglesia-Estado, de forma que España dejaba de ser oficialmente católica y se establecía la libertad de práctica de cualquier creencia.
Pocos días más tarde, el gobierno adoptó otras medidas unilaterales que anulaban en la práctica el Concordato vigente; el 17 de abril prohibió a los Gobernadores Civiles que acudieran oficialmente a las ceremonias religiosas; y el 19 de abril eliminó los actos religiosos en los establecimientos militares.
Muchos católicos le concedieron al nuevo régimen el beneficio de la duda. Los obispos habían alentado a la participación ciudadana y a la construcción de la paz, y la mayoría de los fieles estaban dispuestos a secundarlos.
Pero las disposiciones sobre las relaciones Iglesia-Estado seguían con celeridad inaudita: el 23 de abril se suprimió de un plumazo el culto obligatorio en los lugares penitenciarios; y el 6 de mayo la instrucción religiosa dejó de ser obligatoria en las escuelas primarias17.
Ese modo de actuar provocó que muchos católicos acabaran concluyendo que el sistema de gobierno republicano era contrario a la Iglesia por naturaleza, a pesar de la actitud prudente que mantuvo la Jerarquía, fiel a las indicaciones de la Santa Sede. El mismo cardenal Segura había llegado a decir –siguiendo esas indicaciones– que «la Iglesia no siente predilección hacia una forma particular de Gobierno»18.
Aunque seguía habiendo católicos que propugnaban la unión entre el trono y el altar, y concebían la monarquía liberal, encarnada en Alfonso XIII, como el ideal del «régimen político católico»; otro gran número de creyentes deseaba un cambio político, un nuevo régimen donde pudieran convivir en paz creyentes y no creyentes.
Pero las nuevas normas que se iban aprobando, casi a contrarreloj, no facilitaban esa convivencia: se disolvió el cuerpo de capellanes del Ejército y la Armada, se sustituyó el tradicional juramento de un cargo por una simple promesa, se privó a la Iglesia de representación en el Consejo Nacional de Educación y se prohibió a los funcionarios la asistencia a actos religiosos públicos19.
Para valorar el impacto de estas medidas conviene situarlas en su contexto histórico, atendiendo a la mentalidad de los españoles de aquel tiempo.
Algunas de estas medidas –explica Coverdale– se habrían considerado aceptables en una sociedad tolerante y religiosamente plural, pero la mayoría de los católicos españoles había crecido en una sociedad en la que prácticamente todo el mundo era, al menos de nombre, católico y en la que durante siglos la norma había sido la de una estrecha colaboración entre la Iglesia y el Estado. Así, se consideraron estos actos como hostiles a la Iglesia. Esta sensación se acentuó porque el gobierno no quiso negociar ni consultar a los representantes de la Iglesia sobre los cambios en política religiosa20.
El domingo 10 de mayo, pocas semanas después de la proclamación de la República, se produjeron los primeros incidentes graves. Por la mañana algunos republicanos se enfrentaron contra los militantes del centro monárquico, que escuchaban los compases de la Marcha Real por un gramófono en su centro de reuniones, con las ventanas abiertas. A continuación, varios individuos se dirigieron a la sede del periódico monárquico ABC, en la calle Serrano y rociaron la fachada con gasolina. La fuerza pública se refugió en el interior y disparó desde dentro contra los agresores, alcanzando a un hombre y a un chico de trece años que fallecieron horas después.
Las algaradas continuaron y hacia las once de la mañana del día siguiente, un grupo de jóvenes comenzó a apedrear los cristales de la iglesia del Sagrado Corazón, situada junto a la residencia de los jesuitas en la Gran Vía, que hacía esquina con la calle de la Flor.
El número de agresores fue aumentando, hasta llegar a unas ciento cincuenta personas, que comenzaron a prender fuego al templo, ante la pasividad de los viandantes y las fuerzas del orden. Me contaba en 1993 Vicente Elvira, que fue testigo de los hechos:
Yo era un sacerdote joven y, siguiendo las indicaciones, fui de paisano, en bicicleta, a visitar a unos tíos míos que vivían en la calle de la Flor. Al llegar, me extrañó ver a un grupo de gente arremolinada frente a la iglesia de los jesuitas. Me dirigí hacía allí, y observé, asombrado, cómo varios hombres sacaban de entre la chusma un bidón de gasolina y empezaban a rociar la puerta de la iglesia para incendiarla. Y todo esto, ¡frente a unos miembros de la Guardia Civil que contemplaban aquello sin hacer nada!
No pude más. Me encaré con los guardias y les dije que mi padre era Guardia Civil, y que yo, como hijo del Cuerpo, sabía lo que significaba el honor para ellos. ¿Cómo podían permitir aquel abuso?
—¡No comprendo –les grité– que se queden parados ahí, mientras queman la iglesia!
—Es que tenemos órdenes de no actuar –me respondieron.
—¿Órdenes? ¿Órdenes de quién?
—Del Ministerio de la Gobernación21.
El plan de acción de la llamada «quema de conventos» se repitió, idéntico, en diversos puntos de Madrid. Se trataba, claramente, de una acción previamente organizada22. Unas cincuenta o sesenta personas (en su mayoría jóvenes) se congregaban ante la fachada de un edificio de signo religioso, rociaban las puertas con gasolina y, rodeadas